JERARQUÍA EPISTÉMICA

El monte como universidad en los pueblos indígenas.
Para entender cómo funciona la jerarquía de poder global epistémica, en tanto productora de conocimiento válido universal colonizador y su implicancia en las ciencias sociales, vamos a introducir los conceptos desarrollados por Boaventura de Sousa Santos en su libro Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social. Luego abordaremos la cosmología de los pueblos del Gran Chaco y su relación indivisible con el monte como productor de conocimiento, y para finalizar este capítulo compartiremos algunas reflexiones del filósofo qom Timoteo Francia y la ecología de las relaciones propuesta por Philippe Descola, en base a las distintas formas de compartir el mundo, entre los humanos y los no-humanos, de los pueblos indígenas.

Sociología de las Ausencias. BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS
Según Boaventura de Sousa Santos, "La Sociología de las Ausencias es un procedimiento transgresivo, una sociología insurgente para intentar mostrar que lo que no existe es producido activamente como no existente, como una alternativa no creíble, como una alternativa descartable, invisible a la realidad hegemónica del mundo. Y es esto lo que produce la contracción del presente, lo que disminuye la riqueza del presente. ¿Cómo se producen las ausencias? No existe una única manera, sino cinco modos de producción de ausencias en nuestra racionalidad occidental que nuestras ciencias sociales comparten.

La primera es la monocultura del saber y del rigor: la idea de que el único saber riguroso es el saber científico, y por lo tanto, otros conocimientos no tienen la validez ni el rigor del conocimiento científico.

Esta monocultura del rigor se basa, desde la expansión europea, en una realidad: la de la ciencia occidental.

La segunda monocultura es la del tiempo lineal, la idea de que la historia tiene un sentido, una dirección, y de que los países desarrollados van adelante. Y como van adelante, todo lo que existe en los países desarrollados es, por definición, más progresista que lo que existe en los países subdesarrollados: sus instituciones, sus formas de sociabilidad, sus maneras de estar en el mundo. Este concepto de monocultura del tiempo lineal incluye el concepto de progreso, modernización, desarrollo y, ahora, globalización. La tercera monocultura es la de la naturalización de las diferencias que ocultan jerarquías, de las cuales la clasificación racial, la étnica, la sexual y la de castas en India son hoy las más persistentes. Al contrario de la relación capital-trabajo, aquí la jerarquía no es la causa de las diferencias sino su consecuencia, porque los que son inferiores en estas clasificaciones naturales lo son "por naturaleza", y por eso la jerarquía es una consecuencia de su inferioridad; de este modo se naturalizan las diferencias. Esta es otra característica de la racionalidad perezosa occidental: no sabe pensar diferencias con igualdad; las diferencias son siempre desiguales. Por consiguiente, el tercer modo de producir ausencia es "inferiorizar", que es una manera descalificada de alternativa a lo hegemónico, precisamente por ser inferior.

La cuarta monocultura de producción de ausencia es la monocultura de la escala dominante. La racionalidad metonímica tiene la idea de que hay una escala dominante en las cosas. En la tradición occidental, esta escala dominante ha tenido, históricamente dos nombres: universalismo y, ahora, globalización. ¿Qué es el universalismo? Sencillamente, es toda idea o entidad que es válida independientemente del contexto en el que ocurre. Por su parte la globalización es una identidad que se expande en el mundo y, al expandirse, adquiere la prerrogativa de nombrar como locales a las entidades o realidades rivales. Es decir, no hay globalización sin localización.

La última monocultura es la monocultura del productivismo capitalista, que se aplica tanto al trabajo como a la naturaleza. Es la idea de que el crecimiento económico y la productividad mensurada en un ciclo de producción determinan la productividad del trabajo humano o de la naturaleza, y todo lo demás no cuenta.

La manera en que procede la Sociología de las Ausencias es sustituir las monoculturas por las ecologías, y lo que les propongo son cinco ecologías, donde podemos invertir esta situación y crear la posibilidad de que estas experiencias ausentes se vuelvan presentes. Las cinco ecologías son las siguientes.

La ecología de los saberes. No se trata de "descredibilizar" las ciencias ni de un fundamentalismo esencialista "anti-ciencia"; nosotros, como científicos sociales, no podemos hacer eso. Lo que vamos a intentar hacer es un uso contrahegemónico de la ciencia hegemónica. O sea, la posibilidad de que la ciencia entre no como monocultura sino como parte de una ecología más amplia de saberes, donde el saber científico pueda dialogar con el saber laico, con el saber popular, con el saber de los indígenas, con el saber de las poblaciones urbanas marginales, con el saber campesino. Esto no significa que todo vale lo mismo. Lo discutiremos con el tiempo.

Estamos en contra de las jerarquías abstractas de conocimientos, de las monoculturas que dicen, por principio, "la ciencia es la única, no hay otros saberes". Vamos a partir, en esta ecología, de afirmar que lo importante no es ver cómo el conocimiento representa lo real, sino conocer lo que un determinado conocimiento produce en la realidad; la intervención en lo real. Estamos intentando una concepción pragmática del saber. ¿Por qué? Porque es importante saber cuál es el tipo de intervención que el saber produce. No hay duda de que para llevar al hombre o a la mujer a la luna no hay conocimiento mejor que el científico; el problema es que también sabemos hoy que para preservar la biodiversidad, de nada sirve la ciencia moderna. Al contrario, la destruye. Porque lo que ha conservado y mantenido la biodiversidad son los conocimientos indígenas y campesinos. ¿Es acaso una coincidencia que el 80% de la biodiversidad se encuentre en territorios indígenas? No. Es porque la naturaleza allí es la Pachamama, no es un recurso natural: "es parte de nuestra sociabilidad, es parte de nuestra vida"; es un pensamiento anti-dicotómico. Entonces lo que tengo que evaluar es si se va la luna, pero también si se preserva la biodiversidad. Si queremos las dos cosas, tenemos que entender que necesitamos de dos tipos de conocimiento y no simplemente de uno de ellos. Es realmente un saber ecológico el que estoy proponiendo.

La segunda es la ecología de las temporalidades. Lo importante es saber que aunque el tiempo lineal es uno, también existen otros tiempos. Los campesinos, por ejemplo, tienen tiempos estacionales muy importantes. En comunidades de África, el tiempo de los antepasados es fundamental. He vivido la experiencia con las autoridades tradicionales en África: si estamos en una reunión, los antepasados forman parte de esa reunión; no están "antes", están presentes. Y lo he vivido también en la selva, con los Ticunas en Colombia y Brasil. Es otra concepción del tiempo, porque los que están "antes" están con nosotros; es una concepción mucho más rica. Debemos entender esta ecología de temporalidades para ampliar la contemporaneidad, porque lo que hicimos con la racionalidad metonímica es pensar que encuentros simultáneos no son contemporáneos. La tercera es la ecología del reconocimiento. El procedimiento que propongo es descolonizar nuestras mentes para poder producir algo que distinga, en una diferencia, lo que es producto de la jerarquía y lo que no lo es. Solamente debemos aceptar las diferencias que queden después de que las jerarquías sean desechadas. O sea: mujer y hombre son distintos después de que nosotros utilicemos una sociología ecológica para ver lo que no está conectado con la jerarquía. Las diferencias que permanezcan después de eliminar las jerarquías son las que valen. Más adelante vamos a hablar del principio de igualdad y el principio de la diferencia.

La cuarta es la ecología de la "trans-escala", muy importante hoy para el FSM y para nuestro trabajo, y que constituye la posibilidad de articular en nuestros proyectos las escalas locales, nacionales y globales. Nosotros, como científicos sociales, fuimos criados en la escala nacional, como la política, como todo. Los antropólogos trataban un poco lo local; los sociólogos y los científicos políticos, lo nacional. En este marco, todo lo que es local será embrionario si puede conducir a lo nacional: los movimientos locales son importantes si pueden tornarse nacionales. Pero hoy tenemos que ser capaces de trabajar entre las escalas, y de articular análisis de escalas locales, globales y nacionales. Es muy difícil, porque nunca observamos fenómenos en las ciencias sociales.

Observamos escalas de fenómenos, y por eso muchos de los discursos de los ejecutivos, o de las agencias transnacionales, tienen una escala para ver los fenómenos que no es la nuestra, o que no es la de los obreros o los campesinos. Por lo tanto, hay que analizar cómo es posible ver a través de las escalas.

Y finalmente está la ecología de las productividades. En el dominio de la quinta lógica, la lógica productivista, la ausencias consiste en la recuperación y valorización de los sistemas alternativos de producción, de las organizaciones económicas populares, de las cooperativas obreras, de las empresas autogestionadas, de la economía solidaria, etc., que la ortodoxia productivista capitalista ocultó o desacreditó.

Los movimientos de campesinos por el acceso a la tierra y a la propiedad de esta, o contra mega-proyectos de desarrollo (por ejemplo, las grandes represas que obligan a la deslocalización de muchos miles de personas); movimientos urbanos por el derecho a la vivienda; movimientos económicos populares; movimientos indígenas para defender o recuperar sus territorios históricos y los recursos naturales que en ellos fueron descubiertos; movimientos de las castas inferiores en la India con el objetivo de proteger sus tierras y sus bosques; movimientos por la sustentabilidad ecológica; movimientos contra la privatización del agua o contra la privatización de los servicios de bienestar social: todos ellos basan sus pretensiones y luchas en la ecología de las productividades." (Boaventura De Sousa Santos)

Sociología de las imágenes. SILVIA RIVERA CUSICANQUI
Mi búsqueda de nuevas formas de conocimiento está vinculada a experiencias tanto pedagógicas como de investigación y se enraízan en la historia oral, cuando en la década de 1980 con un grupo de gente aymara, hemos formado el taller de historia oral andina. Después en la universidad me encuentro con una gente mayoritariamente salida del mundo rural, que habita el mundo marginal urbano que son mis alumnos y que tienen dificultades para escribir, pero hablan mejor de lo que escriben y miran mejor de lo que hablan.

Son capaces de percibir cosas porque está el tema de la atención precisa, de la tensión creativa, capaz de detectar, capaz de dar cuenta de los detalles. Esa capacidad la descubro haciendo experimentos pedagógicos. Entonces empiezo a trabajar con cámaras y también buscando en el plano conceptual una genealogía propia y en esa genealogía incluyo cineastas, pintores y dibujantes. Si vemos la obra de Guaman Poma de Ayala es una especie de teoría dibujada. Hay concepciones de mundos de la sociedad, de la dominación colonial, que además viene de las lenguas propias que no se pueden plasmar en palabras. Siempre contrario a la perspectiva se pone a los dominadores con grandes cabezas y a los dominados como pequeños. Hay una cantidad de aptitudes expresivas que no son verbales que me interesan, el teatro por ejemplo. Expresiones corporales, expresiones visuales que no tienen necesariamente un correlato de verbalización consiente.

Nosotros somos bombardeados por imágenes y no somos alfabetos en cuanto al desciframiento, de lo que está detrás de las intenciones colonizadoras que trae consigo la imagen. Perder la inocencia respecto de las imágenes y saber que detrás de las imágenes hay mecanismos de liberación y de control de conciencias, de capturas de deseos, de pulsiones del alma y eso permite que sea tan eficaz el sistema de propaganda, por ejemplo.

La gente es inconscientemente torpe cuando va a hacer trabajo de campo y molesta y perturba a las otras personas. Llevar una cámara te obliga a ser consciente de tu torpeza. Estas con un aparato fálico penetrando la vida de los demás y te sientes incómodo. Esa incomodidad evidente, ese ojo intruso te obliga a ser más respetuoso. Esto ha ido generando una propuesta que trata de reconectar la mirada con los otros sentidos, con la escucha, con el tacto, con el olfato. Reflexionar como organismo cognoscitivo todo nuestro cuerpo, no solo la mente y en general el oculocentrismo occidental, sino trabajar con la mirada, despercutiendola de la tentación de dominación, pensando más en una mirada horizontal, de igual a igual.

La forma como las culturas visuales, en tanto pueden aportar a la comprensión de lo social, se han desarrollado con una trayectoria propia, que a la vez revela y reactualiza muchos aspectos no conscientes del mundo social. Nuestra sociedad tiene elementos y características propias de una confrontación cultural y civilizatoria, que se inició en nuestro espacio a partir de 1532. Hay en el colonialismo una función muy peculiar para las palabras: las palabras no designan, sino encubren, y esto es particularmente evidente en la fase republicana, cuando se tuvieron que adoptar ideologías igualitarias y al mismo tiempo escamotear los derechos ciudadanos a una mayoría de la población. De este modo, las palabras se convirtieron en un registro ficcional, plagado de eufemismos que velan la realidad en lugar de designarla.

Los discursos públicos se convirtieron en formas de no decir. Nos cuesta hablar, conectar nuestro lenguaje público con el lenguaje privado. Nos cuesta decir lo que pensamos y hacernos conscientes de este trasfondo pulsional, de conflictos y vergüenzas inconscientes. Esto nos ha creado modos retóricos de comunicarnos, dobles sentidos, sentidos tácitos, convenciones del habla que esconden una serie de sobreentendidos y que orientan las prácticas, pero que a la vez divorcian a la acción de la palabra pública.

Las imágenes nos ofrecen interpretaciones y narrativas sociales, que desde siglos precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen perspectivas de comprensión crítica de la realidad.

Respecto al termino Epistemologías del Sur, es complicado porque hay norte dentro del sur y sur dentro del norte. Yo lo llamo Epistemologías manchadas, epistemologías abigarradas, epistemologías promiscuas, impuras. Algo así como una contradicción irresuelta, contradicción sin dialéctica, sin síntesis, no estamos permanentemente buscando lo uno, ir mas allá de la meta de la historia lineal que acompañan todos los proyectos de la soberbia eurocéntrica, los proyectos racionales, antropocéntricos. Tomando como base los aforismos aymaras se puede pensar en un diálogo intercultural de otra naturaleza, intentando superar entre otras cosas la cárcel del lenguaje colonizador. Porque da lo mismo hablar en inglés o castellano, no hay que tener nacionalismos lingüísticos impostados, sino reconocer que todos carecemos de una lengua con patria.

¿Cómo traducir la idea de ecología de saberes?, todavía eso no tiene palabras, todavía eso no tiene como, cuál va a ser la lengua franca?, ¿cómo se van a formar estas redes que permitan el intercambio de saberes?, ¿cómo se van a reconocer los saberes corporales que no tienen expresión verbal? ¿Con qué se come la ecología de saberes?. Las utopías qué color tienen?, qué temperatura? Es fácil decir ecología de saberes, es fácil decir pluriculturalismo o Estado plurinacional, el problema es cómo hacerlo.

Si bien todos somos indios y somos colonizados y colonizadas, esperamos dejar de serlo y convertirnos colectivamente en seres humanos dotados de la responsabilidad y el amor para ejercer su mandato cósmico, que es entender y cuidar al cosmos desde la palabra. Generar una epistemología de ese intercambio, no como una Ecología de saberes necesariamente entendida como diálogo entre los oprimidos.

Intentar entender lo indígena como episteme, como una atmósfera cognitiva que te lleva por ejemplo a intentar reconocer sujetos en el mundo no humano. Cualquiera que practica rituales con cierta regularidad y seriedad habla con los cerros, con los ríos, habla con las piedras. Otro elemento es la mano y el cerebro, sembrar, cosechar y hacer los rituales de siembra y cosecha, te llevan a otra relación con los alimentos. Intentar crear comunidad es un entorno epistémico de conocimiento grupal, de procesos conocer-hacer, saber-hacer. La dominación es tanto o más clave que los modos como la gente produce

Ecología de saberes de los pueblos del Gran Chaco basados en la observación y comprensión del ecosistema que habitan. LQATAXA NAM QOMPI
A continuación compartiremos saberes de los pueblos originarios Qom de la zona de Pampa del Indio, Chaco, que fueron recopilados en el libro Lqataxac Nam Qompi - Recordando la sabiduría y la lucha de nuestros antepasados y que muestran la relación de sus saberes, con la comprensión del frágil ecosistema chaqueño del cual dependen.

El pájaro se encontró con un hombre y le dio un espíritu a este para que pueda guiarlo. Ese pájaro le dio el poder al hombre. Esa es nuestra creencia.

El hombre andaba necesitado porque vivía pobre. Ahora el hombre tiene un amigo y tiene conciencia de ese poder concedido. El pajarito es una persona que estaba mirando el sufrimiento de ese hombre y sintió lo que el hombre sentía. Entonces, le da el poder a ese hombre para que ese poder se quede en el hombre. Así, el hombre tuvo el canto y empezó a cantar.

Por eso está prohibido matar a los pájaros, porque son amigos. Igual que ustedes y nosotros, nos acompañamos como el pájaro y el hombre.

Voy a entrar en el monte este día, pero el que está sobre todas las cosas me va a ayudar, me va a dar lo que yo necesito, lo que haya. Entro al río y ruego al dios del río para que me dé lo que yo necesito, todas las cosas que necesitamos, tú sabes nuestra necesidad. Así también como cuando florecen los árboles necesitan de la lluvia para que los frutos crezcan, nosotros necesitamos de ellos para que puedan ayudar a nuestra familia, a nuestra comunidad. Ese árbol es el que nos da la vida y por medio de sus frutos, nos da la libertad, llega la alegría a nuestra vida. Por eso nuestros antepasados cuando llegaba la época de la maduración de los frutos de la algarroba festejaban, nuestros abuelos festejaban. Juntaban algarrobillos y luego a través de un proceso de conservación, hacían las conservas para el año. Porque cuando terminan los frutos del campo, ya tienen las conservas y hay mucha comida para todo el año. Ellos saben conservar, saben cuando llega el verano, saben cuando llega el invierno, cuando llega el otoño y todas las estaciones.

Es como ahora que se guían por el calendario, antes, ellos se guiaban por los astros. Saben cuando viene la helada, cuando caen las hojas de los árboles, cuando las abejas consumen sus productos, cuando los pescados desaparecen por el frío, conocen todos sus tiempos. Viene el viento Norte, salen los pescados y diferentes tipos de peces, surubíes y otros. Aquel que se prepara para pescar, para cazar, sabía muy bien que presa elegir y cómo hacerlo, porque de eso dependía el sustento de su familia y que después su familia no sufriría, por eso desde chicos ellos les enseñaban todo a sus hijos.

En aquel tiempo los vientos Norte siempre existían, no es como ahora que hay un cambio total, hoy en día hasta la caza y la pesca se ha perdido. No es como aquellos tiempos, por eso la historia quedó solamente en nuestra memoria, hasta el día de hoy.

Nosotros cuando nos íbamos a cazar, nuestros abuelos fabricaban calzado con cuero de oso hormiguero para que las espinas no lastimen nuestros pies, pero hoy en día esa habilidad se perdió.

La gente comía peces, carpincho, yacaré, miel. Y después comía tuna, porque había tuna en el campo y con eso vivía la gente. Después comía ananá en el campo y en la costa del río. Se comía mistol y algarroba en el campo, todo eso comía la gente. Hoy decía Aurelio sobre cuando se reunía la gente para hacer aloja los fines de año. Lo hacían con la algarroba en una batea y se tomaba, pero a los jóvenes no se les permitía tomar, solo a los viejos.

En ese tiempo había pescado, y cuando se hacía un asadero, toda la gente ponía uno, dos o tres pescados. Se hacía un fogón grande, se asaban los pescados y ahí comían todos juntos.

Más antes los ancianos sabían nadar y cuando ellos se iban a un río que tenía aguas profundas, ellos tenían técnicas para pescar.

Usaban una red pequeña y se zambullían a lo profundo para poder sacar sábalo, ellos sabían nadar, sabían cómo enfrentar todo tipo de situación dentro del agua. Antes, inclusive, cuando llegaban las heladas, ellos igual se iban, se metían en los ríos para pescar. Ellos resistían, a través de su alimentación, al frío. La pesca y la caza eran comunitarias, se compartía todo lo que se conseguía durante el día.

Los tobas nunca tuvieron libros, ni calendarios, pero sabían las estaciones y las épocas del año, se guiaban por las lunas y el lucero. Se guiaban por el chañar, cuando aparecían las flores era porque el río estaba empezando a crecer, cuando caían los frutos el río ya estaba por rebalsar y la creciente ya avanzaba. En aquel tiempo los días eran diferentes, cuando llegaba la época que el río crecía, los peces empezaban a reproducirse y aparecían miles de miles. Esos peces anunciaban que en unos días o en el transcurso del mes, la creciente llegaba.

Ellos sabían los tiempos, y los cantos de las aves tenían significados o anuncios. Cuando pasaba una fila de gansos, anunciaba que venía una columna de militares. O cuando las garzas aparecían, anunciaban abundantes lluvias y crecientes. Hoy en día no escuchamos más el canto del chajá, más antes cuando el chajá cantaba, nuestros abuelos sabían que donde estaba el chajá había un riacho y en ese riacho había comida. Hay otros cantos de otros pájaros que cuando a la mañana cantan, es porque vendrán días de lluvia, cuando cantaba el pacá ellos sabían que el invierno llegaba. Así como la cigüeña conoce su tiempo, también nuestros abuelos sabían cuando los días eran buenos y eran malos. Si por ahí aparece una cigüeña en el medio del campo era porque vendrían inundaciones.

