JERARQUÍA ESPACIAL

Urbanización / sedentarismo y pueblos indígenas en movimiento en el Gran Chaco. ALFREDO GALARZA

Las ciudades modernas en el continente americano, son parte del dispositivo colonial. Por donde quiera que avanzó el sistema colonizador, priorizó la forma urbana de habitar un territorio, en detrimento del nomadismo, que era la forma mayoritaria, que tenian los pueblos indígenas de vivir en los ecosistemas de América. Las ciudades modernas tambien tienen una historia colonial, marcada por la violencia, en la cual el europeo se instaló en las zonas costeras de los mares, océanos y rios, construyendo recintos amurallados para guerrear contra las poblaciones indígenas. Esta violencia constitutiva y estructural del origen del proceso de urbanización, no solo se manifiesta en el espiritu guerrero del colonizador, sino también en la violencia que se ejerce contra el ecosistema que se pretende domesticar. Estas fortificaciones son la piedra fundacional de los pueblos y ciudades, que con el tiempo daran forma, a la institucionalizacion de los virreynatos y posteriormente a los Estados Nación. La mayoría de la población mundial hoy vive en las ciudades. Eso demuestra el grado de profundidad y penetración de la modernidad capitalista estatal, en la forma que habitamos la tierra y la desvinculación espiritual que nos caracteriza como humanos modernos, al considerar el territorio un recurso. Es también crítica, la cantidad de contaminación que genera la superpoblación en asentamientos urbanos, y la cantidad de combustibles fosiles que se necesita, para que las ciudades modernas no colapsen. Es prioritario, urgente y necesario descolonizar la forma urbana de habitar los territorios.

Caral
En el continente del Abyayala (América) hubo pueblos que construyeron ciudades, como las de Caral (2500 años antes de Cristo aproximadamente) en los andes peruanos, que fueron tan antiguas como las ciudades de la Mesopotamia en el Asia y las pirámides de Egipto. En la región del gran Chaco la urbanización que llega de la mano de la expansión jesuítica en un principio y más tarde con la expansión estatal de las campañas militares, fue novedosa. No así en el vecino ecosistema andino, que ya había tenido experiencias urbanas como Caral, Casma, Tihuanaco y Chavin de Huantar. Estas conglomeraciones humanas antiguas en los andes sudamericanos fueron de carácter comunitario / espiritual y en el caso de Caral, la más antigua, se dedicaron al comercio y a la agricultura en gran escala. Si bien el paradigma científico presuponía que solo las sociedades de pueblos agricultores construían asentamientos urbanos, el descubrimiento de las ruinas de Gobekli Tepe en Turquía con una antigüedad aproximada de 8.000 años antes de Cristo, dio por tierra esa verdad. Gobekli Tepe ciudad de culto religioso fue construida por pueblos cazadores recolectores. Es así que entra en crisis el modelo de desarrollo lineal de la historia de la humanidad.

Ciudad de Caral

Caral tenía una superficie de aproximadamente 9 kilómetros y tenía 6 pirámides alrededor de una plaza central. Además contaba con un anfiteatro y un templo. Situada en el desierto a 30 kilómetros de la costa, la ciudad no era un recinto amurallado, no era una sociedad militarizada. En las excavaciones realizadas no se encontró ninguna referencia a conflictos armados, ni restos de armas o referencia en pinturas de situaciones de guerra, como tampoco ningún registro de sacrificios humanos. Caral importaba su comida de pueblos de ecosistemas vecinos, no producía su alimento. Este pueblo aprendió a construir sistemas de regadíos, aprovechando un rio que la bordea. El principal producto de intercambio de Caral fue el algodón, con el cual fabricaban redes de pesca que intercambiaban con los pueblos costeros a cambio de pescado (anchoetas y sardinas) y moluscos. También fabricaban prendas de algodón.

Las tecnologías apropiadas de la zona permitieron generar redes de contacto entre pueblos (costa, sierra y selva) basados en el intercambio de productos y usaron la lengua paleo quechua como idioma de conexión, pero manteniendo cada pueblo su cultura y su propia lengua, es decir sociedades pluriculturales y multilingües conectadas por el beneficio en común. El prestigio de la civilización de Caral dejo una huella profunda en pueblos que la sucedieron. Se reconocen sus rasgos en períodos más recientes, practicados por distintos pueblos que habitaron esa zona. Así como el idioma ha perdurado hasta el día de hoy, muchos de sus elementos sociales en su organización se identifican hasta la época inca, incluida la arquitectura. Se podría asumir a Caral como símbolo de integración. Más allá de la diferencia, esta civilización buscó la interrelación, la interacción con otras sociedades. Hubo contacto con el ecuador para traer el molusco spondylus o Mullu y el mineral sodalita de la zona de la actual Bolivia. La abundancia o no del spondylus permite a los sacerdotes predecir un año bueno en cosechas, ya que este molusco está asociado a las corrientes del niño y la niña del océano pacífico. La cultura de Caral además presenta rasgos comunes con la cultura chinchorro de Chile.

La construcción de Caral supuso el trabajo comunitario integrado con las necesidades de pueblos vecinos. El desarrollo precoz de Caral fue por la conjunción de conocimientos, experiencias que se intercambiaban. Se observa un elevado desarrollo en la producción científica y tecnológica logrado por la civilización Caral, se aprecia en la aplicación de tecnologías sismorresistentes; en el manejo de la mecánica de fluidos; en las tecnologías aplicadas en la construcción arquitectónica de piedra y quincha; en la identificación de las propiedades medicinales de las plantas; en el invento del sistema de registro de la información o quipu; en la producción de plantas alimenticias e industriales como zapallo, frijol, achira, camote, pallar, maní, lúcuma, entre otras y el algodón de varios colores naturales.

Usaban la planta de achiote para pintarse los cuerpos, colorear la comida y también como afrodisíaco. El achiote tiene propiedades medicinales, se utiliza como remedio natural para las infecciones de la piel, antiséptico vaginal, cicatrizante y para el tratamiento de la hepatitis. Caral era un centro de intercambio comercial con distintos pueblos de las alturas de los andes y el amazonas. Caral también tenía espacios para practicar la música y la espiritualidad. En recientes excavaciones se encontraron infinidad de flautas traversas y se observa una especialización en la confección de los instrumentos como la antara y la quena.

La identidad aymara, tal como se la conoce actualmente, comenzó a constituirse sólo hacia fines del siglo XVIII, puesto que en tiempos prehispánicos y en la temprana colonia, el panorama social y cultural de los Andes mostraba un abigarrado mosaico de diversas etnias lenguas y unidades de pertenencia. En este panorama, como lo ha mostrado Thérese Bouysse, el aymara figuraba, junto con el pukina, sólo como lengua franca de una multiplicidad de ayllus, markas y federaciones étnicas que se extendían a lo largo de un eje acuático a través de los lagos Titikaka y Poopó; y seguramente no se percibían a sí mismos como parte de un mismo "pueblo". Sin duda fue la experiencia colonial la que produjo su forzada unificación, en la medida en que homogenizó y degradó a una diversidad de pueblos e identidades al anonimato colectivo expresado en la condición de indio, es decir, de colonizado (Bouysse, 1987: 101-28).

En tiempos pre-hispánicos, la "articulación vertical de los paisajes" que caracteriza a los ecosistemas andinos, brindó las bases materiales para que la población aprovechase creativamente las enormes variaciones de altura, humedad y distribución de recursos en distintos pisos ecológicos, hasta desarrollar complejos sistemas económico-políticos donde se articulaban, por la vía de redes de reciprocidad, redistribución y prestaciones laborales, los distintos grupos étnicos y poblaciones locales. Surgieron organizaciones de diversa escala territorial y demográfica, cuya célula básica fue el ayllu o jatha, unidad de territorio y parentesco que agrupaba a linajes de familias emparentadas entre sí, y pertenecientes a jerarquías segmentarias y duales de diversa escala demográfica y complejidad. Desde tiempos pre-inka, la pertenencia simultánea a varios niveles de esta estructura segmentaria y dual significaba contar con el acceso a recursos a veces muy distantes en otros pisos ecológicos, donde diversos grupos coexistían en un mosaico multiétnico, sin necesitar la intervención de un sistema estatal unificador (Murra, 1975). La compleja organización social andina ha sido comparada con un juego de cajas chinas, vinculadas entre sí por relaciones rituales y simbólicas que permitieron a los niveles superiores un alto grado de legitimidad en su dominación sobre los niveles inferiores.

Todos estos mecanismos fueron utilizados por el Tawantinsuyu para reorganizar, a escala estatal, el sistema económico e ideológico sobre el cual se asentó su dominio y seducción sobre las naciones y grupos étnicos incorporados al Estado. La metáfora del parentesco permitió a los Inka codificar su organización no sólo espacial sino también militar y administrativa en un sistema en el cual había lugar para el reconocimiento de los dominados, así como de los pueblos o etnias más antiguos. Así, la tolerancia y capacidad de articulación simbólica de estratos étnicos no-contemporáneos, constituyeron originales soluciones que la organización estatal del Tawantinsuyu dió a la diversidad pluriétnica de la sociedad andina.

Esto no quiere decir que la sociedad prehispánica fuera un mar de aguas tranquilas. La existencia de conflictos interétnicos y la lucha por el poder entre linajes Inka, parecen haber sido parte estructural de su organización y dinamismo interno. En una extensión tan vasta, el equilibrio entre diversos grupos étnicos, muchos de ellos territorialmente discontinuos, así como la reformulación estatal de las instituciones andinas, debió haber implicado una alta dosis de conflicto, así como constantes y difíciles reacomodos. Cuando llegaron los extranjeros, la sociedad del Tawantinsuyu se encontraba atravesando un momento de contradicciones internas particularmente agudas: la guerra civil entre los hermanos Waskar y Atawallpa. A los españoles no les fue difícil aprovechar esta situación para vencer, inaugurando un ciclo de dominación profundamente violenta e ilegítima, que sólo puede describirse con ayuda del concepto andino de pachakuti, que en qhichwa y en aymara significa: la revuelta o conmoción del universo (Silvia Rivera Cusicanqui).

Estas sociedades urbanas indígenas se organizaron en formas estatales, por lo tanto reprodujeron una división de clases, donde emergieron liderazgos que se fueron distanciando y separando del resto de la comunidad. Luego de la llegada de los europeos a partir de 1492, se empieza a generar un nuevo tipo de asentamiento urbano de carácter militar, muy distinto a la forma comunitaria y espiritual de los pueblos indígenas. Este nuevo dispositivo de urbanización que emerge con la llegada de Colón a las Américas, tiene la característica de configurar como primer medida un recinto amurallado, es decir una base militar fuertemente aprovisionada en víveres y armas. Una vez establecido con éxito ese primer frente colonial, se expandían las misiones de reconocimiento del nuevo territorio para poder apropiarse de recursos naturales que producirían las mercancías que se intercambiarían en el mercado global capitalista en formación. La resistencia de las y los indígenas es vista como una amenaza a la cual hay que domesticar o aniquilar, y la mayoría de las veces la domesticación conlleva a su aniquilamiento.

Una de las características de estas nuevas formas de urbanización que se observa con la llegada de los europeos a partir de 1492, es el recinto amurallado que cuenta con torres de vigilancia, armado de zanjas perimetrales, por lo general conectada a un puerto desde donde recibir provisiones para sostener el emplazamiento colonial / militar / capitalista / cristiano / patriarcal. En su primera fase este asentamiento es habitado y construido casi por completo por hombres europeos / militares / heterosexuales / cristianos / capitalistas / racistas.

El aglomeramiento de población humana en forma de ciudades es una jerarquía de poder nueva en la mayoría de los territorios de los pueblos originarios de América. Dejando de lado grandes ciudades aztecas, incas o pre-incaicas, la inmensa mayoría de pueblos de América practicaba el nomadismo o semi nomadismo. Por donde quiera que se expandió en América el sistema civilizatorio capitalista / patriarcal / militar / racista / colonial / moderno, fue creando un sinfín de núcleos de asentamientos humanos, en la forma de pueblos y ciudades, casi siempre ligados a la explotación de recursos naturales y humanos para la generación de mercancías. Otra característica es que el pueblo o ciudad que se crea tiene que estar conectado a los puertos, es decir se privilegian las zonas costeras ya sea de océanos, mares y ríos. Otras veces la infraestructura urbana se monta encima de alguna urbe anterior, como en el caso de Tenochtitlán, en México.

Esta nueva jerarquía espacial de habitar el ecosistema en la región del Gran Chaco es parte indivisible del proceso colonial militar occidentalocentrico, ya sea bajo los regímenes políticos de los Virreinatos o los Estados Nación. La creación de estos núcleos de asentamiento siempre estarán ligados a alguna explotación de materias primas, y el futuro y crecimiento de dichos núcleos de población estará indivisiblemente ligado a que no entre en crisis el modelo económico de acumulación de capital o ecosistémico, es decir que las materias primas sean abundantes y la mano de obra barata y dócil.

Dondequiera que el capitalismo haga su aparición histórica y geográfica, invariablemente surgen unos patrones peculiares y una creciente urbanización. La jerarquía de poder espacial que configura la nueva territorialidad del Gran Chaco, se manifiesta a través de la creación de pueblos, que es la manera espacial en que se manifiesta la colonización en el territorio chaqueño. Se pasa de un sistema de pueblos en movimiento a un sistema de pueblos asentados y reducidos por la fuerza. Estos asentamientos donde los pueblos originarios son forzados a vivir, están estrechamente ligados a una actividad económico capitalista recostada sobre las márgenes de los ríos, que son usados como autopistas para extraer las materias primas y llevarlas a lejanos puertos en Europa. La contaminación que generen estas actividades productivas será dejada en el mismo ecosistema depredado. A partir de la creación de estos pueblos factorías, comenzará también una espiral de deforestación y/o contaminación, que se incrementará con la creación de vías férreas y la apertura de picadas y caminos en el monte chaqueño.

Esta condición se presenta por presiones en los sistemas económicos capitalistas que conducen de manera persistente a la formación de grandes acumulaciones de capital físico y trabajo humano en el paisaje. De un lado, el Capital y su lógica. Del otro, masas de trabajadores individuales, suelen ser atraídos o llevados por la fuerza y la coerción, a los centros metropolitanos, donde hay amplias oportunidades laborales y la fuerza del trabajo puede ser contenida y redirigida a la acumulación de capital. La trayectoria de desarrollo de cualquier nodo urbano determinado puede describirse en términos de una espiral de interdependencias en las que el capital y la mano de obra ejercen continuamente una fuerza de atracción uno sobre otro en una serie tras otra de causaciones acumulativas dependientes de la trayectoria, intensificadas por la aparición de economías externas localizadas de escala y alcance (Scott, 2000). Por cierto, estos procesos dependen estrechamente de la expansión de los mercados finales, y son propensos a los reveses cuando -entre otros- los mercados colapsan.

