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Hijos del uranio, Nazanin Amirian
De repente, el sol se enfrió. Las mujeres embarazadas parían hijos sin cabeza, y las cunas, avergonzadas, se refugiaban en las tumbas. Luego, los caminos se perdieron en la oscuridad: El sol había muerto”.
Es la escalofriante imagen de la desolación recitada por la poetisa Forugh Farrojzad, que describe el dolor de miles de hijos, madres y padres en Irak, Afganistán y las tierras de la antigua Yugoslavia; aquello que va más allá del sufrimiento “natural” causado por la barbarie de una guerra cualquiera.
Deformados, sin ojos o extremidades, así nacen los “niños del uranio”, ocultos tras las cenizas de los misiles, frutos del experimento con una nueva arma de destrucción masiva: el uranio empobrecido.
Este material fue utilizado por primera vez –que se sepa– en la Guerra del Golfo (1991), durante la cual aviones de EEUU lanzaron sobre los civiles iraquíes explosivos con una radioactividad equivalente a siete bombas de Hiroshima. Se descubrió entonces un cuadro de enfermedades desconocido, apodado Síndrome del Golfo, en los veteranos angloestadounidenses y sus hijos, que venían al mundo con severas malformaciones. Los mismos síntomas detectados más tarde en Yugoslavia y Afganistán tras bombardeos de la OTAN.
El uranio empobrecido se utiliza para revestir los tanques y los proyectiles, por su densidad y capacidad de perforar hasta rocas. Se polvoriza al impactar contra el objetivo, contamina aire, agua y tierra y permanece incrustado en los genes de todo ser vivo durante generaciones. Así, nadie olvidará la lección. Se trata de un desecho radiactivo derivado de la producción del combustible de los reactores atómicos, cedido gratis por las empresas nucleares a la industria militar para así ahorrarse los costes del almacenamiento. Los cementerios nucleares serán los países invadidos.
Lejos de ser un daño colateral, los pueblos son el principal objetivo del uso de esta arma. Al convertirlos en incapacitados, se garantiza un dominio prolongado sobre ellos y sus tierras. De este modo, usan una arma nuclear disfrazada de convencional ante una Justicia internacional que centra su mirada en minúsculos dictadores, desviando la atención pública del terrorismo de Estado de los señores de las grandes guerras genocidas.
La sociedad envilecida
Por Jaime Richart
En Afganistán y luego en Irak, y por la OTAN en la antigua Yugoslavia. Y luego, de qué horrible manera ha afectado el uranio a los habitantes de esos países y de sus hijos.
Dice que el uranio enriquecido se pulveriza al impactar contra el objetivo, contamina aire, agua y tierra y permanece incrustado en los genes de todo ser vivo durante generaciones, para que nadie olvide la lección pues hace engendrar seres incapacitados. No tenían bastante con el fósforo blanco, el gas mostaza o el napalm: otras tres "maravillas" de la ingeniería bélica para causar la muerte masiva...
Hay un sinfín de motivos para detestar este sistema democapitalista y degenerado en el que vivimos aprisionados: un sistema social injusto por definición y depredador por estructuración. Pero creía haber agotado mi aversión hacia él. Sin embargo, lo relatado por Nazanín Amiriam me enciende de nuevo la ira y el odio. ¿Cómo podemos seguir viviendo como si tal cosa en unas sociedades que inventan, propician y consienten estas barbaridades cuando, después de la segunda guerra mundial, nos hicieron creer que Estados Unidos y Europa habían tocado fondo en el horror y la locura, y nos conducían hacia un mundo feliz y definitivamente civilizado? Qué ingenuidad... Resulta que los mismos que vienen sembrando el terror con torturas y destrucción masivas en todas partes pero principalmente en Asia, fingen escandalizarse todavía de los auswitchzs, de los buchenwalds y de los holocaustos en aquellos campos que incluso otros niegan…
Para los canallas que implantaron y manejan este "sistema" social sólo cuenta el horror inflingido por los monstruos "oficiales" de ayer. En su extrema depravación se ven a salvo de toda culpa porque carecen de conciencia. No porque no la tuvieran alguna vez, sino porque para asestar el poder (el poder político, el poder económico, el poder eclesiástico, el poder militar…) hay que extirparse antes uno a sí mismo todo vestigio de esa censora implacable incrustada en el inconsciente colectivo desde la noche del tiempo.
Vivo sin vivir en mí. Vivo en un tipo de sociedad que odio profundamente, y cada vez que alguien me habla de las excelencias de este sistema del que se oye decir un día tras otro que es "el menos malo", no puedo dejar de pensar en las atrocidades que, por acción o por omisión, además de los principales, cometen tantos que a nuestro alrededor pasan por respetables.
Dirige sus iras la justicia capitalista del mundo hacia insignificantes y supuestos dictadores como sus máximos enemigos, pero ni la justicia ni los políticos de parte alguna mueven un sólo dedo contra esta barbarie del uranio enriquecido, del fósforo blanco y del napalm. Sigue sin haber límites ni barreras para la locura supuestamente inteligente de bestias inhumanas contra seres humanos. Y es porque cada uno de los líderes de estas democracias capitalistas, tras los horrores de la segunda gran guerra, han ido haciendo su personal aportación al envilecimiento gradual de la sociedad capitalista. Y de esta vileza no sólo participa de pleno la derecha a través de sus alianzas con los neoliberales, sino también, en España, la izquierda en deconstrucción del gobierno que ya ni se reconoce a sí misma.
Pues bien, yo, haciendo uso del único derecho que nadie me puede arrebatar, blasfemo contra todos ellos y los maldigo…