En aquel tiempo los cantos de las aves eran señales de grandes anuncios. Algunos pájaros anuncian que vendrán visitas de otros lugares. Cuando ya está entrando el sol canta el pájaro carpintero, los cazadores se iban del lugar, porque sabían que ese pájaro les anunciaba que por la noche vendría alguien para emboscarlos. El pájaro carpintero es un anunciante, el que sabe interpretar sus cantos nunca puede ser engañado. Así es la historia.

Los nuevos muchas cosas no saben. Cuando llueve hay abundante comida porque las aves empiezan a reproducirse y los huevos también es comida para los aborígenes. Todo lo que yo estoy contando en este momento yo lo vi.

Lastimosamente, los riachos se secaron, los diferentes tipos de peces ya no están, ya no existen.

Lo que sabían los ancianos sobre la atención en salud, sobre los tratos del parto, se ha ido perdiendo.

Pero en el tiempo de ellos, de los ancianos, eso no se conocía y tenían sus remedios y la forma de atender a la familia. Quizás Los antiguos, los ancianos, ellos sabían la forma de guiar y los cuidados hacia la familia y la señora. Entonces no tenían el sufrimiento que ahora pueden tener las mujeres. Seguramente, una señora que va al hospital a parir, la terminan operando para sacarle el chico. Pero en aquellos tiempos, eso no se conocía, y los ancianos sabían los procedimientos para que las chicas puedan tener familia de parto natural y con menos dolor.

Cuando el lucero aparece la otra estrella que está al lado de ella que es más chica, entonces esa da la señal de que muchas mujeres quedaron viudas.

Y cuando la luna está de costado anuncia que va a haber tiempo lluvioso. Otra de las cosas es cuando ellos ven la Vía Láctea, cuando se nota, cuando es brillosa.

Sobre todo en los tiempos de invierno, ahí es donde se ve claramente la Vía Láctea, cuando se encuentran más alejados, más nítidas se ven las estrellas, se ven bien claras, entonces dicen que es muy favorable en cuanto la producción del monte.

En cuanto a la salud, el pueblo qom tiene su propia medicina, de acuerdo a la enfermedad que tienen. A veces hay personas que sufren un calambre de pie o de pierna, en ese caso ocupan la grasa de animales. El remedio para calambres es grasa de iguana, eso lo usan como medicina para el calambre. La carne del cocodrilo también es buena para el anémico.

Es tan grande ese respeto hacia la naturaleza. Porque un integrante joven ha muerto y nadie se puede mover para buscar para comer. En ese caso está la otra familia, que quizás es conocida de ellos o pariente cercana. Ellos sí tienen la obligación de mantenerlos a esa familia por un período de treinta días. Y también a veces en ese tiempo de luto, hay comidas que no le es permitido comer porque les puedes dañar. Y, para eso, a veces están los médicos que tienen un poder sobrenatural para curarlos, para que ellos puedan comer esas cosas, lo que le puede hacer el médico es ir y besarle en la boca a esa persona, como un acto de curación para que no le pase nada de comer cualquier tipo de comida.

Otra de las cosas que en este caso sería cuando los qom empiezan a entrar en el monte, cuando hay riesgo, siempre toman en cuenta que existen los seres espirituales que son guardianes de la naturaleza. Entonces ellos siempre tienen mucho respeto. Por ejemplo, hay seres que son cuidadores para las especies de miel. Por eso cuando una persona va en busca de miel pide permiso primero a este ser y al mismo tiempo pide para que le conceda lo que necesita. No solamente en el monte están esos seres, también están los seres acuáticos. A veces ellos cuando van al agua para la pesca, las primeras cosas que ellos hacen es ir a este ser para que le dé lo necesario para el alimento.

En el libro "Cuerpos significantes: Travesías de una etnografía dialéctica" (Silvia Citro), se recopila información acerca de las capacidades de curación y la relación con la danza:

La curación a la manera antigua de los piogonaq o chamanes qom, consiste en cantar y dialogar con su compañero espiritual, para pedirle ayuda en la curación, esparciendo el humo de tabaco y chupando el cuerpo del enfermo, para sacarle así su enfermedad. Otra forma de curación es la danza del tigre, mediante la danza el chaman hombre o mujer se conecta con el espíritu del tigre. Una de las formas de curación, consiste en danzar sobre el cuerpo de la persona enferma, refregándose, abrazando, emitiendo alaridos, gruñidos y palabras que no corresponden a ninguna lengua. El espíritu del tigre era uno de los compañeros más poderosos de los antiguos chamanes, y también uno de los tantos espíritus que repartió el dios luciano, un profeta pilagá creador de un original movimiento religioso que en 1947 terminó siendo reprimido por fuerzas militares.

Hasta hoy, este espíritu continúa en los ancianos: come los pecados, y así, cura las enfermedades y da fuerzas a los que lo reciben. Glosolalia es la capacidad que se tiene de hablar la lengua que según los evangelistas pentecostales, inspira el espíritu santo, pero que no corresponde a idioma ninguno. La capacidad de hablar en lengua se da mediante el trance o un estado de excitación, provocado por ese espíritu cristiano, pero en la danza la conexión se da con el espíritu del tigre, que es el que inspira el movimiento.

Antes del evangelio, los jóvenes qom solteros se juntaban a danzar el nomi. Los varones iniciaban el canto y el movimiento tomados en círculo y cuando una mujer elegía a su compañero, entraba en la ronda y danzaba a su lado. En la noche, cuando la danza terminaba, cada pareja partía junta, ya como compañeros sexuales. Así, creatividad, placer estético y sexual, eran parte de un mismo gozo.

Indígenas danzando

Reflexiones dislocadas. TIMOTEO FRANCIA
La verdad tiene muchos sentidos. Todas las ciencias (la física, la filosofía, la biología) tienen su verdad. También la humanidad tiene su verdad y ésta es la coherencia. La política es la verdad del hombre. En cambio, la política partidaria puede o no decir y actuar por la verdad. El país que habla mucho y combate la verdad es un país inmoral.

Esto es un homenaje a nuestros sabios ancianos y mártires que marcaron el camino de la vida sorteando obstáculos en la lucha por reafirmar su existencia. A partir de pensamientos, técnicas, teorías, lógicas y acciones ellos nos enseñaron la política indígena que está por encima de cualquier política partidaria.

En nuestro continente hay naciones cuyas identidades son negadas y no fueron respetadas. Hay pueblos enteros cuyas costumbres fueron cambiadas por la fuerza y la avaricia del conquistador, desde hace más de 500 años. Ésta es una deuda aún pendiente para los actuales americanos. En muchos países de América Latina donde la mayor parte de la población es indígena se siguen practicando gravísimas discriminaciones por el color de piel, el origen, el idioma o la cultura que identifican a pueblos y naciones que, desde hace miles de años, habitan nuestro suelo.

Según el diccionario español, la palabra “nación” se refiere al conjunto de habitante de un país regidos por un mismo gobierno. Sus sinónimos son país y ciudadanía. Podemos usar la palabra “pueblo” para una población pequeña. Los sinónimos de poblado son nación, tribu y plebe. La palabra “nación” contiene un sentido diferente al de “nación cultural” que tendría, además, una sensación espiritual y conceptos relativos a la práctica cotidiana llevados a cabo en un lugar de referencia. La “nación indígena” implica diferencias políticas, concepciones particulares de las cosas y de la vida, propiedades lingüísticas y territoriales propias dentro de los estados soberanos y relaciones entre comunidades vivenciadas desde la hermandad. Los estados independientes nunca han reconocido nuestros derechos como nación indígena, como pueblo indígena, dentro de sus jurisdicciones, ni han extendido este tipo de derecho más allá del contexto de la descolonización.

La cosmovisión indígena es diferente a la del Estado soberano y es independiente su política social y jurídica de la del Estado nacional.

Como pueblo indígena estamos recuperando los movimientos naturales de la identidad étnica. Cada cultura conoce su historia, conoce su pasado. Los pueblos vivos tienen movimiento, si no se mueren. El moverse es natural en nosotros, los tobas del Gran Chaco. Y pueblos que no se mueven se mueren. Lo natural es tener movimiento.

La identidad cultural es el motor que permite el ejercicio de los más altos valores de vida y por eso mantenemos viva nuestra identidad. Formular un proyecto de país intercultural es una de las más profundas preocupaciones surgidas del corazón de los dirigentes indígenas.

Antiguamente, el jefe se reunía con la asamblea de ancianos para considerar casos de infracción a las reglas de convivencia. Hoy en día, el primer paso de la erosión de la integridad de la comunidad fue la introducción de la propiedad individual de la tierra. Los aborígenes se ven forzados a aceptar el nuevo sistema porque este sistema es el criterio para obtener subsidios y cultivos comerciales. El control de la comunidad de sus propios asuntos y los procesos resolutivos han sido seriamente socavados por la introducción de formas de gobierno, como líderes y representantes de la comunidad.

La espiritualidad es uno de los tres grandes elementos de la vida comunitaria. Para referirnos al tema de los líderes lo hacemos remitiéndonos a la parte espiritual. Hay mitos, cuentos, danzas, cantos, lugares sagrados y nos acercamos a la persona del chaman o pi’ioxonaq y al cacique u oiquiaxai en otros tiempos. El chamán puede tener muchos o pocos poderes de acuerdo al carácter de su persona, lo mismo vale para el cacique. ¿Cómo se obtienen estos poderes? Es a través de la aflicción, de la preocupación por su pueblo y, por consiguiente, por el atropello a su comunidad. Esta situación de constricción le hace traer a la presencia a un espíritu invisible y poderoso para hacer un pacto. Luego de este convenio, viene la instrucción para el líder quien administra su poder sobre su pueblo. Lo convierte en un hombre fuerte, hábil, sabio y competente en el lugar que actúe y de acuerdo a las circunstancias. Cuando muere, su cuerpo físico se desintegra y desaparece, mas sus compañeros quedan vagando en los territorios que recorría cuando estaba en vida palpable.

Florencia Tola: Vida palpable… De hecho, la persona no desaparece cuando perece su cuerpo. Ella sigue viviendo, bajo otra forma y en otro lugar. La idea de que “la persona es más larga que su vida” encierra esta noción de continuidad de la existencia antes del nacimiento y después de la muerte del cuerpo físico.

Ese espíritu o compañero queda pegado con ese poder y se refugia en los montes y campos transformado en vigilante o cuidador invisible del lugar. Con los siglos puede llegar a hacerse ver en animales (por ejemplo, tigre y león). Por eso, lo sagrado es nuestro antepasado, porque tiene que ver con nuestros hermanos, con nuestra familia. Para nosotros, la palabra “poder” está contenida en la sustancia de la cultura misma, es la esencia o naturaleza del aborigen basado en la sabiduría, conocimiento y espiritualidad. Vemos la capacidad y el valor cuando el individuo mantiene sus características y principios culturales.

ECOLOGÍA DE LAS RELACIONES (Philippe Descola)

Dar, tomar, intercambiar
El intercambio se caracteriza como una relación simétrica en la cual toda transferencia consentida de una entidad a otra exige a cambio una contrapartida. Dar y tomar son asimétricas, o bien una entidad A toma valor en una entidad B (puede ser su vida su cuerpo o su interioridad) sin brindarle contrapartida, y entonces doy el nombre “depredación” a esa asimetría negativa, o bien, al contrario, una entidad B ofrece un valor a una entidad A (puede ser ella misma) sin esperar compensación, y entonces llamo “don” a esa asimetría positiva.

Es conocido el papel crucial que Levi Strauss atribuye al intercambio en la aparición y el funcionamiento de la vida social. La prohibición del incesto es una regla de reciprocidad en la medida que conmina a un hombre a renunciar a una mujer en beneficio de otro hombre, quien se prohíbe el uso de otra mujer que por ello queda a disposición del primero. La prohibición del incesto y la exogamia que es su cara positiva, no serían entonces, más que un medio de establecer y garantizar el intercambio reciproco, fundamento de la cultura y signo de surgimiento de un nuevo orden, en el cual las relaciones entre grupos son gobernadas por convenciones libremente aceptadas.

Aunque no lo reivindique en línea directa con una tradición ilustrada desde la Antigüedad: por ejemplo, en Aristóteles, cuando sostiene que la reciprocidad en las relaciones de intercambio “asegura la cohesión de los hombres entre sí”, o en Seneca, quien afirma que el don “constituye el lazo más vigoroso de la sociedad humana”.

Maurice Godelier plantea otra critica a Mauss (y a Levi Strauss): no haber extraído las consecuencias pertinentes de la comprobación de que la cosa dada no se enajena por el hecho de darla, puesto que el dador sigue estando presente en ella y ejerciendo por su intermedio una presión sobre el donatario, no para que la devuelva, sino para que la de a su vez. A juicio de Godelier, un enigma semejante solo resulta comprensible si las cosas que se dan se definen a partir de las que no se dan, entre las cuales aparecen en primer lugar los objetos sagrados que son depositarios de las identidades colectivas y de su continuidad en el tiempo; la existencia de esos objetos hace posible el intercambio: la fórmula de lo social es, entonces,” guardar para (poder) dar, dar para (poder) guardar”.

Si el don puede originarse una obligación, esta no es, propiamente hablando, ni obligatoria ni obligacionista. En este aspecto, el don difiere profundamente del intercambio. Cada don es, en efecto, una transferencia independiente, ya que ninguna contrapartida puede reclamarse a cambio. Hay, sin duda, sociedades en que se acostumbra responder a uno don con otro don, como es el caso del potlatch de los indios de la costa noroeste de América del Norte.

Como vuelve a señalar Testart, la esencia del intercambio consiste en que está constituido por dos transferencias inversas ligadas de manera intrínseca, cada una de las cuales es el resultado de una obligación que tiene su razón de ser en la otra; se trata, por lo tanto, de una totalidad cerrada, que puede insertarse, es cierto, en una serie de transacciones análogas, pero individualmente formadas por una combinación independiente de dos operaciones elementales en espejo. A diferencia del don, transferencia única que puede eventualmente propiciar una contratransferencia, pero por motivos ajenos al principio mismo de liberalidad que la hizo posible, cada una de las dos transferencias del intercambio es, al mismo tiempo, causa y efecto de la otra, una relación de determinación reciproca inherente a ese tipo de prestación y que solo se encuentra en el: doy para que me des, y recíprocamente.

Por eso, hay que desechar la noción demasiado vaga de reciprocidad cuando se analizan las relaciones de transferencia.

En consecuencia, designare aquí “intercambio” lo que Levi Strauss entiende a veces por “reciprocidad”, o sea una transferencia que exige una contrapartida, y designare “don”, en contra del uso establecido por Mauss, una transferencia consentida sin obligación de una contratransferencia.

Lo contrario del don es la actitud consistente en apoderarse de una cosa sin ofrecer contrapartida, una acción que no genera obligaciones para quien la lleva a cabo, así como del don no las crea para quienes se benefician con él. Podemos dar a esta actitud el nombre de robo, captura o apropiación indebida si queremos hacer hincapié en el aspecto ilícito y generalmente reprobado de la operación. De todas maneras, el término “depredación” parece aquí preferible porque pone de manifiesto con claridad que una retención de esta índole puede no ser resultado de la maldad o una necesidad pasajera, y nacer, en cambio, de una coacción fundamental inherente a la vida animal. Todo animal debe renovar sus reservas de energía a intervalos regulares mediante la absorción de una presa, un cuerpo distinto a él en el origen, pero al que termina por asimilar de tal manera que lo convierte en una parte de su propio organismo. Los humanos no escapan a este imperativo al que han obedecido durante decenas de milenios aun cuando la evolución de las técnicas de subsistencia ha logrado desdibujar en parte el recuerdo del vínculo intrínseco entre la captura y la ingestión de la presa, debido al desarrollo del almacenamiento y el consumo diferido de los productos ya transformados de la agricultura y la ganadería. La depredación es, pues, un fenómeno de destrucción productiva indispensable para la perpetuación de un individuo; lejos de expresar una crueldad gratuita o un deseo perverso de aniquilación, transforma a la presa, al contrario, en un objeto de la mayor importancia para quien la incorpora: la condición misma de su supervivencia.

En cuanto a la depredación, es forzoso comprobar, en efecto, que la apropiación violenta y la destrucción de los otros no son los dudosos privilegios del individuo formado en la sociedad burguesa. Encontramos huellas de esas conductas en todas las épocas y en todas las latitudes, y es tan poco verosímil rechazar esta propensión depredadora como hacer de ella el rasgo dominante de la naturaleza humana antes de que las instituciones derivadas del contrato social la pacificaran. Se trata de una disposición que, entre otras, hemos heredado de nuestra filogénesis, y si algunos colectivos la han adoptado como un ethos característico, no es porque sean más salvajes o primitivos que otros, sino porque encontraron en ella un medio paradójico de incorporar la alteridad más profunda sin dejar por ello de ser fieles a sí mismos.

Mi experiencia etnográfica entre los achuares me permitió forjarme esta convicción, al llevarme a utilizar con respecto a ese pueblo la noción de “depredación” para calificar un estilo de relaciones con los humanos y no-humanos fundado en la captura de principios de identidad y de sustancias vitales consideradas necesarias para la perpetuación del yo. Evidentemente en la guerra y sus rituales, pero también en muchos aspectos de la vida cotidiana.

La depredación no es una desenfrenada manifestación de ferocidad o una pulsión de muerte erigida en virtud colectiva, y menos aún una tentativa de desterrar en la inhumanidad a otro anónimo; es el reconocimiento de que sin el cuerpo de ese otro, sin su identidad, sin el punto de vista que él tiene sobre mí, yo estaría incompleto. Se trata de una actitud metafísica propia de ciertos colectivos, no de una exaltación turbia de la violencia, de la que algunos etnólogos serian culpables por proyección de sus fantasmas en los amerindios.

Ni el don ni la depredación suponen la reciprocidad. En ambos casos, en efecto, se trata de una operación unilateral: el don no entraña la obligación apremiante de devolver el favor, y un acto depredador solo en contadas ocasiones implica en quien lo lleva a cabo el anhelo ardiente de una respuesta recíproca.

Producir, proteger, transmitir
Las relaciones del primer grupo (dar, tomar, intercambiar) autorizan la reversibilidad del movimiento entre los términos: esta es indispensable para que se produzca un intercambio, y sigue siendo posible, sino siempre deseada, en la depredación y el don. En cambio, las relaciones del segundo grupo son siempre univocas y se despliegan entre términos jerarquizados. Esto es particularmente claro en el caso de la producción. La precedencia genética del productor sobre su producto no le permite a este producir a cambio a su productor (aunque puede contribuir a mantenerlo), lo cual lo pone en una situación de dependencia con respecto a la entidad a la que debe su existencia, por lo menos a título de condición inicial. Marx no deja ninguna duda al respecto. La producción es una relación que los hombres tejen entre sí con arreglo a formas definidas para procurarse conjuntamente medios de existencia (las “relaciones de producción”) y, a la vez, una relación especifica con un objeto que se crea con un designio particular. En páginas celebres de la Introducción general a la crítica de la economía política, Marx subraya, en efecto, que “el acto mismo de producción es (…) también, en todos sus momentos, un acto de consumo”. En primer lugar, porque el individuo que desarrolla sus facultades produciendo gasta energía en esta operación y consume materia prima, medios de producción; este es el “consumo productivo”. Empero, el consumo también es de manera inmediata una producción, en la medida en que todo consumo, alimentario o de otro tipo, contribuye a producir el cuerpo y las condiciones de subsistencia del sujeto productor; esta es la “producción consumidora”. “En el primero (el consumo productivo), el productor se objetivaba; en la segunda (la producción consumidora), la cosa creada por él se personificaba”. Aunque haya identidad entre la producción y el consumo, ella solo es posible, entonces, gracias a un movimiento mediador entre dos términos: “La producción es mediadora del consumo, cuyos materiales crea y sin los cuales le faltaría a este el objeto. Pero el consumo es también mediador de la producción, al procurar a los productos el sujeto para el cual estos son productos”. Esta muy original paridad dialéctica entre la producción objetivante y el consumo subjetivo desaparece, sin embargo, algunas líneas las adelante, cuando Marx reafirma sin ambages la primacía de la producción sobre el consumo. En efecto, este último no es más que un momento de aquella, pues, cuando el individuo que ha producido un objeto vuelve a si mismo al consumirlo, lo hace en cuanto individuo productivo que se reproduce por ese medio; en consecuencia, “la producción es el verdadero punto de partida y, por ello, también el factor predominante”.

La posición de Marx es indicio de una tendencia más general del pensamiento moderno a privilegiar la producción como elemento determinante de las condiciones materiales de la vida social, como la vía principal que permite a los seres humanos transformar la naturaleza y, al hacerlo, transformarse a sí mismos. En efecto, seamos o no marxistas, hoy es común la idea de que la historia de la humanidad se funda, ante todo, en el dinamismo introducido por la sucesión de maneras de producir valores de uso y valores de cambio a partir de los materiales suministrados por el entorno. Ahora bien, es legítimo preguntarse si esta preeminencia otorgada al proceso de objetivación productiva es generalizable a todas las sociedades. Es cierto que se ha “producido” en todo tiempo y lugar: por doquier, los humanos modificaron o trabajaron sustancias de manera intencional con el objeto de procurarse medios de existencia, y ejercieron así su capacidad de comportarse como agentes que imponen una forma y una finalidad específicas a una materia independiente de sí mismos. Puede decirse, sin embargo, que este tipo de acción se discierne en todas partes según el modelo de la relación con el mundo llamada “producción”, tan paradigmático y familiar para nosotros que nos hemos acostumbrado a utilizar para calificar operaciones muy heterogéneas en contextos muy diversos?