Los pueblos originarios del Gran Chaco son semi nomades. Generalmente los asentamientos se encuentran emplazados en relación con cursos de agua o lagunas, sobre alturas manifiestas, generalmente albardones ribereños. Su extensión varía en función del espacio disponible y de la cantidad y calidad de recursos existentes, factor condicionante de la actividad que desarrollo en grupo humano allí emplazado. La delimitación del ámbito vecinal y regional, en cuanto a sus condiciones como zonas de caza, pesca, recolección y de obtención de materias primas para la confección de útiles adquiere especial significación. En la zona de influencia del río Paraguay-Paraná, los sitios aparecen como de carácter unifamiliar, con distribución dispersa conformando conjuntos con otros de resolución similar, emplazados a más de 20 km de distancia. En el sector central y siempre en relación con el agua, las superficies de ocupación son más amplias, conformando un núcleo de instalaciones dispersas que, conjuntamente con su estratigrafía, evidencian una mayor estabilidad.

En el sector sub-andino, la modalidad de asentamiento indica presencia de poblaciones semisedentarias de pocos individuos, con pautas económicas y sociales diversas. Así, la presencia en las laderas orientales subandinas de recintos con paredes de piedra es indicativa de influencia andina. En tanto que las mayoritarias viviendas construidas con materiales perecibles (ramas y barro amasado), emplazadas sobre estructuras monticulares que contienen fogones en su estructura interna a distintas profundidades, constituyen un rasgo identitario común para el territorio del Gran Chaco, fundamentalmente en su ámbito central.

Las tensiones naturaleza/cultura y el giro ontológico (Florencia Tola)
Las discusiones sobre el modo en que se fue constituyendo en Europa el dominio de la naturaleza, el de la cultura y la oposición entre ambos y, de modo más general, las inquietudes sobre la traspolación de categorías y conceptos de otras tradiciones intelectuales y realidades sociales a las sociedades indígenas no constituían, en la década del noventa, temas de interés de la antropología argentina.

Las investigaciones etnográficas realizadas por Descola (1986) y Viveiros de Castro (1992) –figuras emblemáticas del giro ontológico– entre los achuar y los araweté de la Amazonía, dieron lugar a la postulación del animismo y del perspectivismo multinaturalista como ontologías amerindias. Sus replanteos de la oposición naturaleza/cultura influyeron en las agendas de investigación de antropólogos de todo el mundo y dieron lugar a cambios epistemológicos y metodológicos no solo en la antropología de pueblos indígenas.

La perspectiva ontológica en antropología conlleva un cambio metodológico ya que es un cuestionamiento de las categorías y oposiciones binarias forjadas en y para las realidades sociales europeas y pretende partir de las etnografías para lograr la conceptualización. El objetivo no sería aplicar a los datos etnográficos conceptos analíticos provenientes de otras ontologías, sino intentar que los datos actúen en la transformación del repertorio conceptual del investigador (Holbraad 2010). Esta inversión entre datos y teoría, el objetivo puesto en la conceptualización y el cuestionamiento de los binarismos europeos presuponen un posicionamiento ético-político que implica desprenderse de los presupuestos y repertorios conceptuales del proyecto neocolonial europeo.

Más que sostener que la antropología se dedica al estudio de las culturas en tanto representación de la realidad y que a través de dichas construcciones culturales los antropólogos accedemos a la comprensión de la diferencia, la antropología ontológica redefine las nociones de mundo, representación, creencia e, incluso, diferencia. Si la antropología culturalista se cimenta en el multiculturalismo, el giro ontológico se ancla en el multinaturalismo (Viveiros de Castro 1996). Más que sostener la idea de que existe un único mundo y diferentes representaciones de él (cosmovisiones), la antropología ontológica se funda en la idea de que existen múltiples mundos y que la alteridad es una función de la existencia de estos mundos. La labor del antropólogo ya no sería la de explicar, interpretar o contextualizar los datos, sino la de, al identificar las limitaciones de sus conceptos, intentar conceptualizar a partir de datos que ya no son vistos como un mero receptáculo al que aplicar herramientas o modelos externos.

El giro ontológico y los aportes de Descola (2005) muestran que la modernidad es una formación ontológica entre otras que "distribuyen lo que existe y conciben sus relaciones constitutivas de un modo diferente" al modo en que lo hace la modernidad euro-occidental (Blaser 2009: 886). Reconocer la existencia de otras maneras de actualizar las propiedades sensibles, reconocer que los filtros ontológicos (Descola 2010) influyen en qué tipo de mundo se compone son maneras de reconocer al otro sin volverlo semejante (más bien aceptando como dicen los antropólogos ontológicos su 'diferencia radical'), al mismo tiempo que permiten no negarle su racionalidad (o como expresa el giro ontológico 'tomarlo en serio'). En este emprendimiento político no se intenta la aplicación universal de categorías europeas a las realidades no-europeas, ni tampoco se sostiene la existencia universal de los mismos esquemas universales. Que los procesos cognitivos sean "patrimonio común de la humanidad" (Descola 2010: 335) no implica que las ontologías lo sean.

Lo salvaje y lo doméstico. PHILIPPE DESCOLA

Para la mayoría de las personas hoy día, la selva -la Amazonia por ejemplo-, no es un reflejo de la naturaleza, sino un caos inquietante, una confusión rebelde a toda domesticación e impropia para suscitar un placer estético. A diferencia de la profundidad de la selva, Belén de Pará en Brasil, con sus hileras de palmeras y sus cuadrados de césped cortado al ras en los que alternan mangos, glorietas y macizos de bambú, la plaza principal de Belén ofrece la garantía de una alternativa: plantas tropicales, claro está, pero dominadas por la labor de los hombres, triunfos de la cultura sobre el salvajismo selvático. Por lo demás, ese gusto por los paisajes bien acabados, con numerosos detalles, vuelve a encontrarse en los cromos que reinan en todos los salones, hoteles y restaurantes de las pequeñas ciudades de la Amazonia: sobre las paredes jaspeadas de humedad no hay más que prados de montaña sembrados de chalets floridos, chozas escondidas en el boscaje o austeras filas de tejos en jardines a la francesa, símbolos de exotismo, sin duda, pero contrastes necesarios para la excesiva proximidad de una vegetación desenfrenada.

¿No solemos trazar distinciones elementales en nuestro entorno según que este muestre o no las marcas de la acción humana? Huerto y selva, campo y landa, terraza y matorral, oasis y desierto, aldea y sabana, constituyen pares bien comprobados que corresponden a la oposición que los geógrafos plantean entre ecúmene y ereme, entre los lugares que los humanos frecuentan día tras día y aquellos donde se aventuran menos habitualmente. ¿No podríamos decir, entonces, que la ausencia en muchas sociedades, de una noción homóloga a la idea moderna de naturaleza no es más que una cuestión de semántica, pues por doquier y siempre se habría sabido distinguir entre lo doméstico y lo salvaje, entre espacios fuertemente socializados y otros que sedesarrollan en forma independiente de la acción humana? A condición de considerar culturales las partes del medioambiente modificadas por el hombre y naturales las que este no modifica, la dualidad entre la naturaleza y la cultura podría salvarse del pecado de etnocentrismo, e incluso establecerse sobre bases más sólidas, porque están fundadas en una experiencia del mundo en principio accesible a todos. Es indudable que para muchos pueblos la naturaleza no existe como un dominio ontológico autónomo, pero entre ellos ese lugar sería ocupado por lo salvaje, por lo cual dichos pueblos sabrían, al igual que nosotros, hacer una diferencia, cuando menos topográfica, entre lo que participa de la humanidad y lo que está excluido de ella.

Espacios nómadas
Nada es más relativo que el sentido común, sobre todo cuando se refiere a la percepción y el uso de los espacios habitados. Es dudoso, en primer lugar, que la oposición entre salvaje y doméstico haya podido tener algún sentido en el período previo a la transición neolítica, es decir, durante la mayor parte de la historia de la humanidad. Y si el acceso a la mentalidad de nuestros ancestros del Paleolítico es dificultoso, podemos al menos considerar la vivencia que los cazadores-recolectores contemporáneos tienen de su inserción en el medioambiente. Puesto que deben su subsistencia a plantas y animales cuya reproducción y número no dominan, tienden a desplazarse conforme a la fluctuación de los recursos, a veces abundantes pero con frecuencia distribuidos de manera desigual según los lugares y las estaciones. Así, los esquimales netsiliks, nómadas que se desplazan varios centenares de kilómetros al noroeste de la bahía de Hudson, dividen su año en al menos cinco o seis etapas: la caza de focas en el mar congelado, a fines del invierno y durante la primavera; la pesca en embalse en los ríos del interior, durante el verano; la caza del caribú en la tundra, a comienzos del otoño, y la pesca en agujeros excavados en los ríos recien congelados, en octubre. Se trata, pues de vastas migraciones, que exigen familiarizarse a intervalos regulares con sitios nuevos, o recuperar antiguas costumbres y referencias que la frecuentación de un lugar donde otrora se habían establecido dejó fijadas en la memoria. En el otro extremo climático, el margen de maniobra de los san !kungs de Botswana es más estrecho, porque en el medioambiente árido del Kalahari dependen del acceso al agua para establecer su hábitat. La movilidad colectiva propia de los esquimales les está vedada, y cada cuadrilla tiende a instalarse cerca de una aguada permanente; pero los individuos circulan sin cesar entre los campamentos y, en consecuencia, pasan gran parte de su vida en desplazamientos por territorios que no han recorrido con anterioridad, y cuyas vueltas y revueltas deben aprender. Sucede lo mismo con los pigmeos bambutis de la selva de Ituri: si bien cada cuadrilla establece sus sucesivos campamentos dentro de un mismo territorio de límites reconocidos por todos, la composición y el número de integrantes de cada una de ellos y de las partidas de caza varían sin cesar a lo largo del año.

En la selva ecuatorial o en el Gran Norte, en los desiertos del África austral o del centro de Australia, en todas esas zonas llamadas "marginales" que durante mucho tiempo nadie pensó en disputarles a los pueblos de cazadores, predomina una misma relación con los lugares. La ocupación del espacio no se despliega a partir de un punto fijo, sino como una red de itinerarios signados por escalas más o menos puntuales y recurrentes. Es cierto, como Mauss lo señaló ya a principios del siglo XX con referencia a los esquimales, que la mayoría de los pueblos de cazadores-recolectores dividen su ciclo anual en dos fases: un período de dispersión en pequeños grupos móviles y un período bastante breve de concentración en un sitio que les brinda la oportunidad de desarrollar una vida social más intensa y permite el cumplimiento de los grandes rituales colectivos. Sería poco realista, empero, considerar ese reagrupamiento temporario a la manera de un hábitat aldeano, es decir, como el centro regularmente reactivado de una influencia ejercida sobre el territorio circundante: aquellos parajes son familiares, sin duda, y siempre se vuelve a ellos con placer, pero su frecuentación renovada no los convierte, pese a todo, en un espacio domesticado que contraste con la anomia salvaje de los lugares visitados el resto del año.

Socializado en todas sus partes porque es recorrido sin descanso, el medioambiente de los cazadores-recolectores itinerantes presenta por doquier las huellas de los acontecimientos que se han desarrollado en él y que vuelven a dar vida hoy a viejas continuidades. Huellas individuales, en primer término, que dan forma a la existencia de cada uno de los innumerables recuerdos asociados: los restos a veces apenas visibles de un campamento abandonado; una cañada, un arbol singular o un meandro que recuerda el lugar de una persecución o el acecho de un animal; el reencuentro con un sitio donde uno fue iniciado, se casó o dió a luz; el lugar donde se perdió a un pariente y que a menudo deberá evitarse. Pero esos signos no existen en sí mismos como testigos constantes de una marcación del espacio: se trata, a lo sumo, de las firmas fugaces de trayectorias biográficas, sólo legibles para quien las ha puesto y para el círculo de aquellos que comparten con él la memoria íntima de un pasado cercano. Es verdad que algunos rasgos salientes del medioambiente están a veces dotados de una identidad autónoma que los hace portadores de una significación idéntica para todos. Tal es lo que ocurre en Australia central, donde pueblos como como los warlpiris ven en las lineas del relieve y en los accidentes del terreno -colinas, acumulaciones rocosas, salinas o arroyos- la huella dejada por las actividades y peregrinaciones de seres ancestrales que se metamorfosearon en componentes del paisaje. Sin embargo, esos sitios no son templos petrificados o focos de civilidad, sino la impronta de los recorridos que hicieron, en el "tiempo del sueño", los creadores de los seres y las cosas. Sólo tienen significado al ligarse unos a otros en itinerarios que los aborígenes reproducen sin fin, superponiendo las inscripciones efímeras de su paso a las más tangibles de sus ancestros. Esa es, asimismo, la función de los túmulos que los inuits levantan en el Ártico canadiense. Señales de un sitio antaño habitado, a veces una tumba, o materializacion de las zonas de acecho en la caza del caribú, esos montículos de piedra se construyen con el fin de evocar en la lejanía la silueta de un hombre de pie; no tienen como función domesticar el paisaje, sino recordar itinerarios antiguos y servir de referencia para los desplazamientos actuales.

Decir que los pueblos que viven de la caza y la recolección perciben en su medioambiente un entorno "salvaje" -en comparación con una domesticidad que sería muy dificultoso definir- equivale también a negarles la conciencia de que, con el paso del tiempo, modifican la ecología local con sus técnicas de subsistencia. Desde hace algunos años, por ejemplo, los aborígenes australianos protestan ante el gobierno de su país contra el uso que se da al término wilderness para calificar los territorios ocupados por ellos, lo cual permite, en muchos casos, crear reservas naturales en esos terrenos, contra la voluntad de los propios aborígenes. Con sus connotaciones de terra nullius, de naturaleza original y preservada, de ecosistema que es necesario proteger contra las degradaciones de origen antrópico, la noción de wilderness rechaza, sin duda, la concepción del medioambiente que los aborínes han forjado y las relaciones múltiples que tejen con él, pero por sobre todo ignora las transformaciones sutiles que le han impuesto. Como decía un líder de los jawoyns del Territorio del Norte cuando una parte de sus tierras fue convertida en reserva natural: "El parque nacional Nitmiluk no es un espacio salvaje, es un producto de la actividad humana. Es una tierra modelada por nosotros a lo largo de decenas de miles de años, a traves de nuestras ceremonias y nuestros lazos de parentesco, la quema de matorrales y la caza". Se advertirá que para los aborígenes, así como para otros pueblos que viven de la depredación, la oposición entre lo salvaje y o doméstico no tiene demasiado sentido, no sólo porque a totalidad del entorno recorrido se habita como una morada espaciosa y familiar, ordenada a lo largo de las generaciones con una discreción tal que el toque de cada uno de los sucesivos locatarios llega a ser casi imperceptible.