Apenas hace falta recordar, en primer lugar, que la idea de producción es poco adecuada para definir de manera general la concepción que muchos cazadores-recolectores tienen de sus técnicas de subsistencia. Por esta razón, algunos especialistas de esas sociedades prefieren hoy utilizar el termino "obtención" en vez de "producción", a fin de hacer mayor hincapié en que aquello que denominamos "caza" y "recolección" son, ante todo, formas de interacción especializadas que se desarrollan en un medioambiente poblado de entidades intencionales comparables a los humanos. Empero, el carácter inadecuado del concepto de producción es igualmente notorio cuando se trata de explicar la conceptualización que grandes civilizaciones no occidentales han forjado acerca del proceso de engendramiento de las cosas. Es lo que muestra muy bién Francois Jullien, a propósito de China, en su comentario de la obra de Wang Fuzhi. Para este letrado neoconfuciano del siglo XVII, que sistematiza con ello una intuición fundamental del pensamiento chino, toda realidad se concibe como un proceso continuo que supone una interacción entre dos instancias, ninguna de las cuales es más relevante u original que la otra: el yin y el yang, por ejemplo, o el Cielo y La Tierra. De allí nace una lógica de la relación mutua sin principio ni fin, que excluye toda exterioridad fundacional, toda necesidad de un agente creador en cuanto causa inicial o primer motor, toda referencia a una alteridad trascendente. El proceso, alternancia de reposo y movimiento dinamizada por este último, actúa de manera completamente impersonal o inintencional: "El orden no podría, entonces, imponerse desde afuera por el acto deliberado de un sujeto cualquiera que actuara en función de un plán determinado (...), es inherente a la naturaleza de las cosas y se deduce en su totalidad del desarrollo continuo de estas". En resumen, el mundo no es producido por la intervención de un actor dotado de un designio y una voluntad, sino que es el resultado exclusivo de sus "propenciones" internas, que se manifiestan de manera espontánea en un flujo permanente de transformaciones.

Se apreciará el abismo que separa a este proceso autoregulado del modelo heroico de la creación tal como se desarrolló en Occidente en cuanto evidencia indiscutible, bajo la doble férula de la tradición bíblica y el pensamiento griego. La idea de la producción como imposición de una forma sobre una materia inirte no es más que una expresión atenuada de ese esquema de acción basado en dos premisas interdependientes: la preponderancia de un agente intencional individualizado como causa de la aparición de los seres y las cosas, y la diferencia radical de estatus ontológico entre el creador y su producto. De acuerdo con el paradigma de la creación-producción, el sujeto es autónomo y su intervención en el mundo refleja sus características personales: sea dios, demiurgo o simple mortal, produce su obra a partir de un plan preestablecido y en función de una finalidad determinada. De allí, entonces, la abundancia de las metáforas artesanales para calificar desde el origen este tipo de relación. Los Salmos comparan al Creador con un pocero, un jardinero, un alfarero, un arquitecto; en el Timeo, el demiurgo crea el mundo modelándolo a la manera de un alfarero: prepara con cuidado la mezcla que va a trabajar, le da forma de esfera, redondea y pule su superficie. La imagen de la fabricación, de la poiesis, es central aquí, y se mantiene en la concepción moderna de la relación entre el productor y lo que produce. Persiste, asimismo, la idea de una heterogeneidad absoluta entre ellos: el creador, el artesano, el productor son dueños del plan de la cosa a la que van a dar existencia y se asignan los medios técnicos para llevar a cabo su intención, en una proyección de su voluntad sobre la materia que trabajan. Así como en el dogma cristiano hay incomensurabilidad entre el Creador y su creación, en la tradición occidental no hay equivalencia ontológica entre el productor y el objeto que trae al mundo.

Nada podría ser más ajeno a la manera en que los indios de la Amazonia conciben sus relaciones con las entidades que les sirven de alimento. Para los achuares, por ejemplo, tendría muy poco sentido hablar de "producción agrícola" o de "producción sinegética", como si esas actividades tuvieran el objetivo de crear un producto consumible ontológicamente disociado del material que le dió origen, y aun cuando tales operaciones, por otra parte,pudieran ser cuantificadas y comparadas con la productividad potencial de los recursos. Las mujeres achuares no "producen" las plantas que cultivan: tienen con estas un comercio de persona a persona, y se dirigen a cada una para tocar su alma y así ganar su concurso, favorecer su crecimiento y ayudarla en los escollos de la vida, tal cuallo hace una madre con sus hijos. Los hombres achuares no "producen" los animales que cazan: también tienen con ellos un comercio de persona a persona, una relación circunspecta en la que intervienen por partes iguales la astucia y la seducción, utilizadas para engatusarlos con palabras capciosas y falsas promesas. En otros términos, son esas relaciones entre sujetos (humanos y no-humanos) las que condicionan aquí la "producción" de los medios de existencia, y no la producción de los objetos la que condiciona las relaciones entre sujetos (humanos).

En la Amazonia, ni siquiera la producción de artefactos parece cuadrar con el modelo clásico del artesano demiurgo, Así lo sugieren los estudios de Lucía van Velthem sobre la cestería de los wayanas del norte de Pará, muy afamados, como algunos de sus vecinos caribes y arahuacos, por la diversidad y el refinamiento, tanto técnico como estético, de los objetos que trenzan. La cestería es una actividad masculina valorada y valorizante cuyo pleno dominio sólo se adquiere a una edad bastante avanzada, por lo menos cuando se trata de la elaboración de las píezas más difíciles, como el gran cuévano de carga katari anon, integramente decorado con motivos trenzados que difieren en cada una de sus caras externas e internas. Sin embargo, para los wayanas la fabricación de los canastos no constituye el modelado virtuoso de un material en bruto, sino la actualización incompleta, y bajo una forma ligeramente distinta, del cuerpo de espíritus animales que reconstruyen mediante fibras vegetales asimiladas a la piel humana. Los canastos, cestos, cuévanos, bandejas, esteras o recipientes para prensar la mandioca son, de tal modo, "cuerpos transformados". Tienen una anatomía -cabeza, miembros, pecho, troncos, costillas, nalgas, órganos genitales- y los motivos que los adornan recuerdan de manera estilizada a los que llevael ser que representan transmutado, e incluso, en el caso de los dibujos que decoran el interior de los canastos, los de sus órganos internos: se trata de evocar por esa vía la capacidad de asimilación depredadora de los espíritus animales,pero convertida en inofensiva en los artefactos debido a su crácter incompleto, pues el cuerpo de fibra difiere del cuerpo amenazante del prototipo por él actualizado, en aucnto no se rearma de idéntica forma y a causa de ello queda privado de su intencionalidad original. De todos modos, esto solo vale para la cestería doméstica, cuyo uso cotidiano exige que esté, en cierto modo, "desvitalizada". De los objetos elaborados con fines ceremoniales se dice, en cambio, que materializan en su totalidad el cuerpo de los espíritus animales, e incluso se atribuye a los cesteros más expertos la capacidad de conferirle a su obra las características no visuales del prototipo, tales como los movimientos, los sonidos y los olores. Semejante mimetismo ontológico permite, entonces, que esos objetos funcionen a su vez como agentes de transformación, muy utilizados en los ritos de curación porque poseen propiedades idénticas a las de la entidad de la cual constituyen un avatar. Lejos de ser aprehendido como la producción-creación de una cosa nueva a partir de una materia inanimada informada por el arte y el proyecto de un agente autónomo, el trabajo del cestero wayana se presenta como aquello que hace posible una verdadera metamorfosis, es decir, el cambio de estado de una entidad ya existente como sujeto y que en la operación conserva todos sus atributos o una parte de ellos.

La protección implica, asimismo, una dominación no reversible de quién la ejerce sobre quién se beneficia con ella. Aunque jamás es recíproca,la relación puede, por cierto, invertirse con el tiempo: los cuidados que los padres prodigan a sus hijos hasta el comienzo de la adultez quizá le sean devueltos por estos durante su vejez. también puede suceder que el protector mismo sea protegido por alguien más poderoso, sobre todo en el marco de las relaciones de patronazgo que adoptan con frecuencia la forma de encadenamiento jerárquico de vínculos clientelistas diádicos. Por último, la protección es a menudo de beneficio mutuo, en cuanto garantiza a quien la brinda, además de la gratificación inducida por el reconocimiento real o presunto de quien es su objeto, la posibilidad de disfrutar tanto de su asistencia como de las ventajas derivadas de la situación de dependencia en que el protegido se encuentra. Empero, aun en los casos en que media un interésrecíproco, larelación continúa siendo desigual, porque siempre se funda en que el ofrecimiento de asistencia y seguridad a través del cual se manifiesta es fruto de la iniciativa de quien está en condiciones de brindarlas. El hijo menor de edad no tiene la posibilidad de rechazar la protección de sus padres, asi como no tienen el ciudadano la posibilidad de rechazar la del Estado, o los pandas, la de sus defensores ecológicos.

En las relaciones con los no-humanos, la protección se convierte en un esquema dominante cuando se concibe que un conjunto de plantas y animales es tributario de los humanos en lo tocante a su reproducción, su alimentación y su supervivencia y, a la vez, está tan estrechamente ligado a ellos que termina por ser un componente aceptado y auténtico del colectivo. el modelo más consumado de esta situación es, sin duda, la ganadería extensiva al y como la practican las sociedades pastorales en Eurasia y África. Es cierto que el ganado sirve para el consumo humano en forma directa o indirecta, pero es poco habitual que esta función utilitaria prevalezca en la idea que los pastores se forjan sobre las relaciones con los animales que tienen a su vargo día tras día. Se trata, ante todo, de ocuparse del ganado, asistirlo, vigilarlo, prodigarle cuidados en todos los ámbitos de la vida, porque el control que el animal salvaje ejerce sobre su destino se asigna en este caso a los humanos. Es necesario, por consiguiente preocuparse por alimentarlo, aunque sólo sea mediante laselección de los pastos y los puntos de agua; es indispensable asegurarle una descendencia colectiva en las mejores condiciones, por la selección de los reproductores, el dominio de la fecundación y la ayuda brindada a las crías, y también hay que defenderlo contra los depredadores y curar sus enfermedades.

Aunque suele hablarse de produccion para designar esa conformación de las condiciones de existencia del animal, el término parece poco adecuado, puesto que la acción directa ejercida sobre él es de muy distinto orden que el trabajo del artesano o del obrero cuando fabrican un artefacto a partir de una materia orgánica. Sea cual fuere el grado de estandarización al que se haya llegado mediante la selección, cada animal es diferente y tiene su propio carácter, sus caprichos, sus preferencias. Por eso, la idea de protección es más apropiada para aludir a la mezcla de atención constante, control individualizado y coacción benevolente que define la relación del pastor con su ganado y que en el caso ejemplar de las sociedades del Nilo adopta, en ocasiones, la apariencia de un sometimiento total de los humanos a la misión de satisfacer en todo a sus socios animales: "La vaca -escrbe Evans-Pritchard- es un parásito de los nuers, que dedican la vida a garantizar su bienestar".

Fué también en África oriental donde mejor se describió el "complejo de ganado" de los pastores nómadas, es decir, una sobrevaloración del ganado de la que parece haber desaparecido toda finalidad utilitaria, y en la cual esta fuente única de riqueza cumple un papel mediador del conjunto de relaciones sociales: por medio del ganado se nombra a los humanos, y su posesión brinda tanto los instrumentos del intercambio como los principios de la agregacióny la trnasmisión sociales. Por medio de dicha interdependencia se denota que, en ese caso, los animales son miembros de pleno derecho del colectivo, y no un segmento socializado de la naturaleza que sirve de metáfora e idioma para relaciones entre humanos que serían exteriores a él. Lienhardt, por lo demás, señala con claridad que los dinkas no antropomorfizan a sus animales, sino que procuran, al contrario, imitar en todo las características y los comportamientos de los bovinos, razón por la cual estos constituyen los mejores sustitutos posibles de los humanos. En otras palabras, aquí el esquema de ralación parece desdoblado; con la actitud protectora que los humanos despliegan respecto del ganado se combinan relaciones de otra naturaleza entre esos mismos humanos, paradojicamente calcadas de las que estructuran el mundo de los bovinos; la organización de la manada, la competencia entre toros y las relaciones entre machos y hembras sirven de parámetros para pensar la organización política y espacial, el ethos belicoso de los hombres o las relaciones entre los sexos.

Así como los humanos velan sobre los animales y las plantas de los que toman su subsistencia, ellos mismos pueden ser protegidos por otro conjunto de no-humanos,las divinidades, de la que extraen de ese patronazgo la más sustancial de las ventajas: su razón de ser. Esas divinidades se presentan entonces como los ancestros fundadores y los garantes del bienestar de los humanos y, al mismo tiempo, como las condiciones de una dominación eficaz -y hasta los genitores directos- de los no-humanos utilizados y protegidos por los humanos. Eso es lo que muestra con claridad el ejemplo de los exirit-bulagats, pastores buriatos de Transbaikalia. Aunque de adopción relativamente reciente, la ganadería se ha convertido para ellos en la actividad dominante y en el motor de la vida social y ceremonial, a punto tal que dicen haber sido engendrados por un bovino celestial, Buxa nojon o Señor Toro, principal divinidad de la tribu, de la cual dependen las figuras menores de los ancestros originados en ella. Varias veces por año se sacrifican yeguas al Señor Toro y sus ancestros, a fin de que concedan suerte y fortuna, protejan las manadas y aseguren su crecimiento: las víctimas son inmoladas a la divinidad para que impregne de gracia su carne y, a través de ella, a los humanos que van a consumirla. Además, cada criador tiene en su manada un toro "consagrado" al que no debe maltratar, ni montar, ni vender, ni castrar, emisario encarnado del Señor Toro y de su virilidad inagotable, garantiza y promueve la fecundidad de los animales domésticos. Al disociar las oblaciones -restitución de vida por el cuidado del animal consagrado, restitución de almas por la muerte de las yeguas-, se evita pagarle al toro la deuda en que los humanos incurren con su hipóstasis. así, la protección puede llegar a ser el valor englobante de un sistema de interacciones que combina dos vinculaciones asimétricas: una relación de depredación, en la que uno se apodera de la vida de no-humanos dependientes sin consentirles una contrapartida directa, y una relación de don, en la cual se ofrecen no-humanos protegidos a no-humanos protectores con el objeto de incitar a estos a perpetuar la dominación que permiten a los humanos ejercer sobre aquellos.

La transmisión sería ante todo lo que permite el influjo de los muertos sobre los vivos por intermedio de la filiación. Podemos deber muchas cosas a aquellos que nos han precedido: bienes muebles e inmuebles recibidos en herencia; prerrogativas asignadas por sucesión: cargos, jerarquías o funciones hereditarias, y atributos simbólicos como el nombre o la posesión de ciertos saberes; caracteres físicos, mentales o de comportamiento que se consideran procedentes de la herencia. en todo colectivo, algunas cosas pasan de una generación a otra de acuerdo con normas precisas reconocidas. Sin embargo, sólo en ciertas circunstancias ese proceso de cesión adquiere la forma de una verdadera deuda de los vivos con los muertos, en que los primeros se consideran deudores de los segundos por casi todo lo que condiciona su existencia: el orden y los valores con arreglo a os cuales viven; los medios de subsistencia puestos a su disposición; las ventajas diferenciales de que disfrutan; su persona misma, en cuanto está compuesta de principios, de sustancias y a veces de un destino que provienen de los genitores directos y de quienes, antes de ellos, los engendraron.

La expreción más clara de esta relación se deja ver cuando los muertos se convierten en ancestros a quienes se rinde culto. Se trata de los ascendientes próximos, y no de esos personajes remotos y más o menos míticos, también llamados "ancestros" por convención, que a veces se sitúan en el origen de los clanes y las tribus sin atribuirles, empero, una influencia directa sobre el destino de sus creaturas. los ancestros inmediatos son individualizados, nombrados, a menudo materializados en altares domésticos o de linajes, y nada de lo que concierne a los vivos escapa de su puntillosa jurisdicción.

África occidental es una de sus tierras predilectas, como lo ilustra el ejemplo de los tallensis de Ghana. Meyer Fortis describe la despótica dominación que los ancestros ejercen sobre los vivos, análoga en su contenido a la autoridad absoluta reconocida a un padre sobre sus hijos: así como un hombre no goza de ningún derecho económico, estatus legal o autonomía ritual mientras su padre esté con vida,los miembros de un linaje dependen de los ancestros para tener acceso a la tierra, ejercer responsabilidades políticas y disfrutar de bienestar. El poder de los ancestros se manifiesta en un doble nivel. Colectivamente, exigen que los vivos se ajusten a los preceptos morales y respeten los valores que fundan la organización sociopolítica: así, toda muerte se interpreta como una sanción de los antepasados en razón de una presunta falta cometida por un individuo e incluso por su padre o un pariente agnático, amenudo por inadvertencia. empero, cada humano también tiene a su lado un ancestro específico, que supuestamente vela por él con la condición de que se someta a su voluntad tal comolo revela un adivino. De allí la importancia de los cultos que se les rinden a los antepasados bajo la forma de sacrificios, plegarias y libaciones; como escribe Fortes, "su solicitud no se conquista con demostraciones de amor, sino con pruebas de lealtad".

Tanto entre los tallensis como en otras civilizaciones de África occidental, el culto rendido a los ancestros no es, en consecuencia, una manerade honrarlos o de agradecerles lo que transmiten, sino más bien un intento de granjearse su favoro apaciguar su ira, un anhelo respecto del cual nunca se tiene la certeza de que será coronado por el éxito. Elmovimiento intergeneracional sigue siendo de sentido único, porque no se puede devolver lo que los ascendientes han dado, comenzando, para todos en general, por la vida recibida de los progenitores. Tampoco se trata, en el presente caso, de una conducta generosa de los ancestros, ya que estos no tienen la libertad de no transmitir a su vez lo que han recibido, y porque de ese modo comprometen a sus descendientes en una espiral de dependencia de la que estos últimos no pueden deshacerse. Por lo tanto, la deuda contraida por los vivos se trnasmite inexorablemente de generación en generación, a medida que los miembros deudores del colectivo, al unirse a la multitud de los difuntos, pasan a ser miembros acreedores, con lo cual pueden hacer pagar a sus descendientes lo que ellos mismos tuvieron que saldar: el derecho a la existencia y a todo lo que la hace posible, a cambio de una obediencia sin tacha al poder que ostentan, preciosa garantía de una forma de supervivencia para ellos.

Este uso de la trnsmisión en la definición de los colectivos y sus propiedades es absolutamente específico de ciertas regiones del mundo, y no debe confundírselo con el fenómeno universalde la cesión de algunos bienes materiales o inmateriales de una generación a la siguiente. Por ejemplo, en ninguna parte de la Amazonia india encontraremos el tipo de influencia ejercido porlos ancestros que se puede observar en África occidental o China. En la amazonia, la idea misma de ancestro parece incongruente: los muertos recientes deben desaparecer lo más rapido posible de la memoria de los vivos, y si aún subsiste algo de ellos despues de un tiempo, es bajo la forma de espíritus maso menos maléficos de cuya compañia hay que huir. Por lo demás, las genealogías rara vez se remontanmas allá de la generación de los abuelos, y los grupos de filiación, en los contados casos que existen, no controlan ni el acceso a los medios de subsistencia ni su transmisión. Ningún culto se rinde a los muertos, y si algo se hereda de ellos, no se trata de un magro patrimonio material -en general sus objetos se destruyen-, sino más bien de atributos simbólicos: nombres, cantos, mitos, el derecho a fabricar ciertos adornos o llevar ciertos ornamentos. En síntesis, los muertos están excluidos de los colectivoshumanos y no tienen poder alguno sobre ellos. Esta es, sin duda, una característica del régimen animista en general.

Depredadores y presas
Para mostrar una ejemplificación de lo que puede ser la depredación cuando se convierte en un esquema dominante de relación, he de acudir a un pueblo jíbaro. Hasta que los misioneros las "pacificaron", entre las décadas de 1950 y 1970, las diferentes tribus del conjunto jíbaro eran famosas por su carácter belicoso y la aparente anarquía de su vida colectiva. Fuente de perplejidad para los observadores, las guerras permanentes a que se entregaban no eran, en modo alguno, el testimonio de una descomposición del tejido social o de una propención irrepremible a la violencia; constituian, al contrario, el principal mecanismo de estructuración de los destinos individuales y de los lazos de solidaridad, al mismo tiempo que la expresión más visible de un valor central: la obligación de obtener de los otros los individuos, las sustancias y los principios de identidad estimados necesarios para la perpetuación del yo. La reducción de la cabeza de los enemigos permite despojar al muerto de su identidad original por medio de un largo y complejo ritual, a fin de transferirla al grupo local del homicida, donde se convertirá en el principio de producción de un niño por nacer. Merced a esa reducción de la cabeza, que permite conservar la fisonomía del muerto y, por ende, su individualidad, el guerrero victorioso capta en su beneficio una identidad virgen que facilita el crecimiento de su parentela, sin necesidad de contraer las obligaciones propias de la alianza matrimonial.

Aunque en ella esté excluida la captura de cabezas, la guerra de vendetta es gobernada por un principio idéntico. Sean cuales fueren los motivos de venganza invocados para desencadenar un enfrentamiento armado entre grupos de parentelas, el asesinato de un enemigo perteneciente a una misma tribu da lugar muy a menudo, en efecto, al rapto de sus esposas y sus hijos pequeños. Las primeras se suman a las mujeres del vencedor, que adopta a los segundos y los trata como si fueran sus propios vástagos. Para el guerrero victorioso la ventaja es doble: con la muerte de su enemigo se cobra una ofensa real o imaginaria y aumenta su grupo doméstico sin tener que enfrentar la obligación de la reciprocidad que funda la alianza matrimonial. La apropiación violenta y recíproca de los otros dentro del conjunto jíbaro es, por lo tanto, el producto de una negación del intercambio pacífico, no el resultado deliberadamente buscado de un intercambio de vidas humanas a través de una interacción belicosa.

El habitat tradicional del jíbaro es muy disperso, y cada casa unifamiliar, muchas veces poligámica, constituye una unidad política y económica autónoma, separada de sus vecinos por distancias que varían entre algunas horas y una o dos jornadas de marcha o de piragua.

Cuando se plantea una disputa dentro de una red endogámica por cuestiones vinculadas a los derechos sobre las mujeres, el pago de una compensación y la mediación de un gran guerrero bastan, en general, para impedir el desencadenamiento de una vendetta entre parientes cercanos.

En contraste con la vendetta, la guerra intertribal tiene como único objetivo la captura de cabezas en tribus jíbaras vecinas para celebrar el ritual de la tsantsa. La diferencia entre cabezas-trofeos amazónicas "ordinarias" y las cabezas reducidas de los jíbaros radica en que aquellas pierden con rapidez toda referencia a una fisonomía específica, mientras que éstas perpetúan -al menos durante un tiempo- la representación única de un rostro; la extracción del craneo, la desecación de los tejidos y el modelado de los rasgos a semejanza de la víctima no tienen otra finalidad. Durante su elaboración, la tsantsa cumple, pues, el papel de un condensado de identidad fácil de transportar. Según los jíbaros, la identidad individual está contenida no tanto en las características del semblante como en ciertos atributos sociales de la persona: el nombre, el habla, la memoria de las experiencias compartidas y las pinturas faciales.

Ya se libre contra enemigos cercanos o distantes, la guerra jíbara es el motor de la fabricación de las identidades colectivas. En una sociedad sin jefes, sin aldeas y sin linajes, permite la coagulación temporaria de facciones, el renacimiento de solidaridades habitualmente relajadas por el hábitat disperso, la efervescencia del lazo social que genera el sentimiento asociativo de compartir un mismo enemigo. A través de ella, las parentelas adquieren su sustancia y los principios de su renovación, por la captura furtiva de personas e identidades, todas escasas y preciosas, entre afines reales o simbólicos tratados como presas. Es cierto que los enfrentamientos armados no son permanentes, pero la guerra siempre está presente en la mente de todos. En una sociedad en que la palabra "paz" es desconocida y en que los únicos rituales son los que anuncian o concluyen el ejercicio de la violencia colectiva, la guerra no es en absoluto un accidente desafortunado, sino la trama misma de la vida social.

La simetría de los obligados
No hace falta ir muy lejos para encontrar un perfecto contraejemplo de los jíbaros: mientras que estos hacen todo lo posible para escapar a las obligaciones del intercambio, los tukanos de la Amazonia colombiana, al contrario, se empeñan en respetarlas de manera esrupulosa en cada una de sus interacciones con los habitantes del cosmos. sin embargo, muchos rasgos comunes aproximan a estos dos conjuntos étnicos, cada uno de ellos compuesto de varias tribus. En primer lugar, la cercania spacial, ya que apenas los separan quinientos kilómeros, una mota de polvo a escala dela Amazonia. En segundo lugar, un mismo medio de vida: la selva ecuatorial húmeda, con diferencias locales, es cierto, en el acceso a algunos recursos, pero que define para cada uno de los grupos un conjunto de coacciones ecológicas idénticas. Tukanos y jíbaros respondieron de manera similar a estas coacciones: dispersión del hábitat en unidades residenciales de escasos componentes demográficos; horticultura itinerante sobre chamicera, fundada en la preponderancia de la mandioca, dulce en un caso y amarga en el otro, y adquisición de las proteínas por una combinación de caza y pesca, la primera de las cuales reviste mas importancia en la alimentación de los jíbaros, y la segunda, en la de los tukanos. Tanto unos como otros categorizan a los humanos, las plantas y los animales como "gente" poseedoras de una interioridad análoga, que permite a la mayoría de las especies llevar el mismo tipo de vida social y ceremonial, con independencia de las diferencias de fisicalidad que les son propias. Sobre esta base, los humanos pueden mantener con las plantas, los animales y los espíritus que los protegen relaciones individuales regidas por un código de comportamiento similar al que prevalece entre los indios.

Los desanas, una de las dieciséis tribus que constituyen el conjunto tukano, representan un buen punto de partida para analizar las diferencias con los jíbaros, pues su estudio etnográfico fue el que le brindó a Gerardo Reichel-Dolmatoff la materia del modelo "termodinámico" del cosmos que hoy se atribuye a muchas sociedades del noroeste amazónico. Según este modelo, el universo fue creado por el Padre Sol, ser omnipotente e infinitamente lejano del cual el actual astro diurno es, en este mundo, algo así como un delegado. La energía fecundante que procede del Padre Sol anima la totalidad del cosmos y asegura la continuidad vital, a través del ciclo de la fertilización, la gestación y el crecimiento de los humanos, los animales y las plantas; y está, asimismo, en el origen de otros fenómenos cíclicos, como la revolución de los cuerpos celestes, la alternancia de las estaciones, las variaciones de los recursos alimentarios y las recurrencias periódicas de la fisiología humana. Sim embargo, la cantidad de energía producida por el Padre Sol es finita y se despliega en un inmenso círculo cerrado, en el que participa la totalidad de la biósfera. Por tanto, y a fin de evitar los desperdicios entrópicos, los intercambios de energía entre los diferentes ocupantes y regiones del mundo deben organizarse de tal manera que las sustracciones efectuadas por los humanos puedan reinyectarse en el circuito. Cuando un desana mata a un animal en la caza, por ejemplo, el potencial de su fauna local queda amputado de una porción de energía, que se transfiere al campo humano cuando la presa se convierte en alimento. Es preciso, pues, cerciorarse de que las exigencias de la subsistencia humana no pongan en peligro la circulación adecuada de los flujos de energía entre los diferentes sectores del mundo, y a los desana les corresponde velar por la compensación de las pérdidas debidas a lo que sacan a los no-humanos. El medio más común de alcanzar este resultado es la abstinencia sexual. Al refrenar sus deseos carnales, el cazador efectúa una retención y una acumulación de energía sexual, que podrá volver al stock general de poder fecundante en circulación en el universo y beneficiar así la reproducción de los animales cazados. La contrapartida también puede adoptar formas más directas. Para los desanas, en efecto, "cazar" se dice "hacer el amor con los animales". Los hombres procuran, en consecuencia, ganarse los favores de sus presas por medio de filtros amorosos, perfumes afrodisíacos e invocaciones seductoras. Cautivados por estos artificios, los animales se dejan acercar sin temor y, además, visitan a los hombres en sus sueños y sus ensoñaciones para copular con ellos; esta fecundación contribuye a multiplicar los miembros de la especie a la que pertenecen. Si bién los jíbaros y los tukanos imaginan que sus relaciones con los animales están gobernadas por las convenciones de la afinidad, el contenido que dan a esas relaciones no podría ser más diferente: mientras que el cazador jíbaro trata a su presa como un cuñado potencialmente hostil a quien nada se le debe, el cazador desana la trata como un conyuge cuyo linaje él fertiliza.

El principal proceso de feedback energético es aún más directo: consiste en el intercambio de almas humanas por animales destinados a la caza. Tras la muerte, el alma de un desana llega en general a la "Casa de Leche", una región del cosmos concebida como una especie de paraíso uterino. En cambio, las almas de las personas que no han respetado las prescripciones exogámicas van a grandes casas subterraneas o subacuáticas donde residen los Vai-mashé, los espíritus que gobiernan los destinos de los animales de caza y de los peces; en esas moradas, las almas se convierten en animales, una suerte de compensación forzada para quienes no han sabido respetar las reglas del intercambio entre humanos. Los encargados del mecanismo más habitual del intercambio son los chamanes, que hacen visitas periódicas al Vai-mashé durante un trance inducido por narcóticos vegetales, para negociar con él la suelta de animales en la selva a fin de que los miembros de su comunidad puedan cazarlos. Cada animal liberado debe ser compensado con el alma de un muerto humano, que se transformará en un ejemplar de la misma especie, destinado a la reserva del amo de los animales. Los humanos designados para un destino animal ras la muerte provienen, en general, de grupos vecinos, aunque se los elige por consenso. La negociación que el chamán entabla con el Vai-mashé apunta a terminar en una escrupulosa equivalencia de los objetos de la transacción. Humanos y animales tienen, por lo tanto, igual estatus en la comunidad de energía de lo viviente, unos y otros contribuyen a mantener el equilibrio de los flujos, y sus funciones son reversibles en esa búsqueda de una homeostasis perfecta basada en una estricta igualdad de las transferencias. La obligación libremente consentida de la dependencia recíproca ocupa un lugar no menos central entre los no-humanos. Así, el amo de los animales terrestres y el amo de los peces se visitan con regularidad para festejar y bailar con sus familias, una oportunidad de intercambiar sus mujeres y de hacer fecundar mutuamente sus respectivas comunidades. Como se ve, el intercambio igualitario está en el corazón de las relaciones que los desanas tejen con los no-humanos, y colorea con sus exigencias todas sus acciones sobre el medioambiente.

Orto especialista en los tukanos ha presentado un modelo alternativo, extraido de su estudio de los makunas, en el cual la energía reciclable es reemplazada por un flujo abierto de fuerzas "espirituales" que puede crecer y decrecer. su autor, Luis Cayón, sostiene que cada territorio ribal del conjunto tukano está animado por una esencia particular, concebida como una de las manifestaciones del héroe mítico Yuruparí, común a todos; esta esencia habita, concretamente, en los instrumentos musicales utilizados en el rito periódico de ese héroe, que en tiempos ordinarios se depositan en un curso de agua. La esencia mencionada viaja por los ríos de cada territorio y de ese modo se une a las esencias de los otros grupos ribales gracias a la interconexión de la red hidrográfica. Durante la ceremonia Yuruparí que todas las tribus celebran en la misma época, las fuerzas de fertilidad que circulan por los ríos alcanzan un alto grado de concentración y fecundan la selva, las aguas y a los habitantes no-humanos del cosmos. Para los makunas, el poder vital no proviene, pues, del Padre Sol sino de los instrumentos sumergidos de Yuruparí: dado que la cantidad de energía acarreada por las aguas fluctúa según el régimen de lluvias, corresponde a los humanos repartirla de manera equilibrada y beneficiar con ella a los no-humanos. Los especialistas rituales tienen un papel crucial en ésta empresa, porque a ellos les incumbre la misión de fecundar a los ocupantes no-humanos del territorio durante el ceremonial de "curación del mundo". También son ellos quienes van a negociar con el amo de los animales un excedente de presas necesario para la organización de una gran fiesta colectiva, y lo consiguen a cambio de ofrendas de coca y tabaco, que el amo transforma de inmediato en poder de fertilidad para los animales.

Todos los grupos linguísticos tucanos y algunos no tukanos celebran el culto a Yuruparí durante una serie de ceremonias en las cuales se lleva a cabo las iniciaciones masculinas, pero cuyo objetivo principal es reestablecer el contacto conlos héroes fundadores y las normas ideales de existencia que éstos instauraron antaño. Cada vez que un grupo organiza una de estas ceremonias, se invita a miembros de diversas "tribus" vecinas a participar en ella. Esta complementariedad de los grupos linguísticos en un rito que describe la etiología de la totalidad que los engloba reafirma el vigor de los lazos intrínsecos que los unen. La división regional del trabajo artesanal confiere, asimismo, a cada "tribu" una reputación de excelencia y, por lo tanto, la exclusividad en la confección de un tipo de objeto necesario para la vida cotidiana de todos: las piraguas vienen de los baras, las prensas para kasabe de los tuyukas, los tamices de cestería de los desanas, las pipas para droga de los tatuyos, los taburetes de los tukanos, etc.

Los lazos de dependencia mutua se refuerzan en virtud de la práctica sistemática de las visitas prolongadas -a veces de varias semanas- y las periódicas fiestas con bebidas, en cuyo transcurso los afines invitados les ofrecen a sus anfitriones enormes cantidades de carne y pescado ahumados, que estos les restribuyen en una oportunidad similar. Estos intercambios habituales de comida y hospitalidad entre dos unidades residenciales completamente autónomas en el plano de la subsistencia contribuyen a fortalecer la sociabilidad y el sentimiento de pertenencia a un conjunto común. A pesar de la diversidad de lenguas, cada maloca, cada grupo de filiación, cada grupo linguístico tukano, tiene así conciencia de que es un elemento en el seno de un metasistema y de que debe su perennidad material e ideal a los intercambios regulados con las demás partes del todo. Como en las relaciones con el mundo animal, una lógica de la paridad en la compensación gobierna aquí las relaciones entre humanos.

El "entre nos" del compartir
También a algunos centenares de kilometros de los jíbaros, pero ahora hacia el sur, se sitúe nuestro segundo contraejemplo: los campas, un conjunto multiétnico en el cual la generosidad, la solidaridad y la preponderancia del bien común sobre el ínteres de las partes han sido elevadas a la jerarquía de canon supremo de los comportamientos, muy por encima de las exigencias de equidad y complementariedad en el intercambio que los tukanos se afanan por respetar. "Campa" es el nombre genérico dado a un grupo de tribus de lengua arahuaca de la Alta amazonia central del Perú -los ashaninkas, los matsiguengas, los nomatsiguengas-, que junto con los piros y los amueshas (o yaneshas) forman el conjunto de los arahuacos subandinos. Todos viven en una selva ecuatorial de pedemonte análoga a la de los jíbaros, en las cuencas del Urubamba y el Perené. Todos son también productores polivalentes dispersos en pequeñas comunidades locales autónomas, que combinan la horticultura de roza con la caza, la pesca y la recolección. Los campas coinciden, por último, en cuanto a que los animales, las plantas y los espíritus que los protegen o se incorporan a ellos son seres sociales, dotados de una interioridad y de facultades de entendimiento similares a la de los humanos. Todas estas personas de diversas apariencias se distinguen, en particular, por sus cuerpos amovibles asimilados a cushma, las largas túnicas de algodón tradicionalmente usadas por los indios de la región. A pesar de estas semejanzas, no podrían concebirse una mayor distancia que la que separa el ethos campa del ethos jíbaro.

Las cosmologías de las tribus campas se organizan con arreglo a un mismo principio dualista, que distribuye a las sociedades humanas, los animales y los espíritus en dos ámbitos ontológicos distintos y mutuamente antagónicos. Uno de esos ámbitos, que tiene un valor positivo, agrupa a entidades que comparten una esencia común: las tribus campas y alguna de las tribus selváticas que las rodean (en especial, los cashibos y los shipibo-conibos de lengua pano), las divinidades empíreas (el Sol y su padre Luna), los espíritus amos de los animales de caza y estos mismos. El otro ámbito es absolutamente negativo y se define por su alteridad radical con respecto al primero: engloba a todos los humanos que vienen de los Andes, sean indios o blancos, los animales hechiceros y sus amos, los malos espíritus. Las especies cazadas y sus amos pertenecen, en esencia, a una raza de buenos espíritus que los campas llaman "nuestra gente" o "nuestros congéneres" (ashaninka) reconocidos por la buena disposición que tienen para con los indios. Habitan en el perímetro del mundo conocido, inmediatamente por encima o por debajo del estrato terreste, en los confines del territorio y sobre las crestas de las montañas. Tienen una apariencia humana invisible para los campas, a los cuales visitan adoptando la forma del relámpago, del trueno o de especies animales. Algunos de ellos controlan recursos importantes. Las nutrias, la garza cenicienta y la garza real, que son los amos de los peces, les hacen remontar los ríos, todos los años, en la época del desove, para que los campas puedan pescarlos en las aguas bajas de la estación seca. Por su parte, el milano de cola de golondrina es el padre de los insectos comestibles: el chamán visita regularmente a su esposa para pedirle que autorice a sus hijos -presentados como hermanos del chamán- a acompañarlo, con el fin de que los humanos puedan alimentarse de ellos. La mayoría de los pájaros cazados por los campas son incorporaciones de buenos espíritus. Su muerte no es más que un simulacro: compadecido después de que el cazador le ha pedido su "vestimenta", el pájaro ofrece con delicadeza su envoltura carnal a la flecha, a la vez que preserva su interioridad inmaterial, que se reencarna inmediatamente en un cuerpo idéntico o recupera su apariencia humana invisible. Por lo tanto, no se expone a perjuicio alguno, y ese acto de benevolencia no exige contrapartida., como no sea, quizás, un sentimiento de gratitud. Ciertas especies muy comunes de animales de caza emplumados, en particular el tucán, la pava chica y el guaco, son las protegidas, no los avatares, de los buenos espíritus, que se las entregan a los humanos con toda prodigalidad para que estos las cacen. Esta bondad se explica por el hecho de que los buenos espíritus, sus transformaciones animales y a las especies a las que gobiernan son idénticos a los humanos en el plano ontológico. Los campas los consideran parientes muy cercanos, y el don de sus despojos aparece como un simple testimonio del deber de generosidad que se impone entre gente de la misma parentela. La solidaridad que supone ese lazo se expresa, además, de manera ejemplar cuando los buenos espíritus asociados a la caza descienden entre los humanos bajo una forma invisible para bailar y cantar en su compañía: para ellos no se trata de acudir a recoger los beneficios de algún servicio prestado, sino de manifestar su proximidad afectiva y su desvelo por la actitud de compartir en una convivialidad libre de obligaciones.

El estatus de alma de los pecaríes permite contrastar ese deber de generosidad con el imperativo del intercambio que caracteriza a la caza en los grupos tukanos. Se trata de una entidad femenina, calificada como hermana genérica de los camps, que mantiene a los pecaríes encerrados en un recinto en los alto de una montaña. A veces, un chamán acude a interceder para que suelte a un integrante de su piara; ella arranca entonces un manojo de cerdas de la grupa de un animal y sopla para dispersarlo, lo cual provoca la multiplicación de los pecaríes, enviados luego por su ama a los hombres para que estos puedan cazarlos. Este acto, que es, pues, una muestra de pura benevolencia, crea, por cierto, obligaciones morales para los cazadores, al imponerles en especial la de matar a los pecaríes con una sola flecha, para no hacerlos sufrir; pero, a diferencia de lo que ocurre entre los tukanos, no exige ninguna compensación. Sucede lo mismo con la pesca, en que los peces, embargados de piedad, se dejan atrapar en la linea cuando el pescador, que ha pasado largo tiempo sin obtener recompensa alguna, repite, con un tono que uno imagina suplicante y afligido, "mi morral vacío, mi morral vacío".

Los buenos espíritus no tienen ninguna actividad sexual, característica que los distingue marcadamente de las figuras habituales de los amos de los animales de caza en la Amazonia o en el mundo animista en general. Entre los tukanos, los amos de los animales, que se caracterizan por su sobreabundancia de energía sexual, como se recordará, envían a sus protegidos a copular en sueños con los cazadores, un comportamiento previsible, dado que esas entidades son responsables de la reproducción de las especies animales, para lo cual necesitan del concurso del poder genésico de los humanos, que estos le ceden parcialmente de buena gana a cambio de la fuerza vital que absorven al comer los animales. No hay nada parecido en los buenos espíritus campas, que existen, es verdad, bajo la forma de los dos sexos pero se reproducen sin coito:en su avatar humano, se dice que tienen órganos genitales atrofiados y que sus mujeres dan a luz por partenogenésis, sacudiendo sus túnicas. Además, a diferencia, una vez más, del cazador tukano, que se granjea el favor de los animales adoptando un caríz seductor gracias a los hechizos y perfumes que propician la atracción erótica, los hombres campas, antes de salir de cacería, se esfuerzan, al contrario, por purificarse lo más completamente posible de los residuos resultantes de sus relaciones con las mujeres, en particular, de la mancha originada en un contacto, incluso indirecto, con la sangre menstrual. El horror que sienten los buenos espíritus por todo lo que recuerde a la fisiología de la reproducción y sus ciclos, su repugnancia ante los deseos incontrolables y los flujos de sustancias necesarias para la existencia, demuestran con nitidez que las relaciones entre los humanos y las entidades que los proveen de animales de caza no suponen el intercambio ni el reciclado de energía fecundante y de principios de individuación, como sucede en el noroeste amazónico. Los cuerpos que los buenos espíritus campas entregan a los cazadores no son más que envolturas carnales, despojadas de toda subjetividad o principio de animación, y esta manifestación de generosidad no afecta en absoluto la integridad perenne de esos seres, eternamente ajenos a las contingencias de la vida orgánica.