La domesticación no implica, empero, un cambio radical de perspectiva, con tal de que la dimensión móvil persista: así lo testimonia la aprehensión del espacio en los pastores itinerantes, que en ese aspecto exhiben más afinidades con los cazadores-recolectores que con muchos ganaderos sedentarios. Lo cierto es que los ejemplos de verdadero nomadismo son hoy escasos, porque desde hace uno o dos siglos es muy fuerte la expansión de los sedentarios en detrimento de los criadores de ganado. Sin embargo, es lo que sucede con los peuls wodaabes, que se desplazan todo el año por el Sahel nigeriano con sus rebaños. La amplitud se sus movimientos es, sin duda, variable: menor en la estación seca, cuando recorren los pozos y los mercados de la región haoussa y hacen pastar a sus animales en los eriales de los agricultores, y mayor durante la invernada, momento en el que emprenden una vasta migración hacia las ricas pasturas de Azawak o de Tadess. Sin residencia fija, se las arreglan en todas las estaciones con un recinto descubierto formado por un seto semicircular de plantas espinosas, abrigo efímero que apenas se distinguesobre el horizonte de los magros matorrales de la estepa.

Este modelo de trashumancia anual es la norma en muchas regiones del mundo. Así, la tribu basseri del sur de Irán se desplaza en masa hacia el norte en la primavera, para armar sus tiendas durante el verano en los prados de montaña del Kuh-i-Bul, y emprende la vuelta en otoño para invernar en las colinas desérticas situadas al sur de la ciudad de Lar; cada trayecto le insume entre dos y tres meses. Si bien el desplazamiento de los campamentos cambia casi todos los días durante las migraciones, los grupos de tiendas muestran menos movilidad en verano e invierno, cuando las rupturas son provocadas, sobre todo, por diferendos entre familias. En esas migraciones se movilizan casi quince mil personas y varios centenares de miles de animales -en especial, carneros y cabras- en una franja de territorio de quinientos kilómetros de largo por unos setenta kilómetros de ancho. Llamada il-rah, la ruta de trashumancia es considerada por los basseris como su propiedad, y las pobaciones locales y sus autoridades la reconocen como un conjunto de derechos otorgados a los nómadas: derecho de paso en los caminos y las tierras no cultivadas, derecho de pastoreo fuera de los campos y derecho a extraer agua en todas partes, salvo en los pozos privados.

Esta forma de ocupación del espacio se ha interpretado como un ejemplo de uso compartido de un mismo territorio por sociedades distintas, tanto nómadas como sedentarias. Pero el sistema il-rah también puede aprehenderse a la manera australiana, esto es, como una apropiación de ciertos itinerarios dentro de un medioambiente sobre el cual no se procura ejercer un influjo: la vida del grupo y la memoria de su identidad no se asociarían tanto a una extensión concebida como un todo, sino a los puntos de referencia singulares que año tras año marcan sus trayectos. Compartida por muchos de los pastores nómadas del África saheliana y nilótica, de Oriente Medio y de Asia Central, esa actitud parece excluir toda oposición tajante entre un núcleo antropizado y un entorno que se perpetúa al margen de la intervención humana. La distinción en el tratamiento y la clasificación de los animales, según dependan o no de los hombres, no está necesariamente acompañada, por lo tanto, de una distinción entre salvaje y doméstico en la percepción y el uso de los lugares.

Acaso se dirá, empero, que esa dicotomía habría podido imponerse a los nómadas desde afuera. Ya posean o no ganado, o deban su subsistencia principalmente a la caza o a la recolección, muchos pueblos itinerantes se ven enfrentados, en efecto, a la necesidad de contemporizar con comunidades sedentarias cuyos terruños y aldeas muestran una diferencia manifiesta con su propio modo de ocupación del espacio. Esos asentamientos permanentes pueden ser etapas de recorridos que deben negociarse, o burgos de mercado entre los pastores; constituir áreas periféricas de recursos, como sucede entre los pigmeos, que intercambian lo obtenido en sus cacerías por los productos cultivados de sus vecinos agricultores, o convertirse en puntos ocasionales de reunión, como lo fueron las primeras misiones entre los yaganes y los onas de Tierra del fuego, o las factorías para los pueblos del Ártico y la región Subártica del Canadá. Sin embargo, ya se hallen en el borde de las zonas de desplazamiento o enclavados en su seno, esos sitios no podrían constituir modelos de vida doméstica para los nómadas, pues los valores y las reglas que imperan en ellos son muy ajenos a los suyos. Y si en tales casos se quisiera mantener a toda costa la oposición entre salvaje y doméstico, habría que invertir -paradoja absurda- la significación de los términos: los espacios "salvajes", la selva, la tundra, las estepas, todos esos hábitats tan familiares cual recovecos de una casa natal, se situarían, en realidad, del lado de lo doméstico, en contraste con esos confines estables pero poco agradables donde los nómadas no siempre son bien recibidos.

El huerto y la selva
Franqueemos la linde de las tierras de cultivo para ver si la oposición entre los dos términos, "salvaje" y "doméstico", es verosimil para aquellos a quienes los trabajos en el campo obligan a un sedentarismo relativo. Es el caso de los achuares. En contraste con los pueblos nómadas o trashumantes, estos horticultores de la Alta Amazonia permancen, en efecto, bastante tiempo en un mismo sitio, de diez a quince años en promedio. Lo que los fuerza a instalarse en otro lugar no es el agotamiento de los suelos, sino la disminución de los animales de caza en los alrededores y la necesidad de reconstruir casas de duración limitada. No cabe duda alguna de que los achuares tienen una prolongada experiencia con las plantas cultivadas. Lo testimonian la diversidad de especies que prosperan en sus huertos -un centenar en los mejor provistos- y el gran número de variedades estables dentro de las especies principales: una veintena de clones de batata, y otros tantos en el caso de la mandioca y la banana. Lo testimonia igualmente el importante lugar que las plantas cultivadas tienen en la mitología y el ritual, así como la fineza del saber agronómico desplegado por las mujeres, amas indiscutidas de la vida de los huertos.

La arqueología confirma la gran antiguedad del cultivo de plantas en la región, puesto que en un lago de piedemonte cercano al hábitat actual de los achuares se encontraron los primeros vestigios de maiz de la cuenca amazónica, con una antiguedad de más de cinco mil años. Nadie sabe si se trata de un núcleo autónomo de domesticación; en cambio, varios tubérculos tropicales de amplia utilización hoy en día son originarios de las tierras bajas de América del Sur, cuyos primeros ocupantes tienen algunos milenios de práctica en el manejo de las especies cultivadas. Todo parece indicar, por consiguiente, que los achuares contemporáneos son los herederos de una larga tradición de experimentación con plantas cuya apariencia y cuyos caracteres genéticos han sido modificados a tal extremo que sus ancestros silvestres ya no son identificables. Por añadidura, estos hortelanos expertos organizan su espacio de vida de acuerdo con una división concéntrica que evoca desde el inicio la conocida oposición entre lo domestico y lo salvaje. Dado que el hábitat está muy disperso, cada casa reina en soledad en medio de una vasta roza, cultivada y desherbada con sumo cuidado, que circunscribe la masa confusa de la selva, ambito de la caza y la recolección. Centro arreglado contra periferia silvestre, horticultura intensiva contra depredación extensiva, abastecimiento estable y abundante en el entorno doméstico contra recursos aleatorios en la selva: todos los ingredientes de la dicotomía clásica parecen estar muy presentes.

Ahora bien, esaperspectiva revela carácter ilusorio cuando nos proponemos examinar en detalle los discursos y las prácticas de los achuares. Así, estos cultivan en sus huertos especies domesticadas, es decir, aquellas cuya reproducción depende de los seres humanos, y especies silvestres trasplantadas, en esencia árboles frutales y palmeras. Sin embargo, su taxonomía botánica no las distingue: todas las plantas presentes en una roza, con excepción de las malas hierbas, se incluyen en la categoría aramu ("lo que se pone en la tierra"). Este término, que califica a las plantas manipuladas por el hombre, seaplica tanto a las especies domesticadas como a las que están simplemente aclimatadas; en cuanto a estas últimas, se las puede llamar "silvestres" (ikiamia "de la selva"), pero sólo cuando se las encuentra en su biotopo de origen. En consecuencia, el epíteto aramu no remite a las "plantas domesticadas", sino a la relación particular que se teje en los huertos entre los seres humanos y las plantas, cualquiera que sea el origen de estas. El calificativo ikiama tampoco es un equivalente de "salvaje": en primer lugar, porque una planta puede perder ese predicado según el contexto en que se la encuentre, pero también, y por sobre todo, porque en verdad las plantas "de la selva" son asimismo cultivadas. Quien las cultiva es un espíritu llamado Shakaim, que los achuares se representan como el hortelano oficial de la selva, y cuya benevolencia y consejo solicitan antes de abrir una nueva roza. Al mezclar en un sabio desorden los árboles y las palmeras, los matorrales de mandioca y las plantas colgantes, la vegetación escalonada del huerto evoca además en miniatura, la estructura trófica de la selva. Esta disposición, clásica en las rozas de policultivo del cinturón intertropical, permite contrarrestar por un tiempo el efecto destructivo de las lluvias torrenciales y de una fuerte insolación de suelos de fertilidad mediocre. No caben dudas de que la eficacia de esa protección ha sido sobrestimada, pero no es menos cierto que los achuares tienen plena conciencia de que sustituyen las plantaciones de Shakaim por las suyas cada vez que hacen un huerto. En consecuencia, el par terminológico aramu e ikiamia no encierra en modo alguno una oposición entre doméstico y salvaje, sino el contraste entre las plantas cultivadas por los hombres y las que cultivan los espíritus.

Los achuares efectúan una distinción semejante en el reino animal. Sus casas son alegradas por un zoológico de animales amansados, pájaros sacados de sus nidos y crías de animales de caza que los cazadores recogen cuando matan a sus madres. Confiados al cuidado de las mujeres, alimentados con bocados o amamantados cuando aún son incapaces de alimentarse por si mismos, esos "familiares" se adaptan con rapidez a su nuevo régimen de vida: pocas especies, incluso entre los felinos, son verdaderamente reacias a la cohabitación con los humanos. Es raro que se les impongan impedimentos a esos animales de compañia, y más raro aún que se los maltrate; en todo caso, nunca se los come, ni siquiera cuando sucumben a una muerte natural. De ellos se dice que son tanku, calificativo que podríamos traducir como "amansado" o "aclimatado a los seres humanos". El término también puede utilizarse como sustantivo; de un joven pecarí que holgazanea cerca de una casa se dirá: "es el tanku de fulano". Si bien tanku evoca domesticidad, es decir, la socialización en la casa, no corresponde a la idea que solemos tener de la domesticación: los achuares no procuran de ninguna manera que sus animales integrados a la vida familiar se reproduzcan para establecer linajes estables. La palabra designa una situación transitoria, tanto más dificil de contraponer a un eventual estado "salvaje" cuanto que los animales son igualmente amansados en su medio de origen, pero por los espíritus. Los achuares dicen, en efecto, que los animales de la selva son los tankus de los espíritus que velan por su bienestar y los protegen de los cazadores abusivos. Lo que diferencia a los animales silvestres de los animales de cuya compañia disfrutan los indios no es en modo alguno, entonces, la oposición entre el salvajismo y la domesticación, sino el hecho de que unos son criados por los espíritus, mientras que los otros lo son, en forma temporaria, por los humanos.

Los achuares señalizan su espacio según una serie de pequeñas discontinuidades concéntricas apenas perceptibles, y no por medio de una oposición frontal entre la casa y su huerto, por un lado, y la selva, por otro.

La superficie de tierra apisonada inmediatamente adyacente a la vivienda constituye una prolongación natural de esta, donde se desarrollan muchas actividades domésticas; sin embargo, se trata ya de una transición con el huerto, porque en ellas están plantadas, en matorrales aislados, los pimientos, la bija y la genipa, la mayoría de los simples y las plantas venenosas. El huerto propiamente dicho, territorio indiscutido de las mujeres, está contaminado en parte por los usos selváticos: es el terreno de caza predilecto de los niños, quienes en él acechan a los pájaros para tirarles con pequeñas cerbatanas, en tanto que los hombres colocan allí trampas para esos gordos roedores de carne delicada -pacas, agutíes o guatines- que acuden a la noche a desenterrar tubérculos. A una o dos horas de marcha desde la linde de la roza, la selva puede asimilarse a un gran vergel que mujeres y niños visitan en todo momento para hacer paseos dedicados a la recolección, buscan larvas en las palmeras o pescar con veneno en los arroyos y los pequeños lagos. Se trata de un ámbito del que se tiene un conocimiento íntimo, donde cada árbol y cada palmera portadores de frutos son visitados periódicamente en la estación correspondiente. Más allá comienza la verdadera zona de caza, donde las mujeres y los niños sólo se aventuran en compañía de los hombres. Empero, nos equivocaríamos si viéramos en este último círculo el equivalente de una exterioridad salvaje, pues el cazador conoce cada centímetro de ese territorio, que recorre de manera casi cotidiana y al que lo vincula una multitud de recuerdos. Los animales que encuentra allí no son para él fieras salvajes, sino seres casi humanos a quienes debe seducir y halagar para sustraerlos al influjo de los espíritus que los protegen. Ese gran huerto cultivado por Shakaim es también el lugar donde los ahuares instalan sus chozas de caza, meros refugios, a veces rodeados por algunas plantaciones, a los que acuden a intervalos regulares para pasar varios días en familia. La selva profunda está apenas menos socializada que la casa y sus inmediaciones cultivadas: a los ojos de los achuares, ni en sus modos de frecuentación ni en sus principios de existencia tiene aquella la más mínima apariencia de salvajismo.

La idea de considerar la selva como si se tratara de un huerto no es nada extraordinaria, si tenemos en cuenta que ciertos pueblos de la Amazonia son muy conscientes de que sus prácticas culturales ejercen una influencia directa sobre la distribución y la reproducción de las plantas silvestres. Este fenómeno de antropización indirecta del ecosistema selvático, ignorado durante mucho tiempo, fue muy bien descripto en los estudios consagrados por William Baleé a la ecología histórica de los ka'apores de Brasil. Gracias a un minucioso trabajo de identificación y conteo, Baleé pudo establecer que las rozas o cultivos abandonados desde hace más de cuarenta años son dos veces más ricas en especies silvestres útiles que sectores vecinos de selva primaria de los cuales, sin embargo, apenas se distinguen a primera vista. Al igual que los achuares, los ka´apores en efecto, plantan en sus huertos numerosas plantas no domesticadas que luego prosperan en los eriales en desmedro de las especies cultivadas, las cuales, por falta de cuidados, desaparecen con rapidez. Las rozas en uso o abandonadas poco tiempo atrás también atraen a depredadores animales que, al defecar en ellas, diseminan los granos de las plantas silvestres de las que se alimentan. Los ka´apores dicen que los agutíes son, en gran parte, responsables de la dispersión en los huertos del copal y de varias clases de palmeras, mientras que el mono capuchino introduce en ella el cacao silvestre y diferentes especies de inga. Con el paso de las generaciones y el ciclo de renovación de las rozas, un sector no desdeñable de la selva se convierte en un vergel cuyo carácter artificial es reconocido por los ka´apores, aun cuando estos no hayan buscado ese efecto. Los indios también evalúan con mucha precisión la incidencia de los antiguos barbechos sobre la caza: las rozas de fuerte concentración de plantas silvestres comestibles son más frecuentadas por los animales, lo cual influye a largo plazo sobre la demografía y la distribución de las bestias de caza. Desarrollada desde hace varios milenios en gran parte de la Amazonia, es indudable que esa conformación del ecosistema selvático ha contribuido sobremanera a justificar la idea de que la jungla es un espacio tan domesticado como los huertos. Lo cierto es que cultivar la selva, aun en forma accidental, implica dejar huellas en el medioambiente, pero no disponerlo de tal modo que la herencia de los hombres sea legible desde el comienzo en la organización de un paisaje. Hábitat periódicamente desplazado, horticultura itinerante, escasa densidad de población: en la Amazonia contemporánea, todo concurre a hacer que los signos más manifiestos de la ocupación de un sitio no perduren.