Sin embargo, el mundo campa no está exento de negatividad, pues en él pululan malos espíritus que viven en estrecho contacto con los humanos y representan un peligro constante para estos. Llamados kamari, exiben apariencias tan diversas como los buenos espíritus. En su mayor parte tienen atributos sexuales desmesurados: algunos cuentan con un pene gigantesco que causa la muerte de los hombres o de las mujeres cuando los violan, mientras que otros adoptan la forma de íncubos o súcubos atrayentes que matan a golpes a su pareja después del coito. Además, muchos malos espíritus adoptan una forma animal, ya sea permanente -insectos, murciélagos, felinos a los que los campas se guardan de acercarse y matar- o transitoria: se trata entonces de las especies habitualmente comestibles -tucanes, monos, pájaros-, cuyos signos exteriores toma un kamari y que se transforman en íncubos o súcubos cuando los humanos se burlan de ellos; puede tratarse incluso de cualquier animal corriente de caza, del que un mal espíritu de la clase llamada peari se habrá disfrazado y cuyo consumo es mortal. En todos los casos, la víctima humana se convierte en un mal espíritu del mismo tipo que aquel que la ha agredido o, peor aún, se metamorfosea en Blanco. Por último, los kamari son los amos de la hechicería con la que asedian a los indios y que los chamanes se esfuerzan por tratar con pociones y fricciones de hierbas medicinales.

La relación de los campas con los no-humanos no se limita a la obtención de los beneficios nútricios que espíritus animales emparentados les prodigan, ya que una cohorte de espíritus malvados los toma como presas introduciéndose en los animales aparentemente más inofensivos. En un caso, los cazadores reciben el don de carne que solicitan sin ofrecer contrapartida; en otro, son cazadores sin poder escapar a su destino de presa. No obstante, esta inversión no debería interpretarse como un signo de que la depredación o el intercambio recuperan aquí sus derechos. Para ello, sería menester o bien que los campas fueran los instigadores activos de esa alienación violenta, cuando en realidad son sus víctimas y procuran por todos los medios protegerse de ella, o bien que las persecuciones que sufren fueran consideradas una compensación aceptadas por ellos a cambio de los animales de caza que se les entregan, lo cual evidentemente no sucede. Los buenos espíritus y los malos espíritus, los campas y la gente de los Andes, la provisión generosa y los animales hechiceros: todo esto se distribuye en dos dominios ontológicos estancos y en perpetuo conflicto, uno de los cuales está regido por los valores constantemente reafirmados del compartir y la solidaridad, mientras que el otro, exutorio de la parte de mal que todo espíritu lúcido reconoce en el mundo, encarna una alteridad cruel e insensata que nada es capaz de moderar.

Ningún sistema de relaciones entre humanos podría estar gobernado de manera exclusiva por una lógica del don, y los campas no constituyen una excepción a esta regla. Por ello, el altruismo y la prodigalidad de que dan muestra los buenos espíritus animales en el don de sus despojos son menos manifiestos en las reglas de intercambio asimétrico del sistema de parentesco dravídico o del trueque intertribal que en un tipo de ethos característico de la vida cotidiana, en el que se privilegian la confianza, la generosidad y el horror al apremio. Los campas, en efecto, han llevado muy lejos la voluntad de conjurar en su seno la disensión y la alteridad, al reducir al mínimo esas distancias entre los individuos que son imprescindibles para que pueda establecerse una relación de reciprocidad o depredación.

Los campas se destacan por la fuerte censura que ejercen contra la violencia interna, fuente de resentimientos duraderos y factor de desagregación del lazo social. Lo testimonian las justas orales entre hombres matsiguengas separados por un diferendo, en las que alternan provocaciones verbales y ofertas de apaciguamiento, y que terminan cuando uno de los protagonistas, decidido a volver sobre sí mismo la agresividad que lo anima, comienza a asestarse un golpe tras otro, actitud pronto imitada por su adversario. Los individuos violentos,mezquinos o de conducta escandalosa son objeto de un discurso público de oprobio, pronunciado en primer lugar por una mujer que enumera los hechos sin precisar el nombre de la persona en cuestión, y a cuya denuncia se unen con el paso del tiempo otras mujeres, si el comportamiento censurable perdura. Cuando la situación se eterniza, se establece una cuarentena, y el individuo que se ha separado por propia voluntad de la red de solidaridades parece entonces invisible para su comunidad. si esas medidas son inútiles, la mujer que ha tomado la iniciativa de la requisitoria ya no tendrá otra salida que suicidarse, a fin de anular mediante su propia muerte la distancia y el desorden creados pos sus acusaciones. El principio de generosidad que, según se cree, gobierna el comportamiento de los animales de caza aquí, de algún modo, a contrario, habida cuenta de que ntoda la expectativa no seguida de efectos se interpreta como señal de un fracaso personal, causado por la iniciativa extemporanea consistente en poner al otro en una situación en que se ve obligado a fiferenciarse de mi dirigiéndome una respuesta.

Los amueshas han dado una forma particularmente clara a esta filosofía del compartir y la convivialidad armoniosa, porque consideran, a semejanza de Aristóteles, que el amor constituye la fuente y el principio de existencia de todas las cosas. Distinguen dos tipos de amor, muereñets, que alude al don de sí en la creación de la vida, caracteriza a la actitud de las divinidades y los dirigentes religiosos en una relación asimétrica, mientras que morrenteñets, que denota el amor mutuo indispensable para toda sociabilidad, se expresa a través de una generosidad permanente, exenta de cálculo y de previsión de una compensación. Estamos lejos aquí de la distancia establecida y consentida que permite postular al otro como término de una relación recíproca, a la manera de los tukanos, o como presa necesaria para la reproducción del yo, tal cual lo hacen los jíbaros. El modelo de comportamiento privilegiado, tanto por los amueshas como por los campas, parece ser más bién la relación parental, en la que se da generalmente afecto, cuidados y protección a quienes dependen de uno.

Como es lógico, la manifestación mas clara del esquema de la generosidad y el compartir, tanto en los preceptos de conducta inculcados a los niños como en la práctica habitual de cada uno, se da dentro de las comunidades locales, en parentelas ligadas por la ayuda mutua y la frecuentación cotidiana. Sin embargo, en el conjunto más general de las tribus arahuacas subandinas hay un perturbador paralelo entre las relaciones disímiles que estas mantienen con dos clases de no-humanos -el don recibido de los espíritus animales y la depredación ejercida por los malos espíritus- y as que caracterizan a sus relaciones no menos contrastadas con dos redes de humanos antagónicas entre sí. En efecto, esos pueblos del pedemonte no han cesado de guerrear en su frontera andina, a la vez que rechazan la guerra en su seno en beneficio de un sistema de interacciones y alianzas regionales fundado, en gran parte, en el comercio entre etnias linguisticamente emparentadas y que comparten una misma concepción de las virtudes cívicas y la concordia social. La complementariedad interétnica de los productos que se intercambian no hace sino recordar la especialización artesanal del noroeste amazónico: los shipibos son reconocidos por sus tejidos pintados, los matsiguengas por sus arcos y flechas, los piros por sus piraguas, los nomatsiguengas por las finezas de sus cotonadas, mientras que los amueshas y los ashaninkas, además de adornos refinados, producen sal. Los lazos desarrollados a través de la circulacion de bienes materiales cementan este mozaico y refuerzan el sentimiento de pertenencia a una comunidad unida por valores comunes. Nada ilustra mejor ese sentimiento que lo que el explorador Olivier Ordinaire denominaba "decálogo moral", una letanía ritual que se recitaba en oportunidad de un encuentreo entre dos miembros de tribus campas distintas y que enumeraba los deberes de cada uno de ellos para con el otro debido a su pertenencia a un mismo conjunto.

No es improbable que la condena de la guerra interna sea característica de un ethos panarahuaco, como sugiere Fernando Santo. Empero, en el caso de los arahuacos del Perú, a la paz interior se le suma una notable capacidad para enfrentar a los enemigos exteriores, mediante la movilización en amplias coaliciones militares de las tribus campas y algunos de sus aliados panos. La guerra externa, puramente defensiva, tenía por finalidad la protección de la integridad territorial contra las ambiciones anexionistas de toda clase de invasores provenientes de los andes, desde los ejercitos incas, a comienzo del siglo XVI, hasta las columnas de la guerrilla maoísta en nuestros días, pasando por todas las expediciones que el Virreinato y luego la joven República despacharon sin éxito a la selva del pedemonte para someter a esos indios indóciles a la soberanía del poder central. No debe asombrar demasiado, entonces, que los puna runa, la gente "de las tierras altas", hayan sido percibidos, a semejanza de los malos espíritus y sus avatares animales, como la perfecta encarnación de una alteridad tan radical como malévola. Ontológicamente idénticos, por proceder de un mismo origen mítico, los incas, los españoles y los enemigos animales debían ser combatidos y mantenidos en los confines, para expulsar su negatividad de un "entre-nos" homogéneo. La perpetuación del ideal de una proximidad sin deudas ni cálculos tiene aquí un precio: respetar las reglas del intercambio y la complementariedad con vecinos estimables a quienes se puede llegar a necesitar para que otros vecinos que nos tratan como presas no puedan aniquilarnos.

Los campas distan de ser los únicos representantes del archipiélago del animismo que pretendieron levar a la práctica ese ideal: algunos, en efecto, lo hicieron con más éxito que ellos. Así, a millares de kilometros de la lluviosa selva peruana, los algonquinos septentrionales ofrecen el ejemplo de una misma práctica de las relaciones con los humanos y los no-humanos, pero liberada de la amenaza de la depredación y las coacciones del intercambio que permite hacerle frente. Los grupos crees y ojibwas conciben el medio subártico, pese a las limitaciones en apariencia muy rigurosas quye impone a la vida humana,como un entorno benevolente y poblado de entidades atentas a las necesidades de los hombres. El animal siempre se entrega al cazador por efecto de un sentimiento de generosidad: movido por la compasión que en él despiertan los humanos atenazados por el hambre, hace el don de su envoltura carnal sin esperar nada a cambio. Esta manifestación de bondad no tiene consecuencias porque, como en elcaso de los campas, el alma del animal se reincorpora poco después a un individuo de la misma especie, siempre que sus despojos hayan recibido el tratamiento ritual apropiado. Las relaciones entre humanos obedecen a un esquema idéntico: la guerra se hallaba proscripta entre las cuadrillas de montagnais, naskapis, crees y ojibwas, y el deber de compartir las posesiones y los recursos de cada uno era regla absolutamente imperativa, sobre todo entre los corresidentes de los pequeños campos de caza invernal. En cuanto a la confianza desinteresada, el espíritu de prodigalidad y la inquietud por compartir, que Bird-David atribuye a los nayakas o a los pigmeos y que considera rasgos típicos de la relación que los cazadores-recolectores tejen con su medioambiente humano y no-humano, debe verse en ellos algo muy distinto que el eventual correlato de un modo de subsistencia deerminado; esas actitudes denotan un esquema general de tratamiento de los otros al que las ontologías animistas ofrecen un punto de anclaje privilegiado, sean cuales fueren, por lo demás, las técnicas que se utilicen para sacar partido del medio.

El ethos d elos colectivos
La preponderancia de un esquema de relación en un colectivo induce a sus miembros a adoptar comportamientos típicos cuya repetición y frecuencia son tales que autorizan a los etnógrafos que los observan e interpretan a calificarlos, de manera sintética, como "valores" normativos orientadores de la vida social: la necesidad de compartir en los matsinguengas o los ojibwas, el espíritu belicoso en los jíbaros, la obligación del intercambio en los tukanos. Empero, ninguna relación es absolutamente hegemónica, porque todas constituyen, en conjunto, la panoplia de que disponen los humanos para organizar sus interacciones con los ocupantes del mundo.

Para volver al caso de los jíbaros, por ejemplo, sería absurdo sostener que en su vida cotidiana todo gira en torno a la incorporación violenta. El esquema de la asimilación depredarora constituye, más bien, un horizonte moral que orienta muchos campos de la práctica, cada uno de los cuales lo pone de manifiesto a su manera. Ese esquema tolera y engloba otros esquemas de relación, preponderantes en otros lugares, relegados aquí en nichos particulares, y siempre amenazados, además, por una contaminación insidiosa por el esquema dominante y el efecto de tropismo que ejerce. Así, el sistema de parentesco jíbaro de tipo dravídico, se basa en el modelo ideal del intercambio de hermanas entre primos cruzados. Esta forma de unión, muy común en la práctica, instaura y perpetúa dentro de parentelas localizadas un islote de reciprocidad y solidaridad entre afines reales, sin duda indispensable para que se despliegue una actitud depredadora contra afines distantes, reales, potenciales o ideales. Cabe pensar, en efecto, que la hostilidad generalizada contra todo lo que se sitúa a más de una jornada de marcha exige, como compensación, un núcleo central en que el intercambio simétrico permita dar por descontada una seguridad relativa. Sin embargo, las fallas del sistema son numerosas: entre hermanos pueden surgir enemistades mortales cuando compiten por las mismas cónyugus potenciales o se sienten menoscabados durante el reparto, según las reglas del levirato, de las viudas de uno de ellos; del mismo modo, un yerno puede atacar a su suegro si este se niega a darle en matrimonio a la hermana de su primera esposa. En esos casos, los asesinatos y los raptos de mujeres no son infrecuentes. A pesar de todas las medidas adoptadas para minimizar la fractura de la afinidad en el centro de la red local, ella siempre está presente como un fermento de disensión capaz de hacer estallar en pedazos el frágil equilibrio de la reciprocidad entre los miembros más cercanos de una parentela. El intercambio paritario está, por ende, formalmente presente en la lógica del sistema de alianza, pero se mantiene en la periferia del ethos jíbaro.

A la inversa, la depredación no está ausente en el conjunto tukano, aunque la guerra en su seno haya desaparecido hace mucho, quizás a raíz de una desición concertada de privilegiar los intercambios pacíficos. se sabe, en todo caso, que los tukanos trazaban una nítida distinción entre las incursiones para conseguir esposas en grupos linguísticos con los cuales no era habitual intercambiar mujeres, por un lado, y las expediciones letales a lugares más lejanos, por el otro. Las primeras parecen haber sido bastante comunes: generalmente sin derramamiento de sangre, se asimilaban a la caza y se las consideraba una alternativa posible a los intercambios exogámicos ordinarios. La mayoría de las veces, esos raptos se regularizaban a continuación mediante una negociación entre las partes, que podía desembocar entonces en el establecimiento de un ciclo de alianzas matrimoniales de tipo clásico, con lo cual el intercambio recuperaba su primacía después de un acto de depredación ocasional. Si bien muy poco frecuente, el asesinato de un hombre en una tribu tukana distante constituía una forma mucho más drástica de violencia, puesto que hacía mella en el poder procreador de otro grupo y provocaba así una pérdida nociva para el conjunto del sistema. A diferencia de la cacería de cabezas practicada por los jíbaros, esta destrucción gratuita no es asimilable a un acto de depredación, porque no implica ganancia alguna de energía o de capacidad genésica para el grupo asesino, razón por la cual el guerrero "matador de hombre" (masa siari masa) aparecía como la figura más negativa de todas las interacciones posibles entre tukanos.

Es de imaginar que las relaciones de los tukanos con los no-humanos tampoco están exentas de una dimensión depredadora. Y pude decirse, incluso, que fue al insistir sobre este aspecto que Arhem decidió presentar lo que llama "ecocosmología" de los makunas, un mundo contemplado desde el punto de vista de un cazador, es decir, como una red de comedores y comidos. En él, dos polos definen los límites del sistema: los depredadores supremos (jaguares, anacondas, algunas aves de rapiña, los espíritus del Yuruparí), que se alimentan de todos los seres vivos y no son presas de nadie, y las plantas comestibles, el nivel más bajo de la cadena alimentaria. Entre ambos se sitúan la mayoría de los organismos cuyo destino es ser a la vez depredadores y presas; es el caso, en particular, de los humanos, cuya alma es capturada (literalmente, "consumida") en el momento de la muerte por los espíritus fundadores de su clan, para que puedan renacer bajo otra forma. Tales formulaciones no resultan inesperadas, porque toda cosmología animista parece tomar sus principios de funcionamiento del modelo de la cadena trófica, con prescindencia de la naturaleza del esquema de relación privilegiado en ella. Ahora bién, según confesión del propio Arhem, en la práctica,los makunas consideran esas relaciones entre comedores y comidos como un intercambio, y no como un acto de depredación: "En esta sociedad cósmica, en que todos los seres mortales son ontológicamente iguales, los humanos y los animales están ligados por un pacto de reciprocidad". La relación entre el cazador humano y su presa se interpreta así como un intercambio, cuyo modelo es la relación entre afines (los hombres les proporcionan a los amos de los animales "alimentos espirituales",coca, tabaco para aspirar, cera de abeja. A cambio,los amos les conceden animales de caza y peces). La subordinación de la depredación del intercambio no podría expresarse mejor. No es ocioso, finalmente, volver a los campas: como se recordará, el esquema del don sólo ocupa una posición dominante, en el núcleo de las parentelas de humanos y no-humanos, en el marco de una depredación de la que pueden protegerse únicamente si mantienen intercambios con vecinos idénticos a ellos.

Los tres casos examinados invitan a extraer una lección más general acerca de la naturaleza de lo que he llamado "colectivo". si bien una entidad de esta clase adquiere parte de su aparente homogeneidad del modo de identificación ontológica que la caracteriza, esto no basta para diferenciarla de otras entidades que son similares a ella en este aspecto. Las fronteras de un colectivo, por tanto, se definen ante todo por la prepnderancia en su seno de un esquema de relación específico, y la unidad resultante no es necesariamente homóloga a los recortes habituales en etnias, tribus, grupos linguisticos, etcétera.

El ejemplo de los jíbaros permitirá ilustrar este punto. Hasta aquí, mi manera de hablar de ellos podría hacer creer que constituyen, a despecho de las diferencias dialectales y culturales internas, un conjunto perfectamente discreto. Ahora bien, algunos de sus vecinos meridionales, como los shapras o los candoshis, tienen en común con aquellos tanto el esquema de la apropiación depredadora como las instituciones asociadas a él, incluso a pesar de diferenciarse por la lengua y por muchos rasgos de la organización social o de la cultura material. En su frontera oriental, en cambio, los jíbaros mantienen continuas relaciones de intercambio comercial, y a veces de matrimonios mixtos, con comunidades de lengua quechua, los sacha runa, que sin embargo no comparten con ellos un ethos depredador. A primera vista, la escala de los contrastes entre los quechuas selváticos y los jíbaros no es ni mayor ni menor que la media entre estos y los candoshis o los shapras. Sin embargo, es lícito tratar a estos últimos como si formaran parte de un continuum "jibaroide", mientras que los primeros, pese a muchas semejanzas, han alcanzado un nivel superior de diferenciación. Así lo testimonian los usos de los pueblos en cuestión: aunque algunos jíbaros puedan "quechuizarse" de manera pacífica a través del matrimonio, y recíprocamente, esta incorporación siempre supone una actitud individual; en cambio, los candoshis y los shapras tienen con los jíbaros una relación colectiva de alteridad constituyente lo bastante estrecha como para que pueda incluírselos en el ciclo de la cacería y los raptos de mujeres, tanto en calidad de víctimas como de agresores. Los shapras y los candoshis son, pues, parte integrante de la constitución del yo jíbaro, mientras que los quechuas ofrecen, más bien, la alternativa de un devenir-otro a todos los que sientan la tentación de un cambio de identidad.

La unificación de un mozaico de pueblos por el hecho de compartir un esquema dominante de relación es aún más clara en el conjunto interétnico del noroeste amazónico. Recordemos que los flujos de reciprocidad propios de esta región incluyen no sólo a los tukanos orientales, sino también a grupos arahuacos (baniwas, wakuenais, tarianas, barés, kabiyerís y yukunas), un grupo caribe (los carijonas) y los makus, cazadores-recolectores que hablan una lengua independiente y truecan animales de caza por productos cultivados con las comunidades ribereñas de horticultores sedentarios. Es cierto que la exogamia linguística se limita a los grupos tukanos y nada más, con la excepción de los cubeos que prescinden de ella; pero todos los componentes de este metasistema comparten, por otra parte, una misma convicción: la armonía del cosmos sólo puede mantenerse gracias a una constante y equilibrada circulación de bienes, principios de individuación y elementos genésicos entre las diferentes comunidades de humanos y no-humanos que lo habitan. En lo concerniente a los diversos pueblos arahuacos del pedemonte peruano, apenas hace falta insistir en que tienen conciencia de pertenecer a una misma red de solidaridades, estructurada por valores comunes de generosidad, igualitarismo y apertura del otro, tanto más valorados y respetados cuanto que se oponen en todos los atributos negativos adjudicados a los invasores andinos.

En resumen, los contornos de un colectivo no son trazados tanto por límites linguísticos, el perímetro de una red comercial o la homogeneidad de los modos de vida, sino por una manera de esquematizar la experiencia compartida por un conjunto más o menos vasto de individuos, un conjunto que puede, por lo demás, exhibir variaciones internas -de lenguas, de instituciones, de prácticas- bastante marcadas como para que se lo considere, en otra escala, un grupo de transformación compuesto de unidades discretas. Si bien esta definición no sustituye por completo las categorías habituales -cultura, etnia, civilización, grupo linguístico, medio social, etc-, que pueden seguir siendo útiles en otros contextos de análisis, permite al menos evitar los obstáculos del inmovilismo y eludir la tendencia casi espontanea a aprehender los particularismos de los grupos humanos a partir de los rasgos que estos ostentan a fin de distinguirse de sus vecinos cercanos.