Una situación bien diferente prevalece en algunas poblaciones de horticultores de las tierras altas de Nueva Guinea. En la región del monte Hagen, por ejemplo, la fertilidad de los suelos ha permitido una explotación intensiva de los barbechos y una fuerte concentración del hábitat: entre los melpas, la densidad puede llegar a ciento veinte habitantes por kilómetro cuadrado, mientras que entre los achuares es inferior a dos habitantes cada diez kilómetros cuadradas. El fondo de los valles y sus flancos están tapizados de un mozaico continuo de huertos cerrados dispuestos en damero, sólo las laderas abruptas conservan una escasa cobertura forestal. En cuanto a los caseríos, compuestos de cuatro o cinco casas, la mayoría de ellos están al alcance de la vista entre sí. Hay allí una demarcación apropiada y trabajada hasta en sus más mínimos repliegues. donde se imbrican territorios clánicos de límites bien señalados; en suma, un ordenamiento casi campestre, que presenta un contraste tangible con los bosquecillos residuales encasillados en las pendientes montañosas.

Los habitantes de la región de Hagen parecen, empero, indiferentes a esta lectura del paisaje, como lo muestra un artículo de Marilyn Strathern de título inequívoco: "No nature, no culture" (Ni naturaleza ni cultura). En la región se utiliza, es cierto, un par terminológico que podría recordar la oposición entre lo doméstico y lo salvaje: mbo designa las plantas cultivadas, mientras que remi se refiere a todo lo que es exterior a la esfera de intervención de los humanos, en particular el mundo de los espíritus. Pero esta distinción semántica, al igual que la diferencia entre aramu e ikiamia en los achuares, no encierra un dualismo tajante. A semejanza de lo que ocurre en la Amazonia, ciertos espíritus romi prodigan cuidados y protección a las plantas y a los animales silvestres, cuyo uso dejan a los hombres bajo determinadas condiciones. La flora y la fauna "salvaje" están, por ende, tan domesticadas como los cerdos, las batatas y los ñames, de los que las poblaciones del monte Hagen extraen lo esencial de su subsistencia. Si el término mbo hace referencia al cultivo de las plantas es porque, a fin de cuentas, denota uno de sus aspectos: el acto deplantar. Asociada a la imagen concreta de enterrar, de arraigo y hasta de autoctonía, la palabra no evoca en modo alguno la transformación o la reproducción deliberada de lo viviente bajo el control del hombre. El contraste entre mbo y remi tampoco tiene una dimensión espacial. La mayor parte de los territorios clánicos incluyen sectores de selva en los que tiene lugar una apropiación social de acuerdo con reglas de usos conocidas por todos. Por allí, en particular, vagabundean los cerdos domésticos en busca de comida, bajo la mirada benévola de algunos espíritus que velan por su seguridad. En síntesis, y pese al fuerte influjo que ejercen sobre el medio, los habitantes del monte Hagen no se imaginan rodeados por un "medioambiente natural"; su manera de pensar el espacio no sugiere en absoluto la idea de que los lugares habitados hayan sido arrancados a un dominio salvaje.

Con una densidad demográfica inferior a un habitante por kilómetro cuadrado, los kubos son un verdadero pueblo de vagabundos de los bosques, para quienes la oposición entre el centro habitado y el exterior es tanto menos significativa cuanto que suelen dormir, casi con la misma frecuencia, en pequeños refugios en la selva o en el recinto de la aldea. Los espíritus, sobre todo el alma de los muertos encarnados en animales, coexisten en todas partes con los humanos. A un centenar de kilómetros de allí, los etolos dejan una huella más consecuente sobre su entorno: los huertos son más grandes, cultivan vergeles de pandanos y emplazan líneas de trampas permanentes; en cuanto a su densidad demográfica, en algunos sitios es quince veces más alta que la de los kubos. Su geografía espiritual también está mejor delimitada: el alma de los difuntos se instala ante todo en pájaros y luego en peces que migran hacia los confines del territorio. Para terminar, los sianes han llevado a cabo una modificacion profunda y perdurable de su hábitat. Muy sedentarios, dedicados a una horticultura intensiva y a la cría de cerdos, no suelen frecuentar los restos forestales que cuelgan de las montañas. Sus espíritus son menos immanentes y más realistas que los de los kubos y los etolos; adoptan apariencias sui generis, quedan relegados en lugares inaccesibles y sólo se comunican con los seres humanos por intermedio de aves mensajeras u objetos rituales. Si se acepta considerar estos tres ejemplos como otras tantas etapas en un proceso de intensificación del uso de los recursos cultivados, es indudable que una transformación creciente del medioambiente selvático en torno de los núcleos de vivienda ha sido paralela al surgimiento de un sector periférico cada vez más ajeno a las relaciones de sociabilidad corrientes entre los humanos, así como entre estos y los no-humanos. Sin embargo, nada, ni en el vocabulario ni en las actitudes, permiten inferir que esos espacios cada vez más marginales sean considerados "salvajes", ni siquiera en el caso de los sianes, cuya densidad demográfica es, por lo demás, la mitad de la densidad de los habitantes del monte Hagen.

El campo y el arrozal
Es probable que los pueblos de las tierras altas de Nueva guinea no constituyan el ejemplo de una domesticación consumada del medioambiente. Aun intensiva, la horticultura de roza requiere, en efecto, períodos más o menos largos de barbecho, durante los cuales la vegetación silvestre coloniza por un tiempo los huertos. Esta intrusión periódica difumina la frontera que separa las especies antropizadas de sus márgenes selváticos. Para que se evidencie una polaridad más marcada entre lo salvaje y lo doméstico es necesaria, sin duda, una vasta y densa red de campos permanentes en los cuales nada se asemeje en la más mínimo al desorden de las zonas incultas. Así sucede en las llanuras aluviales y en las mesetas de limo de Asia oriental y del subcontinente indio que, mucho antes de la era cristiana, fueron revalorizados por la agricultura cerealera. Durante milenios, desde la llanura indogangética hasta los confines del río Amarillo, millones de campesinos roturaron, regaron, secaron y acondicionaron los cursos de agua, enriquecieron el suelo, modificando profundamente el aspecto de las regiones en que habían invertido sus energías.

De hecho, las lenguas de las grandes civilizaciones orientales marcan de manera bastante nítida la diferencia entre los lugares sobre los cuales los hombres ejercen un control y aquellos que escapan a su influjo. Así, el chino mandarín distingue entre yi, la zona extendida más allá de la periferia cultivada de las aglomeraciones, y jiá tíng, el espacio doméstico. Por su etimología, la primera expresión evoca la noción de umbral, límite, interfaz, y denota el carácter salvaje tanto de los lugares como de las plantas o los animales; jiá tíng remite de manera más rigurosa a la domesticidad de la célula familiar y no se utiliza con referencia a las plantas y los animales domesticados.

Por su parte, el japonés establece una oposición entre sato, "el lugar habitado", y yama, "la montaña"; esta última es percibida no tanto como una elevación del relieve en contraste con la llanura, sino como arquetipo del espacio deshabitado, comparable en este aspecto al sentido primario de la palabra désert (desierto) en francés.

En sánscrito, el espacio rural con sus habitantes aparece también claramente separado de su periferia no transformada por el hombre. El término jangala designa las tierras deshabitadas y terminará por ser sinónimo de "lugar salvaje" en hindi clásico, mientras que at avi, "la selva", no remite tanto a una formación vegetal como a los lugares ocupados por las tribus bárbaras, es decir, al antónimo de la civilización. A esto se opone janapada, el campo cultivado, el terruño, donde encontramos a los seres gramya, "de la aldea", entre ellos los animales domésticos.

No obstante lo expuesto, si consideramos las maneras de percibir y utilizar todos esos espacios semánticamente marcados, no haremos sino comprobar cuán difícil es identificar en China, India o Japón una dicotomía entre lo salvaje y lo doméstico análoga a la forjada por Occidente. No debe sorprendernos demasiado que en Asia se haga una diferencia entre los lugares habitados y los que no lo están: parece mas dudoso, empero, que esa diferencia encierre una oposición tajante entre dos tipos de medioambiente, dos categorías de seres y dos sistemas de valores mutuamente excluyentes.

La geografía subjetiva de la China antigua parece regida por un contraste fundamental entre la ciudad y la montaña: con su plano en damero simbólicamente asociado a los orientes,la ciudad representa el cosmos y es, al mismo tiempo, el núcleo de la apropiación del terruño agrícola y el centro del poder mpolítico; en cambio, la montaña, tierra de ascesis y de exilio, parece tener por finalidad principal la de ofrecer a la representación pictórica su motivo predilecto. Empero, esta oposición es menos tajante de lo que parece. En la tradición taoísta, la montaña es la morada de los Inmortales, seres inasibles que se funden con el relieve y dan una dimensión sensible a lo sagrado; la frecuentación de la montaña, especialmente por los doctos, supone una búsqueda de la inmortalidad cuyo aspecto más prosaico está constituido por la recolección de los simples que aseguran la longevidad. Además, y como lo plantea una hipótesis de Agustín Berque, la estetización de la montaña en la pintura paisajística china puede verse como una especie de revalorización de las llanuras por obra de la agricultura. Lejos de constituir un espacio anómico y privado de civilidad, la montaña, dominio de las divinidades y expresión de su esencia, ofrece al mundo urbano y aldeano un necesario complemento.

La ciudad tampoco está disociada del interior, por muy lejano que sea, pues su emplazamiento y la disposición de sus casas están regulados hasta en su más mínimos detalles por una suerte de fisiología del espacio, el feng-shui. El taoísmo enseña que un aliento cósmico, el qi, irradia en toda China a partir de la cadena montañosa del Kunlun, y circula a lo largo de líneas de fuerza comparables a las venas que irrigan el cuerpo humano. De ahí la importancia de determinar por medio de la adivinación los sitios más favorables para los asentamientos humanos y la manera de disponerlos, a fin de que se ajusten lo más posible a esa red de energía desplegada en todo el Imperio de Centro. Si está bien ubicada, bien construida y bien gobernada, la ciudad china estará en armonía con el mundo, el cual "sólo está en orden cuando está cerrado a la manera de una morada". Lo salvaje no parece tener casi influjo sobre un cosmos tan densamente regulado por las convenciones sociales. Y si el pensamiento chino tien clara conciencia de la existencia de fuerzas oscuras que oponen a la civilización una resistencia enigmática, las ha expulsado a la periferia de su dominio, entre los bárbaros.

En Japón, la montaña es también el espacio por excelencia que se propone en contraste con la región de la llanura. Conos puros de los volcanes, montes cubiertos de bosques, crestas dentadas, son visibles por doquier desde los valles y las cuencas, e imponen su telón de fondo de verticalidad a la horizontalidad de los campos y de los diques. Empero, la distinción entre yama, la montaña, y sato, el lugar habitado, no denota tanto una exclusión recíproca como una alternancia estacional y una complementariedad espiritual. En efecto, los dioses se desplazan con regularidad de una zona a la otra; bajan de las montañas en la primavera para convertirse en divinidades de los arrozales, y efectúan en otoño el trayecto inverso a fin de volver al "templo del fondo", por lo general un accidente topográfico en donde se hallan su núcleo de origen y su verdadera morada. En consecuencia, la divinidad local (kami) procede de la montaña y cada año cumple en el arco sagrado un periplo que la lleva a alternar entre el santuario de los campos y el santuario de los montes, especie de culto doméstico itinerante en el que se desdibuja el límite entre la exterioridad y la interioridad del ámbito aldeano. Ya en el siglo XII, la dimensión sagrada de las soledades montañosas había hecho de ellas el lugar de elección de las comunidades monásticas budistas, a tal punto que el carácter que aludía a la "montaña" servía asimismo para designar a los monasterios. También es verdad que en Occidente, por la misma época, hacia bastante tiempo ya que los hermanos de la orden benedictina habían huido del mundo para instalarse en lugares apartados, con el propósito tanto de roturar los bosques y exorcizar su salvajismo mediante la labor como de elevarse mejor hacia Dios por la plegaria (la religión nacida en Oriente a la sombra de las palmeras se abre paso en Occidente en desmedro de los árboles, refugios de los genios paganos que monjes, santos y misioneros abaten sin piedad). No hay nada parecido en Japón, donde la vida monástica no se inscribe en la montaña para transformarla, sino para experimentar en ella, gracias al andar y a la contemplación de los sitios, esa fusión con la dimensión sensible del paisaje que es una de las garantías de la salvación.

Ni espacio por conquistar ni centro de inquietante alteridad, la montaña japonesa, por lo tanto, no se percibe verdaderamente como "salvaje", aunque pueda llegar a serlo, de manera paradójica, cuando su vegetación está domesticada por completo. En muchas regiones del archipiélago, en efecto, los primitivos bosques de ladera fueron reemplazados, despues de la ultima guerra, por plantaciones industriales de coniferas autóctonas, principalmente el ciprés japonés y el cedro sugi. Ahora bien, mientras que el antiguo bosque de hojas lustrosas u hojas caducas representaba, para los habitantes de las aldeas de altura, un lugar donde la armonía y la belleza se alimentaban de la presencia de las divinidades -al mismo tiempo que un yacimiento de recursos útiles para la vida doméstica-, las plantaciones de resinosas que los sucedieron ya no evocan sino desorden, tristeza y anomia. Mal preservados, invasores de campos y claros, con buena parte de su valor comercial ya perdida, los "árboles negros", apretados en hileras monótonas, escapan ahora al control social y técnico de quienes los plantaron, La montaña, yama, el bosque, yama; el lugar deshabitado, yama: los tres términos se superponen. No obstante, si bien íntegramente domesticado, el bosque artificial de montaña se ha convertido en un desierto moral y económico, mucho más "salvaje", en suma, que el bosque natural cuyo lugar ha ocupado.