Desprovista de toda dimensión funcional o finalista -el querer-vivir juntos-, la noción de colectivo así entendido también se diferencia en parte de la definición propuesta por Latour, a saber: una asociación específica de humanos y no-humanos tal que se configura o "colecta" en una red en un momento y lugar dados. En efecto, si bien un colectivo es también para mí un conjunto en el que se combinan identidades de todo tipo, propiamente hablando, no está organizado como una red, cuyas fronteras -inexistentes de derecho si se decide seguir todas sus ramificaciones- sólo pueden depender de la desición arbitraria del analista de circunscribir su campo de estudio a los datos que es capaz de controlar. Si se admite, más bien, que los límites de un colectivo son coextensos al área de influencia de tal o cual esquema de la práctica, su determinación se apoyará, en primer lugar, en la manera en que los humanos organizan su experiencia en él, especialmente en sus relaciones con los no-humanos.

Historias de estructura
Compuestos por entidades de predicados estables y emplazamientos indiscutidos; homogeneos por obra de grandes esquemas de relación que unifican las prácticas; enfrentados a problemas singulares a los que han tenido la oportunidad de dar respuestas originales, los colectivos de todo tipo que hemos examinado hasta ahora parecen contra toda verosimilitud, desafiar la prueba del tiempo. Las culturas y las civilizaciones dan muestras de una notable permanencia cuando se las considera desde la perspectiva de las "visiones del mundo", los estilos de comportamiento y las lógicas institucionales que señalan su carácter distintivo; en este aspecto, es más facil identificar las oposiciones contrastivas, que las diferencias entre sí en el espacio sincrónico del análisis, que aislar las rupturas estructurales que cada una, tomada por sí sola, podría haber sufrido entre dos estados sucesivos de su devenir. No obstante, esas rupturas existen, y los historiadores de la larga duración no dejan de revelarlas; una distribución detreminada de los existentes y sus atributos cede su lugar a otra; un modo de tratamiento del prójimo pierde vigencia y otro hasta entonces marginal adquiere una posición dominante; lo que se tenía por normal aparece en lo sucesivo como imposible, y lo que nadie se hubiese atrevido a imaginar termina por impregnar el sentido común. La mayoría de las veces, esas transformaciones son imperceptibles para quienes las experimentan, pues se extienden a lo largo de varias generaciones. El efecto de umbral que permite comprender que se ha entrado en un nuevo sistema sólo puede ser advertido por el historiador que es lo bastante audaz como para periodizar eras multisectoriales, o bien por el antropólogo que decide considerar un continuum espacial de sociedades comparables como si unas fueran transformaciones de otras, y sin conjeturar, no obstante, que alguna de ellas constituyen formas más simples a partir de las cuales han evolucionado las demás.

Una de esas condiciones parece ser la sustitución de un esquema de relación dominante por otro. Si bien, configuraciones relacionales muy disímiles pueden dar forma a un mismo modo de identificación, esta tolerancia no es absoluta: ciertos tipos de tratamiento de los otros, presentes en situación minoritaria en un modo de identificación, llegan a veces a tener en él un papel cada vez más preponderante, que no tarda en hacerlos incompatibles con la distribución ontológica en que se han desarrollado, lo cual impone la necesidad de reordenar esta última y eprender la transición hacia otro modo de identificación, mejor adaptado a su ejercicio. Estas transformaciones suelen acompañar a cambios notables de los sistemas técnicos, sin que pueda decirse que los segundos determinan las primeras. En muchos casos, parecería incluso que, al contrario, la generalización de una relación antes secundaria, al reorientar las interacciones entre los componentes del mundo, abre el camino a innovaciones técnicas que, au vez, refuerzan el influjo de las nuevas relaciones dominantes sobre las prácticas y las maneras de concebirlas. Sólo daremos aquí un ejemplo de ello: el de las variaciones que influyen en la relación de protección en función de los cambios en el vínculo con el animal.

Del Hombre-Caribú al Señor-Toro
Compuestos a veces por varios centenares de cabezas, las mandas de caribúes son una presa de excelencia para los pueblos autóctonos de la América Subártica. Se trata de animales migratorios muy bien adaptados al medioambiente forestal y a las regiones más septentrionales de la tundra, y su paso por una localidad tiene una importancia crucial para los cazadores que acechan su llegada y su promesa de carne abundante. Por eso, no es del todo sorprendente la creencia de que las migraciones de esos animales, en apariencia erráticas, están controladas por un amo, un espíritu que actúa con ellos como un pastor: es una manera de atribuir una intencionalidad singularizada a una pluralidad de comportamientos que apuntan a una misma meta colectiva. Los montagnais dan a ese espíritu el nombre de Hombre-Caribú: de apariencia humana, blanco y barbudo, vive en una caverna, en el corazón de una colina a la que se accede por un estrecho desfiladero. En ese antro, cual Polifemo, él custodia a su inmensa manda, y también desde allí envía a sus animales a sus migraciones anuales, no sin haber decidido con anterioridad qué ejemplares, y cuántos, podrán ser muertos por tal o cual hombre en particular. Las almas de los caribúes muertos vuelven a la caverna, donde se reincorporan a nuevos animales, que serán enviados a los cazadores en otras oportunidad. aun cuando estos no se aventuren nunca en las cercanías de la gruta y de la zona que la rodea, puede suceder que un especialista ritual interceda ante el Hombre-Caribú para solicitarle que se separe de sus animales en beneficio de los humanos cuando estos pasan por un período de hambre.

Tenemos aquí, por tanto, un caso típico de animismo "donador": el mundo está poblado de entidades intencionales que tienen una actitud benévola con los humanos. El Hombre-Caribú y todos los espíritus que gobiernan los destinos de las otras especies de animales de caza ofrecen sus ejemplares por bondad de alma y sin esperar compensación, siempre que se respete la ética de la caza. En cuanto a los propios caribúes -cuyo amo es una suerte de hipóstasis, descripto por los rock crees como un macho gigantesco-, se entregan a los cazadores con el abandono de una mujer enamorada. Como dicen los crees mistassinis, los caribúes son de naturaleza femenina y seducen a los cazadores a la manera de una bella muchacha que, llegado el caso, visita sus sueños bajo esta apariencia; su muerte se asimila, entonces, a la consumación del acto sexual. Aunque este simbolismo erótico de la caza sea recurrente en muchas regiones del mundo, aquí es particularmente pertinente, porque la posibilidad de engendrar un nuevo animal depende de que un hombre lo mate. Empero, si bien entre las entidades del mundo, el don predomina como forma general de relación, un comportamiento muy diferente es lo que rige en la relación entre el Hombre-Caribú y los animales que tiene a su cargo. Amo absoluto de la suerte de estos, el primero se ocupa de ellos día tras día, está atento a su bienestar, vela por su reproducción y es el único juez del momento en que deben morir; en suma, como un criador, extiende sobre ellos el manto de una protección que lo autoriza a disponer a su antojo de los animales que controla.

Del otro lado del esrecho de Bering, en el noroeste de Siberia, los chukchis también cazan al caribú, pero recibe el nombre de reno. El reno salvaje es el animal de caza por excelencia de la taiga siberiana. Al igual que en América septentrional, el destino de los renos es regido por los espíritus. Entre los chukchis, el amo de los renos salvajes se llama Picvu cin: se lo describe como un hombre diminuto que tiene un trineo hecho de briznas de hierba y ve su tiro de ratones como si fueran renos. A semejanza de los hombres, dedica mucho tiempo a la caza y su presa favorita es el lemming, que adopta para él la apariencia de un oso, ambas especies tienen en común la capacidad de erguirse sobre las patas traseras (un bello ejemplo de animismo "perspectivista"). Picvu cin vive con sus renos en una guarida subterranea a la que se accede por un profundo barranco, y desde allí despacha sus manadas a los humanos para que las cacen, salvo cuando estos le faltan el respeto o tratan con crueldad a sus protegidos. Pero Picvu cin también es un criador, que da a los renos salvajes enviados a los chukchis el mismo uso que estos dan a sus renos domésticos: el de animales de tiro o de monta.

Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en América del Norte, donde los autóctonos nunca domesticaron al caribú, todos los pueblos siberianos domesticaron en mayor o menor medida al reno. Esa domesticación se llevó a cabo, al parecer, por y para la caza, se capturaban vivos a los animales con el fin de que actuaran como cebo para sus congéneres, y también se los destinaba al transporte de las cargas de pequeños grupos humanos muy móviles que se desplazaban en busca de las manadas. Montados, albardados o uncidos a trineos livianos, los renos también proporcionan carne y leche. Por cierto, la mayoría de las veces se trata de una semidomesticación en la cual las acciones sobre el animal se reducen al mínimo. Si bien en las zonas de tundra los nenets, los yakutes, los dolganes y los tunguses poseen grandes manadas cuyas migraciones siguen, en las regiones de la taiga la dotación ganadera es apenas superior a unas decenas de cabezas y queda librada a sí misma una parte del año: en el oeste, entre los ostiacos y los selkups, el ganado se deja en libertad durante el verano y cuando caen las primeras nevadas se lo reúne para la temporada de caza; en el este, los evenkos ordeñan a las hembras y, por consiguiente, mantienen la manada cerca del campamento durante el verano, mientras que en invierno sueltan a los animales en el bosque y vuelven a capturarlos cando se derrite la nieve, como si fuesen salvajes. De todos modos, aún cuando la dominación sobre el animal sea escasa y esporádica, se ha dado un paso decisivo: en tanto que la protección sigue siendo una relación ideal en la América subártica, limitada a las relaciones que los espíritus que controlan a los animales de caza mantienen con estos, los pueblos de Siberia no se han conformado con dejar ese privilegio a los amos de los renos y también lo han experimentado por su propia cuenta.

El amo chukchi de los renos pertenece a una clase de espíritus cuyo nombre genérico es ke'let, poseedores de manadas de renos domésticos que utilizan para tirar sus trineos; al menos es eso lo que creen, pues, con buena lógica perpectivista, algunos de ellos se valen, en realidad, de mamuts como tiro a efectos de desplazarse por las entrañas del mundo ctónico. La domesticación, en consecuencia, no concierne sólo a los renos salvajes, de los cuales en toda Siberia se dice que son criados por espíritus. Para los evenkos, por ejemplo, todas las especies de animales salvajes y de peces de los que se alimentan los humanos viven en mandas bajo el control de sus amos. En cuanto a los yukagires, ven a los amos de los animales que tienen a su cargo, de modo que una especie puede cambiar de propietario según la suerte del juego, lo cual explica las migraciones repentinas.

Aun cuando los amos de los animales, al igual que los humanos, subsistan sobre todo gracias a la caza, las relaciones que establecen ambos grupos toman la forma de relaciones de intercambio entre ganaderos. A modo de compensación por los renos salvajes que Pivu cin les envía, los chukchis le dan tabaco, azucar, harina y baratijas obtenidas de los rusos. El valor de las contrapartidas no es, sin duda, rigurosamente equivalente al de los animales recibidos, pero, en contraste con la generosidad incondicional de que el Hombre-Caribú da prueba con los montagnais, aquí está bien presente la idea de que es preciso resarcir al amo de los renos, aunque sea de manera simbólica por las pérdidas que la caza ocasiona a su manada. Por otra parte, los renos salvajes de Picvu cin son muy apreciados durante la estación del celo porque, atraidos por las hembras de las manadas de los humanos, se aventuran muy cerca de los campamentos chukchis. Es entonces cuando se les puede disparar con más facilidad, no sin haberlos incitado antes, por medio de invocaciones rituales, a cubrir a las hembras, ya que el producto de esas fecundaciones se considera más robusto. Cuando se mata finalmente a los machos, se les agradece con ofrendas de alimentos, y sus cabezas se llevan a las tiendas, donde se las celebra con el acompañamiento de música. Ahora bien, tanto en Siberia como en la América boreal, la caza mayor se asimila a un comercio sexual: los renos salvajes aparecen en sueños de los hombres como bellas jóvenes, hijas del amo de los cérvidos, con quienes aquellos copulan. Los machos salvajes, en consecuencia, prestan a las manadas de los chukchis el mismo servicio sexual que los chukchis prestan a las hijas del amo de los renos: una preñez mutua que contribuirá al crecimiento de la cabaña. El tema del intercambio matrimonial, tan dominante en Siberia en las relaciones con los no-humanos, asume aquí la perfección de una simetría equilibrada: los humanos les proporcionan a los machos salvajes esposas domésticas para que las fecunden en sus manadas, como contrapartida por las esposas salvajes que ellos mismos fecundan en beneficio del amo de los renos. Mientras que el cazador montagnais se contentaba con consumir sexualmente el don que el Hombre-Caribú le enviaba, el cazador chukchi ofrece a cambio sus hembras animales en una reciprocidad no desprovista de segundas intenciones.

Al igual que los renos salvajes, los renos domésticos de los chukchis dependen de un protector no-humano, el "Ser-Reno", una entidad de atributos bastante vagos cuya misión es velar por el bienestar de las manadas. Muy distinto del amo de los renos salvajes Picvu cin, el Ser-Reno forma parte de una clase de potestades benévolas, las va'Irglt, hipóstasis o expresiones singularizadas de un principio general de existencia que anima al mundo, incluidos los humanos. Las entidades va'Irglt se asocian a orientes cuyo nombre pueden llevar, y a ellas, muy en especial al Cenit y la Aurora, se consagran los renos domésticos abatidos. a la manera de los griegos, en efecto, los chukchis sólo matan y consumen los animales que crían en el marco de un sacrificio. Sin embargo, este no se asemeja en nada a una ofrenda a una divinidad, pues, a diferencia de los diversos tipos de espíritus ke'let maléficos o benéficos -entre ellos, el amo de los renos salvajes- que actúan como personas, a veces organizadas en tribus, y con quienes los humanos mantienen relaciones de hostilidad o intercambio, las va'Irglt son manifestaciones impersonales y localizadas de la vitalidad cósmica con las cuales ninguna interacción es posible. Por lo tanto, los sacrificios de renos domésticos a dichas entidades no constituyen transferencias de individuo a individuo que exijan una contrapartida -a la manera del alimento dado al amo de los renos salvajes-, sino un medio de que los hombres contribuyan a la circulación general del flujo de la vida contenido en la sangre de las víctimas. Destinatarias de ese flujo, las va'Irglt lo regeneran y lo reencauzan hacia los humanos bajo la forma de salud, abundancia y prosperidad de la cabaña.

Cada manda se halla igualmente bajo la proteccion de una tablilla para encender fuego de estricto uso familiar tallada con una forma de vagos contornos antropomórficos. Además de su función primordial, los chukchis la consideran una expresión particularizada del Ser-Reno: se supone que los agujeros causados por la fricción del taladro de arco son sus ojos, y el chirrido resultante, su voz. Durante los sacrificios, los miembros de cada unidad doméstica untan su tablilla para encender fuego con la sangre del animal, que también utilizan para pintarse la cara con motivos que le son propios; dicen que así se asemejan al Ser-Reno protector de su manada. La relación de los chukchis con la potestad tutelar que vela por los renos domésticos contrasta, pues, con la que mantienen con el criador de renos salvajes. Los miembros de este pueblo tratan por todos los medios de identificarse con el Ser-Reno, conjugan sus esfuerzos con los de este para asegurar mejor la protección de las manadas, y esperan que ese ser cristalice en ellos una parte del poder benéfico que se refracta en él y que ellos contribuyen a poner en movimiento por medio del sacrificio. En contraposición, en el caso de Picvu cin, espíritu claramente individualizado y dotado de disposiciones muy humanas, la cuestión reside, más bien, en mantener relaciones equilibradas sobre la base del intercambio de servicios y la reciprocidad de las transacciones.

De hecho, todo lo concerniente al comercio con los existentes que escapan a la jurisdicción de los humanos, en especial los cérvidos y quienes los controlan, el mundo chukchi apenas difiere del mundo de los cazadores de la América boreal. En ambos casos estamos, sin duda, ante cosmologías animistas, pobalada de entidades intencionales, organizadas en colectivos, sólo diferenciados por el esquema relacional dominante, de tipo "donador" al este del estrecho de Bering, o basado en el "intercambio", al oeste. En Chukokta, sin embargo, la relación con ciertas clases de no-humanos ha sufrido una sutil modificación, en la medida del influjo, aun leve, que los hombres comenzaron a ejercer sobre ellos. Con la salida a la palestra de los criadores de renos y de la entidad que los secunda, el campo de la protección se extendió mas allá del círculo de los espíritus de los animales de caza, una expansión quizá facilitada por la idea de que la mayor parte de las cosas visibles dependen de un amo no-humano, desde el arco iris hasta los fardos de pieles pereparados para el comercio. Además, algunos rasgos propios de la identificación analógica resultan perceptibles en un estado de esbozo: los componentes del mundo empiezan a multiplicarse y, sobre todo, a variar de naturaleza; algunos, las va'Irglt, han perdido su singularidad de especie, y hasta de forma, al liberarse del marco de los colectivos autónomos en cuyo seno las otras categorías de existntes realizan sus actividades; se han convertido en principios activos, fluidos y móviles, cuya permanencia impersonal es preciso fijar en objetos u orientes, y cuya comunicación armoniosa por el trabajo conector del sacrificio es responsabilidad de los hombres.

Aún muy embrionaria en los chukchis, la diversificación ontológica de las entidades del mundo es cada vez más manifiesta a medida que se baja hacia el sur. Este fenómeno ha sido advertido por los especialistas en Siberia bajo la forma de una serie de contrastes en la organización social y en las creencias religiosas entre los pueblos de la zona septentrional y los de la zona meridional. Retomaré aquí las oposiciones establecidas por Morten Pedersen, cuya tipología tiene la ventaja de que recurre a categorías analíticas que yo mismo había propuesto. Según dicho autor, la franja septentrional es de predominio animista: coreespondientes a las regiones de tundra y taiga del nordeste de Siberia y al extremo oriente ruso, está poblada por etnias del phylum paleoasiático (chukchis, coriacos, yukagires...) y familias turcas (yakutes) y altaicas (el conjunto tungús, con las ramas evenka y evena). En la zona meridional, esto es, en las estepas de las mesetas mongolas y sus franjas boscosas, habitan sobre todo pueblos de la familia uraloaltaica (buriatos, jaljas, darjata, etc.). Las relaciones igualitarias entre colectivos de personas humanas y no-humanas provistas de atributos idénticos, que encontrábamos en el norte, han desaparecido aquí, reemplazados por relaciones verticales de diferenciación que Pedersen califica de "totémicas", a la vez que admite que en Siberia no hay casos comprobados de totemismo: si bien los clanes y las mitades reciben a menudo nombre de animales, no se encuentra ninguna huella de una identificación entre sus miembros y la especie epónima. Ahora bien, cuando se las examina, las características "totémicas" que Pedersen atribuye a Siberia meridional están, de hecho, mucho más cerca de lo que yo llamo "sistema analógico".

Sobre la base de su etnografía de los darjats y del estudio que Caroline Humprey dedicó a los daurs -dos etnias mongolas-, Pedersen hace incapié en el movimiento de diferenciación y pluralización ontológica propio de Siberia meridional: algunos no-humanos -montañas, animales, árboles- aún son concebidos y tratados como personas, pero la mayor parte de los existentes están dotados de propiedades idiosincrásicas muy heterogéneas, que es posible conectar entre sí, no obstante, por segmentos de cadenas analógicas puestas de manifiesto por las especializaciones rituales. Así, entre los durs, los hombres maduros tienen la responsabilidad de armonizar los elementos porque se sitúan del lado del cielo y, por lo tanto, de los fenómenos meteorológicos; las mujeres tienen que ver, en particular, con la movilidad social, ya que se asocian al río, expresión del flujo; los ancianos están ligados al fuego, signo de la luz, y manejan la jerarquía; el chamán, capaz de metamorfosearse, está cerca de los animales salvajes y de su gama de aptitudes específicas, y la comadrona, cuyo campo de competencia es la fertilidad, es del orden de la matriz y las grutas, símbolos de maduración. Ningún principio de totalización unifica este conglomerado de ámbitos autónomos y de esferas de intervención independientes, que sólo por paquetes discontinuos vinculan breves series asociativas en las que se destacan como puntos fijos los linajes de ancestros, únicos capaces de atravesar las fronteras de esa compartimentación jerárquica y de trascender la fragmentación ontológica, pero que movilizan sobre todo a los espíritus de los muertos, y ya no a los auxiliares animales de sus cofrades del norte. En resumen, la diferencia comienza a acresentarse y, con ella, se instauran entre los existentes relaciones de otra naturaleza.