Las cosas son más complejas en la antigua India, por razones terminológicas que Francis Zimmermann ha desentrañado de manera muy ilustrativa. En los textos sánscritos, jángala, de la cual deriva la palabra "jungla" es angloindio, tiene dos significaciones principales. En primer lugar, como hemos visto, se trata de un lugar deshabitado o dejado desde hace mucho tiempo en barbecho. Sin embargo, primera paradoja, jángala designa también las tierras secas, es decir, exactamente lo opuesto de lo que "jungla" evoca en nosotros desde Kipling. En su sentido antiguo, la jungla no elude, por consiguiente, a la exhuberante selva monzónica, sino a las estepas semiáridas cubierta de plantas espinosas, las sábanas escasamente arboladas o los bosques claros de hojas caducas. En este aspecto, se opone a las tierras pantanosas, anupa, caracterizada por la presencia de formaciones vegetales higrófilas: bosque lluvioso, manglares, zonas de marjales. El contraste entre jángala y anupa denota una fuerte polaridad en la cosmología, las doctrinas médicas y las taxonomías de plantas y animales: las tierras secas son valoradas porque son salubres y fértiles y están pobladas de arios, en tanto que las tierras pantanosas aparecen como márgenes malsanos, zonas de refugio para las tribus no arias. Cada tipo de paisaje constituye una comunidad ecológica aparte, definida por especies animales y vegetales emblemáticas y por una fisiología cósmica que le es propia. De allí la segunda paradoja. ¿Cómo es posible que una zona deshabitada y de apariencia "salvaje" constituya, a la vez, el núcleo por excelencia de las virtudes asociadas a la civilización agrícola? Sencillamente, porque la jungla es una potencialidad al mismo tiempo que una unidad geográfica. La colonización se desarrolló en las tierras secas gracias al riego, y en el seno de esas regiones incultas pero fértiles los campesinos arios dispusieron sus terruños, dejando a las tribus de los confines el uso de las tierras pantanosas, impenetrables y colmadas de agua. En consecuencia, el contraste entre jángala y anupa asume la forma de una dialéctica de tres términos, uno de los cuales se halla implícito. en la oposición entr tierras pantanosas, dominio de los bárbaros, y tierras secas, reivindicadas por los arios, se inserta una generalización que hace de la jungla un espacio desocupado pero disponible, un lugar desprovisto de hombres pero portador de los valores y las promesas de la civilización. Ese desdoblamiento impide considerar la jungla como un espacio salvaje que es indispensable socializar, porque está virtualmente habitada y envuelve como un proyecto o un horizonte los fermentos culturales que encontrarán en ella las condiciones propicias para su despliegue. En lo que atañe a las tierras pantanosas, tampoco son salvajes; sólo carecen de atractivo y apenas son aptas para guarecer en su frondosa penumbra a algunas humanidades periféricas.

ahora bien, hoy parece evidente que, en muchas regiones del planeta, la percepción contrastada de los seres y lugares según su mayor o menor proximidad al mundo de los humanos coincide muy poco con el conjunto de las significaciones y los valores ue en Occidente se asociaron progresivamente a los polos de lo salvaje y lo doméstico. A diferencia de las múltiples formas de discontinuidad gradual o de englobamiento cuyas huellas encontramos en otros sectores de las sociedades agrícolas, estas dos nociones son mutuamente excluyentes y sólo cobran todo su sentido cuando se las relaciona entre sí en una oposición complementaria.

Ager y silva
Como se sabe, es salvaje lo que procede de la silva, el gran bosque europeo que la colonización romana fue carcomiendo poco a poco: es el espacio inculto que debe roturarse, los animales y las plantas que se encuentran en él, los pueblos toscos que la habitan, los individuos que buscan allí un refugio lejos de las leyes de la ciudad y, por derivación, los temperamentos feroces que no cejan en su rebeldía contra la disciplina de la vida social. Sin embargo, si bien esos diferentes atributos de lo salvaje se deducen, sin duda, de las características asignadas a un medioambiente muy particular, sólo forman un todo coherente porque se oponen término a término a las cualidades positivas afirmadas en la vida doméstica. Estas se despliegan en el domus, ya no una unidad geográfica a semejanza de la selva, sino un ambiente de vida, en su origen una explotación agrícola donde, bajo la autoridad del padre de familia y la protección de las divinidades del hogar, mujeres, niños, esclavos, animales y plantas encuentran las condiciones propicias para la realización de su propia naturaleza. Trabajos en los campos, educación, adiestramiento, división de tareas y responsabilidades, todo concurre a incluir a humanos y no-humanos en un mismo registro de subordinación jerarquizada cuyo modelo consumado ofrecen las relaciones en el seno de la familia extendida. Con la terminología que lo expresa, los romanos nos legaron los valores asociados a ese par antitético cuya fortuna será creciente, pues el descubrimiento de otras selvas, en otras latitudes, enriquecerá la dicotomía inicial sin modificar sus campos de significación. Los tupinambás de Brasil o los indios de Nueva Francia sustituirán a los germanos o a los bretones descriptos por Tácito, mientras que lo doméstico, tras cambiar de escala, se expandirá en lo civilizado. Se dirá acaso que ese deslizamiento de sentido y de época abre la posibilidad de una inversión que Montaigne o Rousseau sabrán explotar en lo sucesivo, el salvaje puede ser bueno y el civilizado malo; el primero, como encarnación de las virtudes de la simplicidad antigua que la corrupción de las costumbres le hizo perder al segundo. Mas así se olvida que un artificio retórico semejante no es del todo novedoso -el propio Tácito cedió a él-, ni pone de ninguna manera en tela de juicio el juego de determinaciones recíprocas que lleva a lo salvaje y a lo doméstico a ser constitutivos uno de otro.

Por ignorar, sin duda, esa imposibilidad de pensar uno de los términos de la oposición sin pensar el otro, algunos autores tienden a hacer de lo salvaje una dimensión universal de la psique, una especie de arquetipo que los hombres habrían reprimido o canalizado progresivamente, a medida que avanzaba su dominio sobre los no-humanos. Así ocurre con el escenario propuesto por Max Oelschlaeger, un filósofo del medioambiente, en su voluminosa historia sobre la noción de naturaleza salvaje (wilderness): mientras que los cazadores-recolectores del Paleolítico habrían vivido en armonía con un medioambiente salvaje ornado de todas las cualidades, pero hipostasiado en un ámbito autónomo y adorado en el marco de una religión "totémica", los granjeros del Neolítico mediterráneo habrían roto ese hermoso acuerdo para tratar de sojuzgar el salvajismo, reduciendo así los espacios no dominados por el hombre a un estatus subalterno, hasta que la filosofía y la pintura norteamericanas del siglo XIX volvieron a jerarquizarlos. Tal vez haya sido así, pero cuesta advertir, no obstante, cómo podía existir la noción misma de salvajismo en un mundo preagrícola en el cual ella no se oponía a nada, y por qué, si encarnaba valores positivos, se hacía sentir la necesidad de eliminar el elemento con el que se relacionaba.

Ian Hodder evita ese tipo de aporías cuando sugiere que la construcción simbólica del salvaje se inició en Europa, ya en el Paleolítico Superior, como un necesario telón de fondo del surgimiento de un orden cultural. Para esta figura emblemática de la nueva arquelogía interpretativa anglosajona, la domesticación de lo salvaje comienza con la mejora de las herramientas líticas característica del período solutrense, testimonio de un "deseo" de cultura expresado en un perfeccionamiento de las técnicas sinegéticas. Una protección más eficaz contra los depredadores y una subsistencia menos aleatoria habrían permitido, entonces, superar el miedo instintivo a un entorno inhospitalario y hacer de la caza el lugar simbólico del control de lo salvaje, al mismo tiempo que una fuente de prestigio para quienes sobresalían en ella. El origen de la agricultura en Europa y el Cercano Oriente se explicaría simplemente por una ampliación de esa voluntad de control de las plantas y los animales, poco a poco sustraídos a su medio e integrados a la esfera doméstica. Nada permite afirmar si las cosas sucedieron así o si Hodder, llevado por su imaginación, interpretó vestigios antiguos de acuerdo con categorías mentales cuya existencia no fue comprobada sino más tardíamente. Sea como fuere, queda por saber por qué razón un movimiento semejante se habría producido en una región determinada del mundo y no en otras. En efecto, las disposiciones psicológicas mencionadas por Hodder como fuentes de propensión a ejercer un dominio cada vez mayor sobre lo no-humanos son de una generalidad tal que cuesta ver por qué ese proceso no se habría llevado hasta el final en todas partes. Ahora bien, la domesticación de las plantas y los animales no es una fatalidad histórica que sólo algunos obstáculos técnicos podrían haber demorado aquí o allá: muchos pueblos del mundo entero apenas parecen haber experimentado la necesidad de esa revolución. ¿Habrá que recordar que ciertas civilizaciones refinadas -por ejemplo, las culturas de la costa oeste de Canadá o del sur de Florida- se desarrollaron privilegiando la sangría de los recursos silvestres? ¿Hace falta repetir que muchos cazadores-recolectores contemporáneos dan testimonio de una indiferencia indudable, y hasta de una franca adversión, frente a la agricultura y la crianza de animales cuya práctica ven en la periferia de sus dominios? Domesticar no es para ellos una compulsión, sino una elección que ha llegado a ser tangible y que, no obstante, siguen rechazando.

El pastor y el cazador
Cuidémonos del etnocentrismo: la "revolución neolítica" del Cercano Oriente no es un escenario universal cuyas condiciones de aparición y efectos materiales e ideales puedan transponerse sin modificaciones al resto del mundo. En las otras cunas de la agricultura, la domesticación y el manejo de las plantas cultivadas parecen haberse desarrollado en contextos técnicos y mentales que, como hemos visto, eran muy poco favorables al surgimiento de una distinción mutuamente excluyente entre un dominio antropizado y un sector residual inútil para el hombre o condenado a caer, en definitiva, bajo su dominación. Sería absurdo, por cierto, pretender que la diferencia entre ecúmene y ereme sólo se percibio y expresó en Occidente. Parece probable, en cambio, que los valores y las significaciones atribuidos a la oposición entre lo salvaje y lo doméstico sean propios de una trayectoria histórica particular y que dependan, en parte, de una característica del proceso de neolitización que se puso en marcha en la "media luna fértil" hace poco más de diez mil años. En una región que se extiende desde el Mediterraneo oriental hasta Irán, en efecto, la domesticación de las plantas y los animales se produjo de manera más o menos coincidente en apenas algo más de un milenio. El cultivo de trigo, la cebada y el centeno fue acompañado de la crianza de cabras, vacas, carneros y cerdos, y de ese modo se estableció un sistema complejo e interdependiente de gestión de los no-humanos en un medio dispuesto para permitir su coexistencia. Ahora bien, esa situación contrasta con lo ocurrido en los otros continentes, donde los grandes mamíferos fueron domesticados, en la mayoría de los casos, bastante despues que las plantas, o bastante antes en el caso de África oriental; y ello, siempre y cuando lo hayan sido, es en gran parte de las Américas y en Oceanía la agricultura se desarrollo con exclusión de la ganadería, o con su integración tardía gracias al aporte de animales ya domesticados en otros lugares.

Así, con el Neolítico europeo se introduce un contraste fundamental que opone, sin duda, los espacios cultivados a los que no lo están, pero también, y sobre todo, los animales domésticos a los animales salvajes, el mundo del establo y de los terrenos de pastoreo al reino del cazador y sus presas. Tal vez ese contraste haya sido incluso buscado y fomentado de manera activa, con el objeto de aprovechar lugares donde podían exhibirse cualidades -astucia, resistencia física, placer por la conquista- que, al margen de la guerra, ya no tenían expresión en el recinto muy controlado del terruño agrícola. No es imposible, en efecto, que los pueblos del Neolítico europeo se hayan abstenido de domesticar algunas especies, sobre todo cérvidos, con el fin de preservarlas como presas de caza selectas. Por lo tanto, la domesticación de ciertos animales habría sido simétrica de una especie de "cinegetización" de algunos otros: el mantenimiento de estos últimos en su estado natural no fue la consecuencia de obstáculos técnicos, sino de la voluntad de instituir un ámbito reservado a la caza, deslindado del dominio cultivado.

El ejemplo de la antigua Grecia muestra de manera muy nítida que la antinomia entre lo salvaje y lo doméstico se alimentaba, en el mundo mediterráneo, de un contraste entre la caza y la crianza. Los griegos, como se sabe, sólo comían carne que era producto de un sacrificio -idealmente, de un buey de labranza- u obtenida mediante la caza. En la economía simbólica de la alimentación y las jerarquías, las dos actividades son a la vez complementarias y opuestas. La cocina del sacrificio acerca a los hombres y los dioses al mismo tiempo que los distingue, porque los primeros reciben la carne cocida del animal, mientras que los segundos sólo tienen derecho a sus huesos y al humo de las hogueras. A la inversa, según escribe Pierre Vidal-Naquet, "la caza define las relaciones del hombre con la naturaleza salvaje". En ella, el hombre se comporta a la manera de los animales depredadores, de los que se diferencia, sin embrago, por el dominio del arte cinegético, una tekhné que se asocia al arte de la guerra y, más en general, al de la política. Hombres, bestias y dioses: un sistema de tres polos en el cual el animal doméstico (zoon) se sitúa muy cerca de los humanos, apenas inferior a los esclavos y los bárbaros en razón de su aptitud para vivir en colectividad -pensemos en la definición aristotélica del hombre como zoon politikon-, y se deslinda con claridad de los animales salvajes (theria). La víctima sacrificial repreenta un punto de intersección entre lo humano y lo divino, y, por lo demás, es imperativo obtener de ella un signo de asentimiento antes de darle muerte, como si el animal aceptara el papel que se le asigna en la vida cívica y litúrgica de la ciudad. Una precaución de esa índole es inútil en la caza, en la cual la victoria se alcanza al rivalizar con la presa: en ella, los adolescentes dan pruebas de astucia y agilidad, y los hombres maduros, armados sólo con el venablo, experimentan su fuerza y su destreza. Agreguemos que la agricultura, la ganadería y el sacrificio están estrechamente ligados, porque el consumo del animal inmolado debe estar acompañados de productos cultivados, cebada asada y vino. El hábitat de las bestias salvajes constituye, de tal modo, un cinturon de no civilización indispensable para que la civilización se expanda; un teatro donde pueden ejercerse aptitudes viriles en las antípodas de las virtudes conciliadoras exigidas por el trato de los animales domésticos y la vida política.

Paisaje romano, bosque herciliano, naturaleza romántica
En este aspecto, el mundo latino ofrece un contraste. Aunque fundada por un par de gemelos salvajes, Roma se libera poco a poco del modelo de la caza heroica para no ver ya en el rastreo delas preas otra cosa que un medio para proteger los cultivos. Ya a fines de la República, Varrón estigmatiza la futilidad de la caza y su escaso rendimiento en comparación con la crianza de ganado, un punto de vista retomado por Columela un siglo más tarde en su tratado de agronomía. La moda de la gran montería traída de Asia Menor por Escipión Emiliano no logra imponerse en una aristocracia más preocupada por el rendimiento de sus fincas que por las hazañas cinegéticas: los animales salvajes son, ante todo, factores nocivos cuya destrucción incumbe a los intendentes y a los tramperos profesionales, pues en lo sucesivo es la gran explotación, la villa, la que gobierna la organización del paisaje rural en las regiones de llanura. Compacta en su vasta superficie cuadrangular, dedicada al cultivo de cereales y a las plantaciones de viñas y olivos, la villa produce una segregación nítida entre las tierras drenadas y mejoradas (el ager) y la zona periférica destinada al libre pastoreo del ganado (sl saltus). En lo que respecta al gran bosque, la ingens silva, ha perdido todo el atractivo que podía ejercer en otros tiempos sobre los cazadores, para no ser ya más que un obstáculo a la extensión del flujo agrícola. Por otra parte, el manejo racional de los recursos se extiende hasta los animales de caza, cuyas poblaciones son fijadas y controladas, al menos en las grandes propiedades rurales, gracias a puestos de forraje hacia los cuales los cérvidos silvestres son guiados durante el invierno por congéneres amaestrados con esa finalidad.

Los romanos del Imperio tienen, por cierto, un punto de vista ambivalente con respecto a la selva. En una península casi deforestada, la selva evoca el decorado de los mitos fundacionales, el recuerdo de la antigua Rea Silvia; y la dimensión nutricia y sagrada que se le atribuye se perpetúa como un eco atenuado en los bosques consagrados a Artemis y Apolo, o en el santuario silvestre que bordea el lago de Nemi, cuyo extraño ritual proporciona a Frezer el incentivo para escribir 'La rama dorada'. Empero, esos bosquecillos residuales cuyos árbolespronuncian oráculos ya no son sino modelos reducidos de la selva primitiva, vencida por la expansión agrícola. Como bien destaca Simon Schama en su comentario de la Germania de Tácito, la verdadera selva representa el exterior de Roma, el límite donde se detiene la jurisdicción del Estado, el recordatorio de la impenetrable confusión vegetal donde se habían retirado los etruscos para escapar alas consecuencias de su derrota y, concretamente, la gigantesca superficie poblada de árboles que se extendía al este de la Galia latinizada y en la cual los últimos salvajes de Europa resistían aún a las legiones. Esa "tierra informe" no era del gusto de los romanos: no era agradable a la vista ni para habitarla. ¿Qué belleza podía exhibir a los ojos de gente que apreciaba la naturaleza cuando esta se trnasformaba por obra de la acción civilizadora, y que prefería decididamente el encanto bucólico de una campuña en la que se advertía la impronta del trabajo y la ley, en vez del desorden frondoso y húmedo del bosque herciliano? Ese paisaje romano con los valores que se le asocian, implantado por la colonización enla vecindad de las ciudades hasta las orillas del Rin y en Bretaña, perfilaría la figura de una polaridad entre lo salvaje y lo doméstico dela que somos tributarios aún en nuestros días. Ni mpropiedad de las cosas ni expresi+on de una naturaleza humana intemporal, esta oposición tiene una historia propia, condicionada por un sistema de ordenamiento del espacio y un estilo alimentario que de ninguna otra manera podemos generalizar respecto de otros continentes.

Aun en Occidente, por lo demás, la linea demarcatoria entre lo salvaje y lo doméstico no siempre se trazó tan claramente como pudo haberse fijado en la campiña del Lacio. Al comienzo de la Alta Edad Media, la fusión progresiva de las civilizaciones romana y germánica dio origen a una atenuación del contraste entre zonas cultivadas y no cultivadas. En el paisaje germánico tradicional, el espacio no agrícola se anexaba en parte a la aldea. Más allá de pequeños caseríos muy dispersos en torno a claros arables se extendía un vasto perímetro de bosque sometido a la explotación colectiva: en él se practicaban la caza y la recolección, se extraía madera para lumbre, construcción y herramientas, y se llevaba a los cerdos a la montanera. La transición entre la caza y el bosque profundo, era, entonces, muy gradual; como escribe Georges Duby, "esta compenetración del campo y el espacio pastoral, forestal y herbajero es, sin duda, el rasgo que distingue con mayor claridad al sistema agrario 'bárbaro' del sistema romano, que disociaba el ager del saltus". Ahora bien,la organización romana del espacio se degradó, en los siglos VII y VIII, con el cambio de los hábitos alimentarios y la creciente inseguridad que imperaba en regiones de llanura imposibles de defender. El tocino y la grasa reemplazaron al aceite, la carne de caza mayor sustituyó a la del ganado incluso en las casas ricas, y los productos del saltus y la silva se impusieron a medida que la situación de las grandes fincas agrícolas empeoraba. De esta hibridación entre el dualismo romano y la organzación concéntrica de tipo germánico nació el paisaje del Occidente medieval, en el cual, a pesar de las apariencias, la frontera entre ecúmene y ereme ya no era tan marcada como lo había sido algunos siglos antes.

Más allá de naturaleza y cultura. PHILIPPE DESCOLA

ONTOLOGIA
Una ontología es un sistema de distribución de propiedades. El hombre da una u otra propiedad a este o a aquel "existente", ya sea un objeto, una planta, un animal o una persona. Una cosmología es el producto de esa distribución de propiedades, una organización del mundo dentro de la cual los "existentes" mantienen cierto tipo de relación.

Ontologias como sistema de distribucion de propiedades

Cuando hablamos de "interioridad", un término bastante vago, hay que entenderla como una gama de propiedades reconocidas por todos los seres humanos y que coinciden en parte con lo que solemos llamar "espíritu", "alma" o "conciencia", aptitud para significar o soñar. También pueden incluirse en el término los principios inmateriales a los que se considera causantes de la animación, como el aliento o la energía vital, a la vez que nociones aún más abstractas, como la idea de que comparto con otros una misma esencia, un mismo principio de acción o un mismo origen, en ocasiones objetivadas en un nombre o un epíteto que nos resultan comunes. Se trata, en suma, de la creencia universal de que existen características internas del ser, u originadas en él, sólo adivinables en circunstancias normales por sus efectos, y a las que se estima responsables de su identidad, su perpetuación y algunos de sus comportamientos típicos. En contraste, la "fisicalidad" concierne a la forma exterior, la sustancia, los procesos fisiológicos, perceptivos y sensoriomotores, incluso el temperamento o la manera de actuar en el mundo, en cuanto manifiestan -se presume- la influencia ejercida sobre las conductas o los habitus por humores corporales, regímenes alimenticios, rasgos anatómicos o un modo de reproducción particulares. La fisicalidad no es, por ende, la simple materialidad de los cuerpos orgánicos o abióticos, sino el conjunto de las expresiones visibles y tangibles que adoptan las disposiciones propias de una entidad cualquiera cuando se las considera resultantes de las características morfológicas y fisiológicas intrínsecas de esa entidad.

La institución de los colectivos: Polivalentes, dado que responden por hipótesis a disposiciones universales, los modos de identificación alcanzan existencia pública en las ontologías que privilegian uno u otro de ellos como principio de organización de régimen de los existentes. Cada una de esas ontologías, a su vez, prefigura una modalidad de colectivo más especialmente adecuada para la reunión, en un destino común, de los tipos de seres distinguidos por ella, así como para la expresión complementaria de sus propiedades en la vida práctica, Así entendido, un colectivo corresponde en parte, pero sólo en parte, a lo que denominamos "sistema social". El término "colectivo" se toma aquí en el sentido en que lo ha popularizado Bruno Latour, es decir, como un procedimiento de reunión, de recolección, de humanos y no-humanos en una red de interrelaciones específicas; en esta acepción, se distingue de la noción clásica de "sociedad" en razón de que esta no se aplica de derecho sino al conjunto de los sujetos humanos, apartados debido a ello del tejido de relaciones que mantienen con el mundo no-humano. Si consideramos valederas las muy diversas ideas que los pueblos sehan forjado de sus instituciones en el transcurso de la historia, no se puede sino comprobar que en contadas oportunidades esas concepciones logran aislar lo social como un régimen separado de existencia y de preceptos que sólo gobierna la esfera de las actividades humanas.

Por lo demás, aun cuando se las tome en consideración, las "teorías sociológicas" vernáculas lo son a menudo mutiladas para mantener en ellas únicamente lo que atañe al gobierno de los humanos: concepciones del parentesco, del poder, de la división del trabajo, de las jerarquías estatuarias, todo esto cobra relieve contra el telón de fondo de la filosofía política y la sociología de los modernos, y medido con esta vara resulta de inmediato incongruente y merecedor, por ende, de las copiosas explicaciones que la antropología se apresta a suministrar para dar razón de la unidad de las disposiciones sociales por detrás de las aparentes diferencias de sus expresiones instituidas. No se trata, entonces, de lo que se explica, sino de lo que debe ser explicado. si admitimos esto y reconocemos que, hasta muy poco tiempo atrás, la mayor parte de la humanidad no hacía distinciones tajantes entre lo natural y lo social, ni pensaba que el tratamiento de los humanos y el de los no-humanos correspondieran a dispositivos completamente separados, será necesario contemplar los diversos modos de organización social y cósmica como una cuestión de distribución de los existentes en colectivos: ¿quién se incluye con quién, de qué manera y para hacer qué?.

NATURALISMO
El naturalismo es la aproximación que define la concepción del mundo en Occidente, generando una separación entre cultura y naturaleza. Un paradigma que provoca constantes conflictos y rupturas. Naturalista es la sociedad europea que colonizó a los pueblos americanos.

El naturalismo se basa en la idea –desde el siglo XVII, digamos– de que los humanos forman una especie aparte, por su mundo interior, por sus capacidades subjetivas, por sus capacidades de reflexión, etc. Pero, al mismo tiempo, se sabe también, prácticamente desde esa misma época, que los humanos están gobernados por las leyes de la física y de la química y que no se distinguen, en realidad, de los demás seres del mundo desde este punto de vista.

Lo que diferencia a los humanos de los no-humanos es, al criterio naturalista, la conciencia reflexiva, la subjetividad, el poder de significar, el dominio de los símbolos y el lenguaje por medio del cual esas facultades se expresan, asi como se considera que los grupos humanos son capaces de distinguirse unos de otros por su manera particular de valerse de esas aptitudes, en virtud de una especie de disposición interna que durante mucho tiempo se ha dado en llamar "espíritu de un pueblo" y que hoy preferimos denominar "cultura".

El naturalismo engendró una división impermeable entre ciencias de la naturaleza y de la cultura. Unas se consagran exclusivamente a los organismos, los agujeros negros o los campos magnéticos; las otras, al estudio de las costumbres, las instituciones o las lenguas. La división fue eficaz, pues permitió a Occidente alcanzar un fantástico progreso del conocimiento. Pero también nos condujo a estudiar a los pueblos no modernos con la lupa de nuestras propias categorías dualistas, cuando la mayoría de ellos no hace una distinción precisa entre naturaleza y cultura. Desde que comenzó a existir, hace un siglo, la antropología se pregunta por qué ciertos pueblos atribuyen a los animales propiedades culturales que nosotros sólo reservamos a los humanos. ¿Por qué creen que los animales tienen una vida social como la nuestra, preceptos éticos o un alma? La respuesta es que mientras nosotros creemos que la posesión del lenguaje distingue radicalmente a los hombres del resto de los organismos, esos pueblos establecen continuidades. En la ontología naturalista, la posición de sujeto se confina a una sola especie, la humana.

Descartes postula una separación absoluta entre la materia y el espíritu, entre la extensión y el intelecto, entre lo que compete a la mecánica y lo que procede del entendimiento volcado sobre sí mismo. ¿En qué consiste, entonces, la diferencia entre los animales y los seres humanos, dado que tienen las mismas necesidades, los mismos hábitos, los mismos conocimientos elementales, y que solo la experiencia instruye tanto a unos como a otros? El punto de ruptura se produce con el lenguaje, que permite a los humanos elevarse al pensamiento reflexivo, mientras que los animales son incapaces de abstracción, impotentes para interrogarse acerca de si mismos. El ser humano, al contrario, puede compararse con todo lo que lo rodea, "entra en sí mismo y sale de sí mismo"; gracias al lenguaje, tiene acceso a la introspección, las inferencias y las generalizaciones, sus conocimientos se multiplican y, al superar al animal en el uso y el desarrollo de capacidades que, empero, son comunes, termina por diferenciarse de él.

Por lo demás, aunque las disposiciones para sentir y pensar son comparables, las almas en que esas disposiciones tienen su fuente no lo son: la de los humanos es inmortal, y mortal la de los animales. Hay en esto algo más que un influencia de la teología; debemos ver en esa idea una profunda convicción de que el desarrollo desigual de las aptitudes tiene su origen en una diferencia ontológica más radical: "Las facultades que nos han tocado en suerte demuestran que, si pudiésemos penetrar en la naturaleza de esas dos sustancias (el alma de los humanos y la de los animales), veríamos que son infinitamente diferentes. Nuestra alma no es, entonces, de la misma naturaleza que el alma de las bestias".

Los filósofos rara vez se preguntaron: "¿Que hace del ser humano un animal de un género particular?" y prefirieron a este interrogante la pregunta típica del naturalismo: "¿Cuál es la diferencia genérica entre los humanos y los animales?". En la primera pregunta, la humanidad es una forma particular de animalidad, definida por la pertenencia a la especie Homo Sapiens; en la segunda, es un estado exclusivo, un principio auto referencial, una condición moral.

Separación cultura naturaleza
La separación del hombre de la naturaleza se fue haciendo por etapas. La primera se remonta a los antiguos griegos, con la invención de la naturaleza como physis: un objeto de investigación que no está sometido a caprichos divinos, sino a leyes que vuelven previsible la naturaleza. El cristianismo marca la segunda etapa de la trascendencia, que supone, a la vez, la exterioridad con respecto al mundo del Creador y del hombre, puesto que Dios le ha reservado un status especial. La tercera etapa es la revolución científica del siglo XVII: una forma de enmarcar el mundo con invenciones como el microscopio, el telescopio... La naturaleza se volvió entonces autónoma y observable.

En un famoso ensayo, Panofsky muestra que la invención de la perspectiva lineal, en la primera mitad del siglo XV, indujo una nueva relación entre el sujeto y el mundo, entre el punto de vista de quién mide con la mirada y un espacio sistematizado, donde los objetos y los intervalos que los separan no son más que variaciones proporcionales de un continuum sin fallas. La perspectiva moderna, aspira a restituir la cohesión de un mundo perfectamente unificado en un espacio racional, construido según reglas matemáticas para escapar a las coacciones psicofisiológicas de la percepción. El espacio infinito y homogéneo de la perspectiva lineal se construye y orienta a partir de un punto de vista arbitrario: el de la dirección de la mirada del observador. En consecuencia, lo que sirve de punto de partida para la racionalización de un mundo de la experiencia es que el espacio fenoménico de la percepción se transpone en un espacio matemático es una impresión subjetiva. Esa "objetivación de lo subjetivo" produce un doble efecto: crea una distancia entre el ser humano y el mundo, a la vez que pone en manos del primero la condición de la autonomización de las cosas, y sistematiza y estabiliza el universo exterior, al tiempo que le confiere al sujeto el dominio absoluto de la organización de esa exterioridad recién conquistada. De modo tal, la perspectiva lineal instituye, en el ámbito de la representación, la posibilidad de ese cara a cara entre individuo y naturaleza que llegará a ser característico de la ideología moderna, y cuya expresión artística será la pintura paisajística.