Esto es lo que el ejemplo de los exirit-bulagats, brevemente mencionado ya como ilustración de un esquema general de protección, permitirá hacer explícito. Recordemos que esos pastores buriatos de Transbaikalia, organizados en clanes exogámicos, sólo adoptaron la crianza extensiva de caballos y bovinos en el siglo XVII, sin dejar, empero, de cazar renos salvajes, alces y corzos. Al igual que la domesticación del reno más al norte, la adopción del caballo, tomado de los mongoles de las estepas, fue impulsada por los servicios que este animal prestaba en la caza, practicada aquí en grandes batidas montadas. Por otro lado, los exirit-bulagats tratan a sus tropillas de caballos a la manera de los criadores de renos, es decir que los dejan en libertad durante una parte del año. A semejanza de los cazadores de la América subártica y de Siberia septentrional, asignan igualmente el control de los cérvidos salvajes a un espíritu que ya hemos tenido ocasión de conocer bajo el nombre de "Rico-Bosque" (Bagan xangaj). Descripto como un reno muy grande o un alce, se lo concibe al modo de un suegro-genérico que da animales de caza a sus yernos humanos cuando estos copulan en sueños con sus hijas. Hasta aquí, todo muy clásico; en sus relaciones con los animales salvajes, estructuradas por una lógica de alianza con identidades intencionales, los exirit-bulagats apenas difieren de los otros pueblos siberianos. Empero, este bolsón de animismo se ha convertido en residual, al mismo tiempo que la caza que le ofrecía el marco de su experiencia práctica, pues el predominio progresivo de la ganadería va a la par con la introducción de una relación vertical de dominación protectora -del hombre sobre el animal doméstico, de los ascendientes humanos sobre sus descendientes y de un genitor mítico de la tribu sobre los miembros de esta y sus manadas-, que contrasta fuertemente con las relaciones igualitarias entre personas humanas y no-humanas características del norte de Siberia.

La tribu tiene su origen en Buxa nojon, el Señor-Toro, un animal celeste que baja a la Tierra, embaraza a una muchacha y toma y cría al niño nacido de su obra. Cada uno de los linajes ancestrales que derivan de esta unión se sitúa en lugares precisos de la montaña al pie de la cual se han instalado sus descendientes. Se les sacrifica caballos con el objeto de que otorguen su protección a las manadas y las hagan prosperar: la carne de las víctimas consagradas a ellos se impregna de la "gracia", puesta allí por los linajes a fin de que, al consumirla, los humanos la incorporen. Durante una gran ceremonia que se celebra en julio, también se sacrifican yeguas y caballos castrados al Señor-Toro, por razones idénticas; el alma de los caballos, sustituto del alma de los humanos es vista como un don propiciatorio ofrecido a la divinidad con la esperanza de obtener a cambio dicha y riqueza, expresiones concretas de la gracia que ella dispensa. No obstante, a diferencia del intrecambio equilibrado que rige las relaciones con Rico-Bosque, la oblación sacrificial hecha al Señor-Toro no siempre surte efectos. Se solicita su gracia, y el pedido se apoya en ofrendas y lisonjas, sin que medie, pese a todo, la certeza de recibir la recompensa de la protección esperada, lo cual no expresa, de parte de la divinidad, sino el poder ejercido por ella debido a su posición. Lejos de ser compensaciones previstas otorgadas a cambio de beneficios venideros, los animales inmolados a los ancestros y al bovino celeste representan testimonios de devoción dirigidos a instancias de designios impenetrables, que pueden decidir no conceder la buena suerte de que disponen a su antojo. Así como la vida de los animales puestos bajo la dependencia de los hombres está a merced de quienes velan por su bienestar, el destino de los humanos que se colocan bajo la dependencia de los ancestros y divinidades está sometido a la buena voluntad de estos. Por consiguiente, la protección puede interrumpirse en cualquier momento para los animales, cuando se les da muerte, y para los humanos, cuando los destinatarios de los sacrificios permanecen indiferentes a sus súplicas.

La preponderancia de esta relación de dominación protectora está acompañada de una catarata de jerarquías particularizadas en la que se disciernen con claridad rasgos de un colectivo analógico. A despecho de un modo de vida seminómada, la relación con los linajes ancestrales localizados, mantenida por diversas formas de culto de los muertos, constituye el origen de las identidades segmentarias: los ancestros que cada unidad constitutiva de la tribu reivindica como fuente de su autonomía distintiva son los amos de los lugares ocupados por sus descendientes durante la veranada, y controlan su destino y el de las manadas. Garantes de la integridad de los linajes, los muertos siguen así animando con su presencia los parajes que sus miembros frecuentan durante una parte del año, y se dice además que llevan una existencia análoga a la de los vivos, contrayendo matrimonio entre sí y dando niños a luz. Distribuidos a lo largo de una escala de prestigio basada en la primogenitura de los fundadores, los linajes son personas morales en situación de rivalidad permanente, pero que saben unirse, llegada la ocasión para hacer frente común contra el exterior. En el caso de los exirit-bulagats estamos, sin duda, ante un colectivo recortado en unidades jerarquizadas, complementarias y asociadas a sitios, cada una de ellas compuesta de una mezcla de entidades de diversas naturalezas, y estructurado por una lógica de encaje segmentario que favorece la expresión de la diferencia, a la vez que limita sus efectos disolventes. A pesar de semejanzas superficiales, ya no se trata, en verdad, del mundo de los chukchis, con su multiplicidad de colectivos igualitarios y monoespecíficos de humanos, espíritus y animales, de los que apenas comienzan a destacarse entidades impersonales ya no agregadas por la trama de las solidaridades y pertenencias de grupo.

En contraste, el colectivo de los exirit-bulagats se extiende hasta los límites del cosmos e integra en su interior una multitud diversificada de no-humanos, cada uno de ellos con ámbitos propios pero vinculados al resto de los existentes, los humanos entre otros, por una red de correspondencias e influencias. Como escribe Hamayon, "las representaciones de los seres sobrenaturales aparecen en profusión". Además de los territorios de los linajes controlados por los ancestros corrientes, muchos lugares están puestos bajo la jurisdicción de espíritus de los muertos individualizados, ya sea porque eran originarios de ellos, ya porque allí encontraron un fin prematuro; así, un cazador muerto de agotamiento en un rincón del bosque pasa a ser, en lo sucesivo, el dueño del acceso a los animales de caza, que es preciso solicitarle. Aparte de los sitios específicos, esos muertos también se convierten en amos de enfermedades, actividades, propiedades, modalidades de existencia, que subordinan a los humanos deseosos de librarse de ellas o de hacerlas suyas gracias a la buena voluntad de los difuntos. Otra dependencia es la que ata a todos los humanos a "espíritus-destino", zajaan, nacido de los muertos de linajes chamánicos. Descriptos como muy activos y desbordantes de imaginación, esos espíritus asignan a cada uno un destino que llega a serle intrínseco, al extremo de percibírselo como un componente de su persona. De sexo masculino o femenino, asociados a tal o cual sitio, especializados en en tal o cual tipo de destino, son lo bastante numerosos como para proporcionar tantas trayectorias biográficas como requiere la diversidad normal de las existencias. A esa predestinación se añade otro factor de singularización: las "esencias", udxa, se trata de aptitudes heredadas de los ascendientes, que predisponen a ejercer funciones reservadas, como la de chamán, herrero, talabartero o fabricante de flechas. La esencia es una cualidad potencial transmitida, necesaria para la práctica de una especialidad, pero cuyo portador puede no actualizar; de todos modos, es imperativo, so pena de exponerse a la ira de los ancestros, no dejarla en suspenso, es decir, sin representantes en el mundo de los vivos. Por encima de los destinos individuales, esta cualidad innata introduce así en el colectivo diferencias que, hablando con propiedad, son "esenciales", aunque complementarias, entre categorías de humanos. Por último, mucho más distante de los hombres, pero organizada con arreglo a una misma lógica segmentaria, en la cumbre de la jerarquía se despliega la comunidad pendenciera de los "Cielos", tengeri. Repartidas en dos grupos rivales -la facción mayor de los cincuenta y cinco Cielos blancos del este y la facción menor de los cuarenta y cuatro del oeste-, estas entidades individualizadas y asociadas a estados atmosféricos son las creadoras de los particularismos, en cuanto todo lo que hacen acaecer está dotado de una función predeterminada. De tal modo, cada Cielo es depositario de un atributo específico, que él contribuye a alimentar y difundir -espíritu de iniciativa, celos, astucia y malevolencia-, caracterizado por un color y un oriente.

Por cierto, entre los exirit-bulagats subsisten bolsones de identificación animista, sobre todo en el ámbito del tratamiento de los animales salvajes y del amo de los cérvidos Rico-Bosque, e incluso en algunas propiedades adjudicadas a los animales domésticos, como el "alma" de los sacrificios. Sin embargo, en contraste con el régimen ontológico del animismo, en el cual las personas humanas y no-humanas distribuidas en colectivos diferenciados tienen, no obstante, ciertos atributos similares, todos los elementos del colectivo en que participan los exirit-bulagats parecen singularizados: los lugares, los seres, los segmentos, las divinidades, los campos de actividad, las esferas de competencia, las predisposiciones, los destinos, las cualidades, todo está disociado, todo supone un particularismo obsesivo que el trabajo de la analogía se dedica a recomponer en una red siempre incompleta de similitudes parciales. Incluso el chamanismo, ha cambiado de naturaleza y comienza a encaminarse hacia esas formas de posesión por los espíritus tan comunes en las ontologías analógicas: mientras que el chamán del norte de Siberia mantiene con sus animales una relación de colaboración, el chamán buriato incorpora físicamente en su trance a los espíritus de los ancestros y del Señor-Toro. No cabe duda alguna de que en este caso no hay posesión en sentido estricto, pues los poderes intrusivos no sustituyen, al parecer, a la intencionalidad de quién es visitado por ellos al extremo de alienarlo por completo; empero, está muy cerca de hacerlo, sobre todo cuando, tras encarnar al espíritu del Señor-Toro, el chamán se pone a mugir en cuatro patas como si él mismo se hubiera convertido en el bovino celeste. En suma, a pesar de la continuidad geográfica y la fachada de semejanzas, ese mundo fragmentado, de relaciones verticales, rebosante de entidades autónomas y de cualidades a la búsqueda de soportes, jerarquizado por los ancestros y diferenciados por las esencias y los destinos, ya no es tan sólo el del norte de Siberia. En la linde del archipiélago analógico, para entrar allí en un pie de igualdad sólo le falta expulsar a Rico-Bosque de su memoria, y con él, a la pequeña compañía de animales, árboles y montañas que todavía se estremecen con una interioridad semejante a la de los humanos.

De la América boreal a los bordes de la meseta mongola, hemos pasado así por una serie de transformaciones mínimas, de un sistema en que dominaba el animismo donador a otro en el cual el analogismo protector comenzaba a sentar sus reales. Bastó para ello con que la relación de protección saliera del marco restringido de la crianza de animales salvajes por los espíritus que velan sobre ellos, para infiltrarse en la domesticación embrionaria de esos mismos animales por los hombres, un pequeño paso aparentemente sin grandes consecuencias, con tal de que subsistan relaciones, ahora de intercambio simétrico, entre los humanos y colectivos de personas no-humanas. Esas relaciones, no obstante, terminan por ser residuales cuando, al desbordar la práctica de ganaderos ocasionales, la protección contamina con su necesidad aun a aquellos que la ejercen. Es necesario, entonces, extender hacia lo alto de las jerarquías de dependencias, condiciones experimentadas de la seguridad: entrar en el ciclo de la servidumbre voluntaria con respecto de los ancestros, los mayores, las divinidades; poblar el mundo de instancias y principios a los que se erige en responsables del albur de los destinos; implorar la benevolencia y halagar mediante ofrendas sacrificiales a los amos cuyo silencio se teme, e interpretar sin cesar los signos que dan sentido a un cosmos compartimentado y heterogéneo en el cual la seguridad de que cada cosa está en su lugar apenas permite disipar la inquietud acerca de las consecuencias imprevisibles de la intervención de algunas de ellas en la vida cotidiana.

Caza, amansamiento, domesticación
La domesticación de los animales tuvo probablemente algún papel en la "transición siberiana", pero no basta para explicarla. En efecto, la disponibilidad de un animal domesticable no conduce necesariamente a su domesticación, dado que toda innovación técnica supone una decisión, es decir, la oportunidad de mantener o excluir ciertas opciones en cuanto parezcan compatibles o no con los demás elementos del sistema dentro del cual la técnica debe integrarse. Así se verifica en los pueblos de la América subártica que se abstuvieron de seguir el camino tomado por sus vecinos siberianos cuando domesticaron a los renos, y por ello, a pesar de que la relación de protección implícita en la crianza de ganado aparecía ya, en estado de potencialidad, en la figura del amo de los caribúes y, de manera concreta, en la domesticación muy antigua del perro.

Por lo demás, ni siquiera el ejemplo de las ventajas prácticas de la ganadería garantiza la implantación duradera de esta, tal cual lo muestra una experiencia llevada a cabo en Alaska a fines del siglo XIX. Frente a la disminución de los representantes de la administración federal tuvieron la idea de importar de Siberia nororiental renos domésticos, junto con sus cuidadores chukchis, a fin de enseñar a los esquimales yup'its las técnicas de la crianza y procurarles, de tal modo, una fuente de carne que no dependiera de los albures de la caza. En tanto que los autóctonos utilizaban trineos tirados por perros, los chukchis introdujeron también sus trineos enganchados a renos, un medio de desplazamiento que las autoridades recibieron con entusiasmo y cuya difusión se dedicaron entonces a promover, para lo cual recurrieron a samis traidos en gran número de Finlandia y Noruega, con sus renos más dóciles y sus trineos mejor adaptados. Con vistas a acompañar el desarrollo de la colonización durante la fiebre del oro, el programa gubernamental de crianza del reno terminó por orientarse de manera casi exclusiva hacia el suministro de transporte a los prospectores, los puestos comerciales y el servicio postal, dejando en manos de los misioneros la tarea de convencer a los autóctonos de los beneficios de la ganadería. Los resultados no estuvieron a la altura de las expectativas iniciales ni de los medios puestos en juego, los yup'its seguían prefiriendo la caza de caribúes a su crianza, y les gustaba más movilizarse con sus trineos arrastrados por perros que con tiros de renos. Sólo un puñado de ellos aceptaron, bajo la presión de los misioneros, permanecer lejos de sus aldeas durante la mayor parte del invierno para cuidar las manadas. Es dificil decir con certeza si este fracaso fue producto de una inadecuación de la técnica a las condiciones de vida locales -mejor adaptación del trineo de perros, limitaciones de la ganadería itinerante, zonas de pastura demasiado dispersas, etc.-, o si debe atribuírselo a razones más morales, como cierta aversión de los autóctonos a criar un animal que por otro lado cazaban y a consumir una carne que habían "producido", y no obtenido en el marco de un comercio persona a persona con las entidades que controlaban a los animales de caza. Como en muchos casos similares, los dos tipos de causa son sin duda inseparables. Lo cierto es que, a diferencia de la Siberia eptentrional, donde el medio y los modos de existencia no eran muy diferentes, nadie adoptó de manera espontánea la domesticación del caribú al este del estrecho de Bering.

Si se quiere comprender mejor ese fenómeno se debe hacer un amplio rodeo. Este desvío nos llevará a pueblos que también se abstuvieron de domesticar la fauna local, a la vez que tenían gran experiencia práctica en la crianza de animales en semicautiverio. En toda la Amazonia, en efecto, los indios cohabitan en perfecta armonía con numerosas especies de animales familiares. Se trata de las crías de los animales cazados o de los polluelos sacados de sus nidos, recogidos y alimentados con bocados o amamantados, y que reciben así lo que los etnólogos llaman "impronta" de sustitución, que los lleva a apegarse a sus amos al extremo de seguirles libremente por todas partes. Los amerindios conocen en sus más mínimos detalles ese mecanismo indispensable para el amansamiento, y saben evaluar bien el período, bastante breve y variable para cada especie, durante el cual el fenómeno de impronta puede producirse. Entre las especies habitualmente amansadas, las más aptas para la domesticación son, sin duda, los grandes roedores -la paca, el agutí, el guatín y el capibara-, las dos especies de pecarí, el tapir y algunas aves, sobre todo terrestres, que ya llevan una vida de corral en torno a las cazas amerindias: crácidas y tinamúes y la garza agamí, muy utilizada en toda la región como animal guardián. Cuando se familiarizan con el hombre a una edad bastante temprana, todos estos animales son generalmente dóciles y toleran bastante bien el cautiverio. Así, no es infrecuente ver a un pecarí del tamaño de un jabalí dormitar apaciblemente cerca de un fuego, o a un tapir de media docena de quintales de peso, retozar con su amo en el río o seguirlo a nado mientras este se desplaza en piragua. Ahora bien, aunque significan una fuente potencial de carne, jamás se da muerte a estos animales para comerlos, salvo en algunos casos muy excepcionales, como el sacrificio ritual de un tapir entre los panos.

Los amerindios tampoco han intentado la reproducción en cautiverio de los animales que amansan, ni, a fortiori, seleccionar sus crías. Fuera de los Andes, donde los camélidos y el conejillo de Indias fueron domesticados hace al menos seis mil años, el único animal doméstico autóctono de la América del Sur tropical es el pato criollo, probablemente domesticado a comienzos de nuestra era en el litoral septentrional del continente, y cuya crianza sólo se difundió con mucha lentitud a otras regiones de las tierras bajas, donde aún hoy es relativamente escaso. A pesar de la gran antiguedad de la domesticación de las principales plantas cultivadas en la América del Sur no andina, no hubo, por tanto, un movimiento equivalente hacia la domesticación de animnales, entendida aquí en el sentido tradicional que le da Isidore Geoffroy Saint-Hilaire, a saber: la reducción al estado de domesticidad "de una sucesión de individuos originados unos en otros" bajo el control del hombre.

La primera explicación posible de esa situación de hecho es, claro está, de orden zootécnico: aun cuando numerosas especies de la fauna tropical sudamericana se dejan amansar sin dificultades, al parecer, ninguna se prestaría a una verdadera domesticación. empero, muchos indicios sugieren que no es así. Por ejemplo, un estudio de las potencialidades para la crianza de diversas especies salvajes, en términos de rendimientos y de etogramas, ha destacado en particular, para América del Sur, el capibara, el agutí y el pecarí. Por lo demás, la crianza intensiva de estas especies en granjas modernas ya es común en el continente, e incluso la carne de capibara se vende de manera habitual en las carnicerías de algunas regiones de Venezuela. También se sabe que el pecarí se deja amaestrar si lo capturan de muy joven, y que los caboblos del interior de Brasil a veces lo utilizan como animal de tiro. En cuanto a la paca, elagutí y el guatín, en el plano zoológico y etológico están muy cerca del conejillo de Indias, que fue durante mucho tiempo la principal fuente cárnica de los campesinos andinos. Cabe señalar, finalmente, que todas estas especies de mamíferos, a exepción del tapir, corresponden a la gama de peso (inferior a los cuarenta kilos) y a la tasa media de reproducción que los modelos de ecología evolutiva consideran óptimas para promover la decisión de pasar de la caza a la domesticación.

De todos los mamíferos de la fauna tropical sudamericana, el pecarí de collar es, no obstante, el que presenta el etograma más característico de las especies aptas para la domesticación: gregariedad y promiscuidad sexual en el marco de grupos relativamente grandes, diversificados y jerarquizados; una corta distancia de fuga y adaptabilidad a los cambios ambientales, y comportamiento alimentario poco especializado. Por otra parte, la experiencia de los zoológicos muestra que su reproducción en cautiverio no plantea dificultades especiales. Por eso, el hecho de que los amerindios no lo hayan domesticado ha despertado la atención de verios autores. Si bien es cierto que a veces los pecaríes machos muestran un caracter impetuoso en la adultez, de todas maneras, habría sido posible adoptar en América del Sur la técnica de crianza del cerdo aplicada en Nueva Guinea, donde las marranas vagabundean en libertad por los matorrales que circundan la aldea y son cubiertas por berracos que han permanecido en estado salvaje. En la Amazonia es muy poco habitual, además, que pecaríes y tapires amansados queden confinados en un cercado: deambulan a su antojo por los lugares habitados y sólo vuelven para recibir su alimento cuando sus dueños los llaman. La alimentación de una piara no exigiría una intensificación considerable de los recursos hortícolas, subexplotados en la actualidad, toda vez que la batata, una de las primeras especies vegetales domesticadas en América, y cuya introducción en Nueva Guinea contribuyó precisamente al desarrollo de la crianza del cerdo -la famosa revolución de las campanillas-, ya es de uso común en la Amazonia para alimentar a otro animal doméstico: el perro.

Por cierto, los huertos papúes suelen estar protegidos de las incursiones de los cerdos por sólidas barreras cuya construcción exige no poco trabajo: una inversión que los amerindios, cuyas huertas no están cerradas; quizá no estarían dispuestos a aceptar. Sería posible, no obstante, guardar a los pecaríes mismos en cercados, si se tiene en cuenta que los mandurucúes, en Brasil, probablemente utilizaron antaño el encierro como técnica de caza: las piaras de pecaríes eran encerradas en un corral, donde permanecían y se alimentaban antes de que se sacrificaran según las necesidades, sin que ese almacenamiento en pie se tradujera en un intento de reproducción controlada. Este ejemplo destaca con claridad, por lo demás, la diferencia que los amerindios hacen entre los animales capturados para consumo, pero mantenidos colectivamente al margen de la aldea, y los individuos de la misma especie a los que no se come porque han sido mimados y socializados en los lugares habitados. Por añadidura, la crianza del cerdo en cercados no es desconocida: algunas sociedades de la Alta amazonia en contacto regular con los Andes la practican, al parecer, desde hace mucho, y no tienen escrúpulo alguno en comer el animal. En este caso, por ende, no se trataría tanto de una aversión hacia los animales domésticos en general como de un rechazo a domesticar animales de caza.