El privilegio otorgado a la vista, en desmedro de las otras facultades sensibles, condujo a una autonomización de la superficie que la física cartesiana sabría explotar y que favoreció, asimismo, la expansión de los límites del universo conocido gracias al descubrimiento y la cartografía de nuevos continentes. Ahora muda, inodora e impalpable, la naturaleza se vació de toda vida. Olvidada la buena madre, desaparecida la madrastra, sólo quedaba el autómata ventrílocuo del cual el hombre podía mostrarse como "dueño y señor".

En el pensamiento griego, sobre todo en Aristóteles los seres humanos siguen formando parte de la naturaleza. Su destino no está disociado de un cosmos eterno, y su capacidad de acceder al conocimiento de las leyes que lo rigen les permite situarse en él. Para que la naturaleza de los modernos cobre existencia, hacía falta entonces una segunda operación de purificación: que los humanos llegaran a ser exteriores y superiores a la naturaleza. Esta segunda transformación radical la debemos al cristianismo, con su doble idea de la trascendencia del hombre y de un universo extraido de la nada por la voluntad divina. La Creación da testimonio de la existencia de Dios, de su bondad y de su perfección, pero sus obras no deben donfundirse con Él, y no hay que apreciar por sí mismas las bellezas de la naturaleza: proceden de Dios, pero Dios no está presente en ellas. Como el hombre también ha sido creado, toma su significación de ese acontecimiento fundacional. Por lo tanto, no tiene su lugar en la naturaleza como un elemento entre otros, no es "por naturaleza" como las plantas y animales, y ha trascendido el mundo físico; su esencia y su devenir competen en adelante a la gracia, que está más allá de la naturaleza. De ese origen sobrenatural, el hombre infiere el derecho y la misión de administrar la Tierra: si Dios lo formó el último día del génesis, fue para que ejerciera el control sobre la Creación y la organizara y acondicionara según sus necesidades. Así como Adán, al recibir el poder de nombrar a los animales, fue autorizado a introducir su orden en la naturaleza, sus descendientes al multiplicarse sobre la faz de la Tierra.

Obsesionada por la idea de la Creación y sus consecuencias, la Edad Media también hace suyas ciertas lecciones de la Antiguedad. Abundan entonces ls síntesis sobre la unidad de la naturaleza que combinan la exégesis bíblica con elementos de la física griega, sobre todo a partir del siglo XII, cuando se redescubren las obras de Aristóteles. La exterioridad del mundo adquiere carácter manifiesto a través de una metáfora que recorre por entero la Edad Media: en toda su diversidad y armonía, la naturaleza es como un libro en que puede descifrarse el testimonio de la creación divina. El libro de la naturaleza es inferior, sin duda, a las Sagradas Escrituras, porque Dios, ser trascendente, sólo se revela de manera imperfecta en sus obras. El mundo, por lo tanto, debe leerse como una ilustración, un comentario, un complemento del verbo divino.

Para Santo Tomás de Aquino, su teología natural se apoya ya en Aristóteles para mostrar los efectos respectivos de las causas finales -el intelecto de Dios- y las causas eficientes -el agente natural- en la organización del mundo. Retomando la idea aristotélica de que la naturaleza no hace nada por azar, Tomás de Aquino comparte su finalismo sin matices: todo demuestra que las formas y los procesos de los objetos naturales son los mejor adaptados a sus funciones. Todo indica, asimismo, que los descendientes de Adán están destinados a ocupar el primer lugar en este mundo, y a gobernar la jerarquía de las criaturas inferiores, porque "es conforme al orden de la naturaleza que el hombre domine a los animales". Puesto qua la inteligencia de Dios estaba en el origen de la creación de los seres vivos, era conveniente que algunos de estos pudiesen participar de esa facultad, a fin de que les fuera posible aprehender, en la perfección del universo, la bondad del designio divino. Dotado a tal efecto de la razón y el saber, el hombre queda así aparte del resto de la Creación, una supremacía que deriva de la intención divina y que exige, en consecuencia, humildad y responsabilidad.

TOTEMISMO
En el totemismo (por ejemplo pueblos indígenas australianos y de Norte América), los humanos y los no humanos comparten propiedades físicas y morales que los clasifican juntos según diferentes categorías: puede ser el color de la piel, la morfología (ser "redondo" o "anguloso") u otras características particulares (ser lento o nervioso). Un hombre podrá decir que un canguro es exactamente igual a él basándose en un principio común del cual ambos descenderían (la vivacidad, por ejemplo). El sueño remite, en una aproximación inicial, a todo lo que se relaciona con los tiempos de la formación del mundo, tal como se la narra en los relatos rituales que acompañan a las ceremonias totémicas. En ellos se dice que seres originarios surgieron antaño de las profundidades de la tierra, en sitios identificados con precisión, y que algunos de ellos se embarcaron en peregrinaciones salpicadas de peripecias, cuyos trayectos y paradas siguen siendo legibles en la materialidad del medioambiente bajo la forma de peñones, puntos de agua, bosquecillos o yacimientos de ocre.

Esos seres desaparecieron tan repentinamente como habían aparecido, ya sea en el lugar mismo de su surgimiento o al final del viaje, después de haber dejado tras ellos, cada uno por su lado, a una parte de los existentes actuales en toda su pluralidad: hombres, plantas y animales con sus respectivas afiliaciones totémicas, así como los nombres que los designan, los ritos y los objetos culturales, y también los elementos orgánicos o inorgánicos del paisaje. A la vez parteros y prototipos de la realidad social y física, esos seres del Sueño son presentados casi siempre como híbridos de humanos y no-humanos ya distribuidos en grupos totémicos en el momento de su llegada. Son humanos por su comportamiento, el dominio del lenguaje, la intencionalidad que exhiben en sus acciones, los códigos sociales que respetan y establecen, pero tienen la apariencia o llevan el nombre de plantas o animales y son el origen de los reservorios de espíritus, depositados en los lugares donde ellos desaparecieron, que se incorporan desde entonces a los individuos de la especie o del objeto que representan y a los humanos que tienen esa especie o ese objeto por tótem.

El Sueño es algo muy diferente de una manera aborigen de designar esos tiempos míticos a los cuales muchos pueblos suelen remitir la génesis fabulosa de los seres y las cosas, pues durante esa aurora del mundo –para utilizar la fórmula de Radcliffe Brown-, se desencadeno un movimiento de generación continua cuyos efectos se hacen sentir aun en nuestros días. La potencialidad que los seres del Sueño dejaron en sitios e itinerarios se actualiza sin cesar merced a la incorporación sucesiva de sus espíritus a entidades de diversos tipos, así como a los ritos, los procedimientos de nominación y los reiterados recorridos por medio de los cuales los aborígenes hacen tangible y vivaz la presencia oculta de esas entidades que, al modelar los seres y las cosas, dieron sentido y orden al mundo. El Sueño, en consecuencia, no es ni un pasado rememorado ni un presente retroactivo, sino una expresión de la eternidad verificada en el espacio, un marco invisible del cosmos que garantiza la perennidad de sus subdivisiones ontológicas. En cuanto a los seres del Sueño, no es posible asimilarlos a los clásicos héroes míticos, porque su impulso ordenador, en parte materializado en tal o cual rasgo del paisaje, se mantuvo empero sin interrupción después de que ellos abandonaran la superficie de la tierra. Tampoco son ancestros en sentido estricto, pues cada existente, humano o no-humano, está ligado a la entidad que lo determina por una relación directa de duplicación, presentificación o formalización, no por una filiación que se despliega de generación en generación. Así, en Australia, la organización totémica, es decir, la asociación entre entidades y fenómenos no-humanos y grupos de personas humanas, supone un proceso, a la vez originario y en desarrollo constante, de fijación de esencias y formas de vida ya diferenciadas en clases y tipos, dentro de las cuales los componentes sociales y físicos están inextricablemente mezclados. Como dicen Spencer y Gillen con referencia a los Arandas, no solo "la identidad de un humano está a menudo inmersa en la del animal o la planta de los que se considera procedente", sino que esa misma identidad mixta combina rasgos de comportamiento, dispositivos y objetos rituales, taxonomías a la vez sociológicas y biológicas, nombres y relatos, sitios y trayectos –elementos, todos ellos, que costaría mucho distribuir a uno y otro lado de una línea imaginaria que separa a la naturaleza de la cultura-.

Entre los yualayis, un hechicero puede entregar un animal de su especie totémica –un alter ego, dice Elkin- a un enfermo para que su fuerza lo cure; estos mismos aborígenes consideran que una herida infligida a un animal totémico hace sufrir al hechicero asociado a la especie. Una serie de diferencias saltan a la vista cuando se compara este totemismo individual del sudeste australiano con los lazos particulares que anudan los hombres y algunos animales en los sistemas animistas. Las relaciones entre un chamán amazónico o siberiano y sus espíritus animales auxiliares, o entre un hombre común y corriente y su animal guardián o familiar en América del Norte, conciernen siempre a individuos, y no a especies, aun cuando el animal pueda, llegado el caso, actuar de intermediario entre sus congéneres. En Australia, al contrario, la relación se establece con la especie como conjunto indisociable, y el animal amansado que el hechicero exhibe no es más que una expresión singularizada de las características propias de la especie en general. Por añadidura, las personas humanas y animales son bien distintas en los sistemas animistas, lo cual permite, justamente, que se teja entre ellas toda una gama de relaciones diádicas de individuo a individuo, mientras que la persona del hechicero australiano parece fusionada por completo con la especie animal que él ha tomado por tótem: la esencia de la especie se ha convertido en su esencia, y el mismo experimenta en carne propia todo lo que le afecta a un miembro cualquiera de la colectividad animal, cuyo destino comparte de ahora en más. Así pues, en este caso no se trata de una alianza o un contrato de asistencia suscripto entre el hechicero y su especie totémica, sino de la hibridación buscada y asumida cuya finalizad es social, sin duda –el tratamiento y la propagación del infortunio entre los hombres-, pero cuya realización concreta exige la adquisición de propiedades compartidas con una especie animal.

Los wotjobaluks dicen que "la vida de un murciélago es una vida de hombres, con lo cual dan a entender una afinidad en sus formas de existencia, mientras que los kurnais hacen más hincapié en la filiación compartida: Cada descendiente de Yeergun (un reyezuelo) es un hermano, cada descendiente de Djeetgun (una curruca) es una hermana". Aquí volvemos a encontrar la idea general de que entre humanos y no-humanos existe una comunidad de propiedades compartidas, y lo bastante estables como para transmitirse a través de las generaciones, pero esta idea se expresa de manera mucho más vaga que en el caso del totemismo individual.

El totemismo "concepcional" de los Arandas y los aluridjas tiene sus particularidades en lo referido a su principio. En efecto, el tótem de cada niño no se relaciona con el sexo o la filiación, sino con el lugar donde la madre se enteró de su embarazo, ya sea que haya estado efectivamente allí o que lo haya visitado en el sueño. Se trata, desde luego, de un sitio totémico, es decir, un sitio donde un ser del Sueño ha depositado almas-niños de su especie totémica; de una de estas se dice que ha penetrado en la matriz de la madre para formar en ella al recién nacido. Por lo tanto, un niño aranda no tendrá necesariamente el mismo tótem que su padre, su madre o sus hermanos y hermanas, pues las subyecciones que actúan como clases matrimoniales no tienen, en este caso, ninguna relación con las filiaciones totémicas.

Los clanes australianos son patrilineales o matrilineales, pero algunos también son "nativos", en cuanto agrupan a todos los individuos concebidos o nacidos en un mismo sitio totémico. El totemismo de los clanes matrilineales se basa en el principio de que todas las personas ligadas entre sí por línea materna ascendente comparten una misma sustancia corporal (carne y sangre), derivada, en última instancia, de la entidad totémica de la que proviene el clan, y esa comunidad física induce una exogamia estricta y la prohibición de consumir la especie totémica, porque la misma sustancia no puede acumularse en un individuo.

Los tótems y los miembros de cada subsección se identifican, entonces, por una combinación especifica de tres propiedades que definen un comportamiento (rápido o lento), un tipo de humor (sangre caliente o sangre fría) y una dimensión o volumen (redondo o chato). Así, un "redondo rápido de sangre caliente" deberá desposar a una "redonda lenta de sangre caliente"; un "redondo rápido de sangre fría" se casara con una "redonda lenta de sangre fría"; un "chato rápido de sangre caliente" lo hará con una "chata lenta de sangre caliente", y un "chato rápido de sangre fría" se unirá a una "chata lenta de sangre fría". A primera vista, ese sistema parece muy restrictivo, porque un hombre de una subsección a cuyos miembros considera de contextura robusta, pelo ondulado, rostro ancho y pequeña estatura, deberá tomar por su esposa en la subsección prescripta por las reglas de matrimonio y a cuyos integrantes, por su parte, se considera de figura esbelta, pelo lacio, rostro angosto y de gran talla; sus hijos heredaran algunos atributos del padre y otros de la madre, cuya combinación, diferente de la de cada uno de los progenitores, corresponderá supuestamente a los atributos de los miembros de la subsección en la que ellos mismos sean incluidos. De hecho, los aborígenes no se sienten demasiado perturbados cuando las características físicas de un individuo no corresponden a la norma de su subsección. De todas formas, a veces sucede, como entre los murinbatas de la tierra de Arnhem, que los niños son clasificados en la subsección que mejor se ajusta a su conformación cuando esta se aparta en demasía de la norma reconocida en la subsección pertinente.

El alma debe entenderse, en este caso, como un principio productor de identidad e individuación surgido de la reserva de esencias totémicas, que confiere a cada uno de sus anfitriones una especie de garantía de conformidad con el paradigma ontológico eterno instituido otrora por un ser del Sueño.

Un ejemplar cualquiera de mi especie totémica no es para mí una individualidad con la que yo mantenga una relación de persona a persona, como sucede en la ontología animista, sino que constituye una expresión viva y coyuntural de ciertas cualidades materiales y esenciales que comparto con él, cualidades que serán afectadas si lo mato para comerlo, porque remiten a una matriz inmutable de la que ambos somos una emanación. Lejos de aprehenderse recíprocamente como sujetos involucrados en un trato social, humanos y no-humanos no son más que la materialización singularizada de clases de propiedades que trascienden sus existencias particulares.