Esa aversión podría explicarse, sin duda, por el simple hecho de que es más económico sonseguir carne mediante la caza de animales relativamente abundantes que tomándose el trabajo de criarlos. Hoy se sabe, en efecto, que la Amazonia contemporanea no es un "desierto proteico" cuyo cuadro habrían esbozado algunos defensores de la ecología cultural, y que los amerindios no carecen en absoluto de presas, aun cuando haya notorias disparidades en cuanto a la facilildad en el acceso a ellas, en función de los biotopos. Muchos estudios han establecido sin discusión que la caza amerindia es sumamente productiva, e incluso se ha logrado mostrar, con respectos a los piros -gracias a un modelo matemático que compara el rendimiento efectivo de carne del pecarí de collar cuando se lo caza y su rendimiento hipotético si se lo cría en cautiverio-, que para esta población es más rentable seguir cazándolos. Es indudable que los amerindios no tenían necesidad alguna de saber calcular las relaciones alométricas entre densidad, biomasa y tasa de reproducción para llegar a idéntica conclusión en muchas regiones de la Amazonia donde existen condiciones ecológicas y demográficas similares a las de los piros. Es probable, además, que ciertas especies animales no hayan sido domesticadas en un primer momento para comerlas -puesto que podía cazárselas-, sino para obtener de modo más sencillo productos secundarios (leche, cuero, lana, transporte). Desde ese punto de vista, y con excepción de la garza agamí (como guardiana) y de los loros y guacamayos (por los adornos), la fauna amazónica tiene poco que ofrecer. Por otro lado, en la mayor parte de los grandes centros de domesticación animal, sobre todo en el Cercano Oriente, esta sólo alcanzo su pleno desarrollo cuando la sedentarización y el crecimiento demográfico en territorios circunscriptos llegaron a un grado tal que la dependencia alimentaria con respecto a los productos de la ganadería se tornó irreversible, limitando los productos de la caza a una función auxiliar. Ahora bien, la escasa densidad de población que en las regiones interfluviales de la Amazonia posibilita, en nuestros días, una ingesta adecuada de proteínas animales por medio de la caza no siempre ha sido la norma. Sociedades sedentarias y extremadamente densas, muy pronto destruidas por la expansión colonial europea, se desarrollaron durante casi dos milenios en la ricas terrazas aluviales de los grandes ríos y al pié de los Andes, pero no por ello juzgaron necesario recurrir a la domesticación del pecarí, el agutí o el capibara para compensar lo que la caza ya no podía suministrarles. Esas sociedades prefirieron explotar fuentes alternativas de proteíns, es especial el cultivo intensivo del maíz y, en menor medida, la fauna acuática. Por otra parte, el encierro de tortugas vivas en cercados era común a lo largo del Amazonas, sin que esta técnica de conservación pueda asimilarse a una crianza, dado que no se ejerce ninguna acción directa sobre el animal. Todo sucede, pues, como si entre el amansamiento de los animales de caza y su domesticación hubiese un umbral que los amerindios de las regiones tropicales siempre se rehuzaron a franquear.

El hecho es tanto más notable cuanto que, ya sea en la Amazonia como en América del Norte o en Siberia, se afirma que los animales cazados viven bajo el control de espíritus que se comportan frente a ellos como criadores. Aunque el término generalmente utilizado para designar esa relación de amansamiento, aquí se trata, a no dudar, de una verdadera cría, dado que, a diferencia de los amerindios, que no comen ni intentan hacer reproducir a sus animales familiares, los amos de los animales de caza se alimentan a menudo de sus manadas y, en todo caso, ponen mucho celo en velar por su crecimiento. La relación de protección con respecto al animal no sólo se presenta en sus dimensiones concretas, en toda Amazonia, con el amansamiento, sino que también existe en estado potencial, con todas las determinaciones propias de la ganadería, en el manejo de los animales salvajes por pastores no-humanos. Y acaso ese dualismo en el trato del animal protegido explique por qué los indios amazónicos no domesticaron el pecarí, el capibara o el agutí, pues los animales familiares tienen un estatus aparte: socializados en la casa, donde huelgan a su gusto; alimentados y mimados por las mujeres; compañeros de juego de los varones y de las niñas, se los asimila impúberes, razón a veces invocada, además, para explicar que no puedan reproducirse. En contraste, la concepción mayoritaria en la Amazonia imagina a los animales cazados y a sus amos como afines -parejas sexuales o cuñados en el caso de los primeros, suegros en el caso de los segundos-, rasgo que, como hemos visto, era característico de muchos sistemas animistas, tanto en esa parte del mundo como en otros lugares. Al considerar a las crías de los animales de caza como hijos adoptivos, los amerindios las sustraen, por consiguiente, a la relación de alianza que mantienen, por otro lado, con los espíritus protectores de la fauna, y sustituyen a estos en la función nutricia de criador. Empero, esta sustitución es a la vez parcial y temporaria, porque los humanos se guardan muy bien de asegurar la descendencia de sus protegidos o de matarlos para consumirlos. En suma "juegan" a ser criadores, con todas las competencias requeridas en materia de saberes zoológicos, pero sin llevar la lógica de ese comportamiento hasta las últimas consecuencias.

En las tierras bajas de America del Sur, el amansamiento no es de manera alguna, entonces, una tentativa inconclusa de "protodomesticación". Si no derivo en una verdadera ganadería, ello se debió a la forma de aprehender la relación con el animal en esa región: o bien el animal de caza es un alter ego en situación de exterioridad absoluta cuando se lo trata de cazar, o bien está demasiado próximo a uno mismo como para comerlo una vez amansado. No debe sorprender que en un régimen animista las personas animales que viven en colectivos interdependientes sean considerados exteriores. En lo tocante a la excesiva proximidad de los animales familiares, se debe a que esos huérfanos sustraidos a sus colectivos para integrarlos al de los hombres han perdido, a ceusa de ello y a pesar de sus persistentes diferencias de forma, la mayoría de los atributos típicos de su tribu-especie de origen. Al no haber, en general, más que un solo ejemplar en la casa que los acoje, ya no interactúan con sus congéneres, sino con humanos o animales de otras especies puestos en la misma situación, ya no obtienen su alimento por las vías habituales, sinó que consumen el que se les prepara; ya no ocupan su propio hábitat, sino un entorno conformado por otros; ya no se reproducen de acuerdo con su modo característico y, faltos de parejas, permanecen en cambio, en el estado de inmadurez sexual de eternos niños; su cuerpo mismo se modifica, ya que puede suceder que se lo masajee y se le dé forma como para modelarlo a semejanza de los humanos, tal cual se hace con el cuerpo aun informe de los niños pequeños a fin de que adquiera la perfección deseada. En resumen, al adoptar algunos de los usos de quienes los amansan, los animales pierden sus propiedades distintivas iniciales y terminan por asemejarse a ellos. Y por eso no acaban en la olla: así como no se come a los niños capturados a los enemigos e integrados a la familia del asesino de sus padres, en la cual se los trata como consanguineos de viejo abolengo, no se come a las crías a cuyos progenitores se ha dado muerte, pues han adquirido los usos y costumbres del colectivo que los acogió.

Sin embargo, esta naturalización por adopción no suprime por completo la dependencia de los animales amansados con respecto a los amos de los animales de caza, que a la distancia siguen ocupándose de su protección. So pena de grangearse la ira de los espíritus que velan por ellos, queda descartado inflingir malos tratos a esos pensionistas de paso, así como no está permitido someter a sufrimientos inútiles o faltar el respeto a los animales que uno caza. De hecho, la mayoría de los animales ya están domesticados en el imaginario, y mucho más exhaustivamente de los que supone su familiarización por los humanos, pero de una manera que prohibe a estos intentar la operación por su propia cuenta. Ello implicaría, en efecto, no tanto un proceso empírico prefigurado por el amansamiento, sino una transferencia total de sujeción que el amo de los animales de caza debería aceptar. Al abolir la exterioridad de las personas animales para integrarse a los colectivos humanos, una situación de esa índole perturbaría las fronteras ontológicas de las cosmologías amerindias, al igual que los principios por medio de los cuales las relaciones entre humanos y no-humanos se despliegan en su seno. Al contrario de lo que sucede con el cerdo en Nueva Guinea o el ganado en África -objeto de una transferencia metonímica que los vuelve aptos para expresar las cualidades y aspiraciones de su poseedor y, por consiguiente, para servir de sustituto a los hombres a los hombres en los intercambios-, en la América del Sur tropical el animal sólo es concebible como el sujeto independiente y colectivo de una relación igualitaria de persona a persona. Allí, el rechazo de la técnica de domesticación no es, entonces, tanto el producto de una decisión consciente que millares de pueblos han tomado en forma independiente, sino consecuencia de la imposibilidad de estos en cuanto a transformar su esquema de relación con el animal, generalizando respecto de ciertas especies una actitud protectora privativa de os no-humanos y que el amansamiento restringe a algunos individuos. Aunque necesariamente coyuntural, ese bloqueo se mantuvo desde el perído precolombino hasta el presente, como lo testimonia a contrario en fracaso de intentos recientes, efectuados por organismos de desarrollo, de implantar en el medio amerindio la crianza modelo de agutíes o pecaríes, como fuentes alternativas de carne en regiones ambientalmente degradadas, en que los rendimientos de la caza habían llegado a ser casi nulos.

Siempre que se cumplan ciertas condiciones, es mucho más fácil adoptar un nuevo objeto técnico que inventar una nueva relación técnica. Los indios de la Amazonia advirtieron de inmediato la ventaja de las herramientas metálicas y de las armas de fuego y, en época mas reciente, de los motores fuera de borda o las máquinas tronzadoras, que realizan en forma mucho más eficaz que sus viejas herramientas de madera y piedra funciones absolutamente idénticas: cortar, arrojar proyectiles, propulsar una embarcación... En ciertos casos, ni siquiera vacilaron en aprender de los Blancos técnicas elementales de fundición y trabajo de los metales, con el propósito de fabricar y reparar las armas que necesitaban para librarse de la presencia de aquellos mismos que, con mucha ingenuidad, los habían instruido en ese arte. La adopción de los animales domésticos europeos por los amerindios, que comenzo con el perro, se fue desarrollando también sin grandes dificultades, pues las modalidades técnicas e ideológicas del tratamiento del animal les eran transmitidas en gran parte por este mismo y no suponían más que algunos reordenamientos en las taxonomías. Sucedió de muy distinta manera, en cambio, con la domesticación de los animales autóctonos, cuyo principio, sin embargo estaba presente por analogía con el comportamiento de los amos de los animales de caza -y desde hacía casi cinco siglos, en algunas regiones, por cierta familiaridad con los animales domésticos europeos-, pero cuya actualización hubiere exigido una reorientación importante de los modos de relación con los no-humanos, con la consecuencia de una modificación del estatus ontológico de estos últimos.

Hubiera sido posible, por cierto, separar en dos dominios más o menos estancos a los animales de una misma especie según se los criara o se los cazara, a semejanza de los que hacen los chukchis con el reno o algunos papúes con el cerdo. En estos dos casos coexisten sin inconvenientes una protección mínima del animal semidomesticado y una depredación ejercida sobre sus congéneres salvajes con el consentimiento de los espíritus que los crían. Los indios de la amazonia no siguieron ese camino con el pecarí, ni los de la América subártica con el caribú, por razones repecto de las cuales resultaría aventurado especular. Limitémonos a señalar que este tipo de rectificación de fronteras ontológicas se efectúa por pequeños pasos y a muy largo plazo. Originario de América, el reno comenzó a ser domesticado en Eurasia septentrional hace casi cinco mil años, probablemente por poblaciones llegadas del sur que aplicaron a este respecto sus antiguos conocimientos de criadores de caballos; empero, la domesticación de aquel tardó varios milenios en difundirse por Siberia, llegó a algunas regiones hace apenas unos siglos, y sigue siendo embrionaria en los lugares donde los renos salvajes son abundantes. En cuanto a la domesticación del cerdo, aún está a mitad de camino del amansamiento en algunas regiones de Nueva Guinea, donde la población se conforma con capturar lechones salvajes para criarlos.

Génesis del cambio
No es el progreso técnico en sí mismo el que transforma las relaciones que los humanos mantienen entre sí y con el mundo; son más bien, las modificaciones a veces leves de esas relaciones las que hacen posible un tipo de acción que se juzgaba irrealizable sobre o con una categoría determinada de existentes,pues una técnica es, ante todo, una relación mediata o inmediata entre un agente intencional y la materia inorgánica o viviente, incluido él mismo. Para que una nueva técnica aparezca o se adoptada con alguna posibilidad de éxito es preciso, entonces, sin lugar a dudas, que tenga una utilidad real o imaginaria y que sea compatible con las otras características del sistema en que se inserta. Es menester, sobre todo, que la relación original que esa técnica implica sea objetivable, es decir, que corresponda a un esquema de interacciones preexistente pero acotado hasta aquí a una posición subalterna o especializada porque se lo aplica exclusivamente respecto de una clase bien definida de objetos. En ese sentido, una elección técnica supone, a la vez, una reconfiguración de elementos ya presentes y la aplicación de un tipo específico de relación a entidades a las que antes este no concernía. Es lo que sucede, en la domesticación de los animales, con la expansión de la relación de protección fuera de su nicho de origen, donde se vincula sobre todo al comportamiento nutricio de los padres para con sus hijos y al dominio que ejercen, en consecuencia, sobre las condiciones de existencia de estos últimos, un dominio que puede llegar hasta el derecho, reconocido por muchas sociedades, a disponer de su vida, aunque ello sea producto de la falta de cuidados, el abandono o la exposicion a los elementos.

Así entendida, la relación técnica es de notable estabilidad en el tiempo, en contraste con la instrumentación que utiliza y la organización de las cadenas operativas en las que se expresa, que pueden sufrir trastocaciones en lapsos bastantes breves. El paso del carro al automovil o del telar de cintura al telar Jacquard no tiene nada de ineluctable o previsible, pero parece al menos confruente con la características de las operaciones y la naturaleza de los resultados inherentes a esas categorías de artefactos. Muy distinto es el caso cuando se trata de la ojetivación de una nueva relación técnica, como la domesticación de las plantas o la de los animales -uno no va necesariamente acompañada de la otra-, que constituyen revoluciones sin precedentes en la aprehensión y el tratamiento de las fronteras entre sí mismo y los otros. Entre esas relaciones inéditas con las cosas figura también en un lugar destacado el almacenamiento de alimentos, esto es, la acumulación de energía para la reproducción de la vida, un fenómeno independiente de la domesticación -hay agricultores que no lo practican y cazadores-recolectores que recurren a él- y tal vez probable origen de las primeras desigualdades económicas. Sin la intención de ser exhaustivos, podriamos agregar a esa corta lista la invención de artefactos cognitivos -de los quipus a la escritura, pasando por los ábacos y los pictogramas- en incluso la separación de las competencias en la organización de las tareas, una relación entre humanos cuando las aptitudes polivalentes de cada individuo, antes aplicadas en operaciones colectivas sin coordinación explícita, son reorientadas por un artífice hacia el cumplimiento de tareas específicas asignadas a cada cual: la naturaleza de las competencias puestas en juego no han cambiado, pero la modificación en la relación de las partes con el todo hace posible el surgimiento de una especialización y, por lo tanto, de una división social del trabajo.

Con excepción del almacenamiento, ninguna de esas rupturas en la relación con la materia supone y ni siquiera entraña una modificación radical de las condiciones sociales y económicas, dado que la actualización de las potencialidades productivas contenidas en la nueva relación técnica no tiene nada de automático. La mejor ilustración de ello es, sin duda, la domesticación de las plantas, transformación extraordinaria en el tratamiento de los no-humanos pero que no cabría considerar, sin embargo, el deus ex machina de la estratificación política, el crecimiento demográfico y la explotación de los otros, recordemos que muchos cazadores-desbrozadores apenas se distinguen de los cazadores-recolectores desde el punto de vista del sistema sociopolítico, la organización de la subsistencia o las estrategias de ocupación y manejo del espacio, mientras que sociedades exclusiamente fundadas en la sangría de los recursos naturales (indios de la costa noroeste de América del Norte o del sur de Florida) presentaban rasgos de desigualdad -disparidades de riquezas, uso de mano de obra servil, estructura política jerarquizada- que buscaríamos en vano en la mayor parte de los cultivadores de tubérculos tropicales.

En el ámbito de las innovaciones técnicas, así como en la evolución histórica en general, es más necesario explicar la estabilidad que el movimiento. Cada día aporta su lote de pequeños descubrimientos; por doquier, mentes curiosas especulan sobre el mundo y sus misterios; en todo momento, fuertes personalidades ponen en marcha empresas de consecuencias imprevisibles, de modo que siempre se reúnen las condiciones para que las cosas no permanezcan tal cual son, sino que, por una acumulación de modificaciones minúsculas, se transforman a un ritmo estimado más o menos rápido según el patrón elegido para medir el cambio. Ahora bien, si intentamos escapar a la miopía de lo instantáneo, que nos lleva a calibrar el movimiento general por la manera en que lo sentimos a lo largo de las peripecias de nuestra existencia, forzoso será comprobar que los grandes marcos de esquematización de la experiencia humana cambian muy poco, en especial los régimenes ontológicos y los modos dominantes de relación que estructuran la praxis, y no solo en esas sociedades que Lévi-Strauss llamaba "fría" porque procuraban neutralizar los efectos de la contingencia histórica. Más que a una poco verosimil falta de movimiento, entonces, la estabilidad se debe a la supresión del movimiento o, para decirlo con mayor exactitud, a los obstáculos puestos a su curso normal por mecanismos inhibidores de sus consecuencias inmediatas.

Esto es lo que ocurre en la zona tropical de América del Sur con la coexistencia de diferentes modalidades de relación en dos clases distintas de animales: el tratamiento de los animales habitualmente cazados y la crianza de animales domésticos europeos, los más generalizados de los cuales son el perro y la gallina. Mientras que a protección de algunos de los primeros sigue siendo condicional y provisoria en el marco del amansamiento, resulta absoluta para los segundos, que quedan por ello totalmente subordinados a los humanos; esta inflexión explica por qué era poco imaginable la incorporación de los animales de caza a la relación de domesticación. Cuando huba transferencia de una relación a otra, ella se produjo, además, por inclusión de los términos alógenos en la relación original, y no a la inversa: en las regiones de sabana se conocen varios casos en que los amerindios transformaron en animales de caza el ganado cimarrón vuelto al estado salvaje, sin que jamás se haya verificado la conversión de animales de los caza en animales domésticos.

Así, aun cuando el proceso demandó mucho tiempo en siberia, el fortalecimiento de una actitud protectora respecto de ciertos animales no podía sino condenar a la decadencia las relaciones de persona a persona mantenida antes con ellos y provocar, poco a poco, la desaparición de los comportamientos antaño en vigencia respecto de los no-humanos a los que se adjudicaban atributos idénticos, o, en el mejor de los casos, su confinamiento en el panteón de las supervivencias folclóricas.

La desagregación de una relación otrora preponderante, es fundamental en el proceso de cambio. De ordinario se produce cuando circunstancias generadas por los albures de la historia, las perturbaciones del clima y los efectos no de liberados de la acción humana sobre el medioambiente obligan a algunos pueblos a adaptarse a medios diferentes o cuyas características han sufrido modificaciones. Las migraciones a larga distancia bajo la presión de invasores o vecinos belicosos; la expansión conquistadora; la cirscuncripción a un territorio cuya explotación será más intensiva; la degradación antrópica de un ecosistema o su transformación gradual a raíz de accidentes climáticos: todo esto fuerza a los hombres a modificar sus estrategias de subsistencia y, en especial, quebranta las relaciones que los unen entre sí y con el mundo, y los hace más receptivos a audacias antes miradas con recelo.

No se trata que una innovación sea hija de la necesidad. Sucede, antes bien, que una transformación duradera de las relaciones con las entidades reales o imaginarias cuyo destino compartimos sólo puede desencadenarse en esos períodos tumultuosos, y a veces muy prolongados, en que los humanos se abren a nuevas experiencias porque los lazos que han tejido entre sí en el uso común de las cosas, desgastados por las acometidas de la contingencia, comienzan a reconfigurarse de otra manera. Empero, esa modificación no sigue caminos aleatorios. Si el azar y la arbitrariedad son, tanto en la evolución de los organismos como en la de los colectivos donde cohabitan, indispensables para el alumbramiento de un nuevo orden o equilibrio, este, aunque no sea totalmente previsible, se despliega, no obstante, de acuerdo con reglas de ordenamiento y principios de compatibilidad menos fortuitos que los acontecimientos que provocaron su eclosión. Se lo puede destruir de mil maneras, pero jamás se reconstruye sino con los materiales disponibles y con arreglo al número limitado de planos que respetan las restricciones arquitectónicas propias de cualquier edificio. Todo el resto, lo que atra la mirada a primera vista y alimenta el placer de la diversidad, no es más que adorno.

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