Los colectivos totémicos tienes sus diferencias, pero son homogéneos en el nivel del sistema que los engloba, porque son híbridos por su contenido y, en especial, heterogéneos en sus principios de composición, puesto que hay numerosas clases de colectivos totémicos, al menos en Australia: bajo la égida de uno o varios tótems, los humanos pueden agruparse en comunidades de sexo, de generación, de culto, de lugar de concepción o de nacimiento, de afiliación clánica, de clase matrimonial, y pertenecer con frecuencia a varios de esos colectivos a la vez. Algunas de estas unidades totémicas son exogámicas de hecho o de derecho –las clases matrimoniales, las mitades de sexo, los clanes-; otras no lo son –los grupos culturales y aquellos a menudo idénticos a estos, cuyos miembros han recibido su alma-niño en el mismo sitio-, y otros, por último, son explícitamente endogámicas: las mitades generacionales. Esto confirma que la especie natural –o las diferencias naturales entre especies- no constituye el modelo analógico que le permite al grupo totémico concebirse como una totalidad sui generis, dado que, en contraste con las plantas y los animales que son endogámicos dentro de la especie, la mayoría de las veces los componentes humanos de un colectivo totémico deben buscar a sus cónyuges en otro colectivo. Puede decirse incluso que, debido a que humanos y no-humanos forman juntos colectivos interespecíficos sin parangón alguno con esas colecciones de individuos que son las especies, se abre la posibilidad de uniones entre grupos humanos íntimamente asociados, no obstante, a especies distintas de plantas y animales que no pueden aparearse entre sí.

Como Lévi-Strauss lo advirtió con claridad, el conjunto abarcativo formado por los diferentes grupos totémicos no puede representarse a partir de los agrupamientos propuestos por el mundo natural; el único modelo disponible sería la especie, porque el género es una ficción taxonómica; pero la especie, justamente, no puede descomponerse en segmentos contrastivos análogos a los colectivos totémicos.

No obstante ello, es necesario distinguir aquí entre el principio de reclutamiento ontológico dentro de los colectivos totémicos, que no discrimina entre humanos y no-humanos, y las funciones diferenciadas que cumplen las distintas clases de colectivos. En Australia, esas funciones se sitúan a lo largo de un continuum que va de una instrumentalización de los humanos por los no-humanos, pasando por una situación intermedia en la que los humanos intervienen como agentes de una finalidad a la vez humana y no-humana, en cuanto son los mediadores rituales y los beneficiarios de la fertilidad cósmica.

Las clases matrimoniales son el ejemplo por excelencia de los grupos totémicos del primer tipo: las entidades totémicas incluidas con los humanos en las mitades, las secciones o las subsecciones, así como las plantas y los animales que están afiliados a ellas, no tienen nada que ganar en las distribuciones taxonómicas y los intercambios de cónyuges que esas unidades exogámicas contribuyen a llevar a cabo por iniciativa y para beneficio exclusivo de los humanos: para los canguros, los bandicuts y los varanos es indiferente que una mujer-canguro se case con un hombre-bandicut y traiga al mundo niños-varanos. Las plantas, los animales, los tótems y los seres del Sueño se mantienen ajenos a esos juegos de la alianza y la filiación por medio de los cuales la parte humana de los colectivos se reproduce combinando los recursos de los diversos grupos totémicos. En vista que los animales y los vegetales, en contraste, se reproducen dentro de su especie, es decir, en el seno mismo del colectivo totémico, y dado que se perpetúan al margen de la compleja mecánica de los intercambios exogámicos regidos por las clases de matrimonio, sólo figuran en estas de manera subalterna, como indicadores cómodos que sintetizan los atributos contrastivos puestos en vigencia en la alianza matrimonial de los humanos (para los tótems), o como ilustraciones del carácter exhaustivo y coherente dela clasificación general del cosmos realizado por las clases (para las especies asociadas).

Sucede de otra manera con las diferentes formas de totemismo concepcional. En este tipo de grupo totémico, en efecto, los miembros humanos del colectivo están obligados a celebrar ritos periódicos destinados a asegurar la fertilidad de la especie asociada a su tótem; y lo hacen en el sitio mismo en que un ser del Sueño se manifestó antaño, y de donde proviene su identidad totémica, pues cada uno de ellos es el producto de la actualización de un alma-niño idéntica procedente de la reserva depositada en ese lugar por el ser del Sueño al mismo tiempo que las almas-niños de la especie en cuestión.

Los miembros humanos de un grupo totémico concepcional tienen así la responsabilidad de velar por la propagación de un componente animal o vegetal de su colectivo, tarea que las incumbe en virtud de que comparten con ese componente un mismo origen ontológico y responden a la misma clase prototípica de atributos. Sería un exceso decir que, en esta reproducción parcialmente delegada, los no-humanos se valen de los humanos para alcanzar sus propios fines, porque los ritos de multiplicación de las plantas y de los animales también se celebran en beneficio de los miembros humanos de los otros grupos totémicos que se alimentan de ellos, y ese tipo de colectivo es, además, el marco de rituales destinados con exclusividad a la individualización de los humanos. Empero, humanos y no-humanos son aquí, como mínimo, solidarios en la ambición de garantizar la perennidad de lo viviente en cada una de sus clases encarnadas.

Los colectivos fundados en una filiación o un sitio de concepción totémicos compartidos no sólo contribuyen al crecimiento de sus componentes no-humanos: son también el medio elegido por las entidades totémicas para perpetuarse a través de la apropiación del proceso reproductivo de los humanos. En todo el continente, en efecto, las representaciones de la concepción coinciden en un punto que Ashley Montagu destacó hace mucho: "Ni el padre ni la madre contribuyen en nada que sea de naturaleza física o espiritual a la existencia del niño". Como bien lo muestra Merlan en su estudio comparativo de las teorías aborígenes de la reproducción humana, los hijos son siempre el fruto que adviene cuando la madre ha incorporado un alma-niño depositada por un ser del Sueño en un sitio totémico. Antes de realizarse como fetos, las almas-niños llevan una vida autónoma, a menudo bajo la forma de animales y plantas que pueden ser ingeridos por la madre, a quien ve como un simple receptáculo, una suerte de incubadora que permite al alma-niño desarrollarse hasta el momento del nacimiento. De temperamento festivo, según se dice, esas simientes están a la espera de un cuerpo humano al que dotarán de los atributos propios del ser del Sueño del que han salido, y se ocupan, en lo esencial, "de buscar madres por cuyo intermedio puedan renacer". Las descripciones de los etnólogos no dejan casi ninguna duda de que los humanos son los meros vectores de la actualización buscada por una entidad totémica.

Los padres, en consecuencia, son poco más que un padre adoptivo y una madre portadora, los instrumentos que consienten la perpetuación de una de las dimensiones de un tótem que se objetiva en un humano, quien se convierte a su vez, y por ello, en un componente desde siempre presente del colectivo intrínsecamente híbrido que un ser del Sueño instituyó antaño.

Es lícito preguntarse, entonces, si se puede siquiera hablar de ascendientes humanos, dado que la vida humana en su totalidad parece no ser más que el soporte del que los tótems de filiación se apoderan para revelarse en cada generación sucesiva. Empero, sin poner en tela de juicio la importancia crucial que el ejercicio y la transmisión de esos derechos pueden tener para las actividades de subsistencia de los humanos, así como para su identificación con un espacio aún animado por las propiedades que un ser del Sueño le ha insuflado, hay que señalar que los mimbros del clan no son más que los custodios y usufructuarios de los sitios de donde procede su tótem y del territorio que aquel ser modeló otrora con sus peregrinaciones; ellos son, al igual que el paisaje, la emanación encarnada y al mismo tiempo el canal por medio del cual persiste vivaz su acción creativa en un lugar. Como escribe Povinelli, "no es que los humanos se transmitan sitios de generación en generación, sino, más bien, que la fuerza mítica interior de los sitios se perpetúa a través del cuerpo de los humanos". No podría decirse con mayor claridad que los humanos son aquí los celosos auxiliares de una finalidad inmanente y singularizada que los engloba y los supera a la vez.

En Australia, la multiplicidad de los tipos de colectivos totémicos y de las funciones que cumplen, así como las numerosas afiliaciones autorizadas por esta diversidad, son necesarias, probablemente, para que cada uno de los miembros humanos y no-humanos que los componen les saquen provecho: identificación con un lugar y una clase prototípica de atributos encarnados por no-humanos (para los humanos), cada elemento de estas unidades híbridas depende de los otros, en un gran intercambio de servicios en el que los respectivos aportes terminan por confundirse –tan fuerte es el cemento que los une en una totalidad ontológica con raíces en un espacio común-. Desde ese punto de vista, parece necesario relegar el totemismo de las secciones matrimoniales al rango de fenómeno subalterno –y probablemente tardío-, a pesar de la importancia que la literatura antropológica ha atribuido a esas instituciones. Si bien las clases matrimoniales son en verdad, como las otras unidades totémicas, síntesis específicas de atributos físicos y morales compartidos con no-humanos, siguen siendo ajenas a una dimensión fundamental de los colectivos australianos, a saber: la relación con un lugar, un espacio productos de identidad.

También es lícito preguntarse ya no cuáles son las funciones asignadas a los diversos tipos de colectivos totémicos, sino cuál es la finalidad misma de esa organización segmentada, a primera vista bastante extraña y contraintuitiva, pues mezcla humanos y no-humanos con intereses solidarios en totalidades específicas que podrían mantener su autonomía, a la vez que fuerza a esas unidades en apariencia autosuficientes a existir dentro de colectivos más vastos formados por su combinación. Una primera función de esta forma de distribución y asociación de los existentes es, a no dudar, de orden práctico, lo cual no significa en absoluto que baste para explicarla. Como Lévi-Strauss lo advirtió con claridad, la especialización funcional característica del orden totémico, que es análoga a la de las castas, permite optimizar la gestión de los medios necesarios para la vida, e introduce una rigurosa división del trabajo ontológico entre grupos complementarios calificados en la producción y reproducción de recursos localizados con los que esos grupos se identifican, aunque sin consumirlos. Pues bien, la paradoja de esta economía de sangría generalizada a nivel de un continente gigantesco consiste en que se presenta como una incesante labor para fabricar y mantener lo que parecería darse de manera natural: los productos imprescindibles para la subsistencia (con los ritos de multiplicación de las especies) y los humanos que son necesarios para producirlos (cuando cada grupo totémico pone a disposición de los otros mujeres "incubadoras" engendradas en su seno). En otras palabras, los colectivos totémicos aborígenes son máquinas sumamente especializadas en la creación y el mantenimiento de ciertos tipos de recursos, ya sea en beneficio de los otros colectivos ("vientres" para llevar sus almas-niños, plantas y animales para su alimentación), ya sea, dentro del mismo colectivo, para beneficio mutuo de sus componentes humanos y no-humanos: la reproducción de las especies totémicas que los humanos tienen a su cargo, la perpetuación de los tótems por intermedio del cuerpo de las mujeres, el acceso a los territorios de caza y recolección por la afiliación totémica.

Cuando se la considera en su dimensión colectiva, la ontología totémica adquiere también una especificación complementaria, muy propia de la morfología particular de ese tipo de organización e indispensable para que llegue a ser verdaderamente funcional. En cuanto modo de identificación, en efecto, el totemismo sólo reconoce una unidad de base, la clase totémica, que constituye una totalidad integral y autosuficiente porque proporciona el marco de la identificación de sus componentes humanos: como hombre emú, me asigno atributos físicos y morales salidos del ser del Sueño Emú, igualmente presentes en los emúes y en otros existentes con los que comparto un origen común y cuya fuente tangible se encuentra en sitios y rasgos del paisaje. Eso es todo lo que necesito para saber quién soy, de donde vengo y entre qué elementos del mundo me incluyo. Empero, si bien la clase totémica es, sin duda, la instancia fundamental que me provee de una identidad prototípica, no se trata de una condición suficiente como permitirme actuar con eficacia en el mundo. Para alcanzar ese fin debo establecer relaciones con otros existentes, y esto sólo es posible si los términos de esas relaciones se distinguen con claridad de mí mismo, es decir, si son exteriores a la comunidad ontológica que formo con todos los miembros humanos y no-humanos de mi clase. Esa unidad esencial que es la clase totémica no basta por sí misma, entonces, toda vez que quiere escapar al solipsismo y ejercer su acción más allá de las fronteras que su eidos le asigna; exige otros segmentos de la misma naturaleza, pero de composiciones diferentes, imprescindibles para el surgimiento de interacciones productivas y para la puesta en marcha de un dinamismo sociocósmico que recuerde las relaciones múltiples que los seres del Sueño entablaron antaño entre sí con el fin de animar el mundo y diversificarlo.

Sin embargo, la mera yuxtaposición de los colectivos totémicos no desemboca ipso facto en una totalidad de nivel superior, claramente representable como una entidad singular. Por otra parte, los itinerarios de los seres del Sueño, así como las filiaciones totémicas que sostienen, se despliegan en forma reticular a través de considerables distancias, de modo que las clases totémicas idénticas, por haber salido de sectores distintos de un mismo recorrido originario, se reencuentran en "tribus" diferentes, y no necesariamente adyacentes. En consecuencia, frente a la ambigüedad de los criterios que permitirían definir sin equívocos los principios de reclutamiento y los perfiles de un macrocolectivo "tribal" integrador de las clases totémicas, cada segmento está condenado a encontrar en los restantes los recursos necesarios para concebir su complementariedad con ellos en una combinación más amplia.

Ahora bien, el totemismo ofrece un medio de asegurar esa integración funcional de los segmentos sin pasar por su subsunción en un conjunto previamente dado, pues la identidad, ya no del individuo dentro del colectivo, sino del colectivo mismo como individuo pluralizado, está necesariamente relacionada con una toma de conciencia sobre aquello de lo cual se distingue, a saber: otros colectivos, un principio de especificación contrastiva sin razón de ser en el nivel de cada uno de sus elementos, que extraen de la clase prototípica todas las características intrínsecas necesarias para la definición de su ser. Así, la condición de la individuación de los segmentos es el reconocimiento de una alteridad contra cuyo telón de fondo se destaca con nitidez la especificidaddiferencial del segmento y, en consecuencia, de cada uno de sus miembros con respecto a los miembros de otros segmentos. Tal cual lo señala stéphane Breton en su crítica de la interpretación clasificatoria del totemismo, este sólo llega a funcionar como sistema social porque los miembros de un grupo totémico cerrado por definición logran aprehenderse con una mirada exterior al indentificarse con un tercer segmento cuyo papel consiste en devolverles la imagen del suyo.

A diferencia del animismo y el naturalismo, que elevan a la sociedad humana a la jerarquía de paradigma de los colectivos, el totemismo lleva a cabo una fusión inédita, al mezclar en conjuntos híbridos sui generis a humanos y no-humanos que se sirven unos de otros para generar un lazo social, una identidad genérica, un apego a lugares, así como recursos materiales y una continuidad generacional. Empero, lo hace fragmentando las unidades constitutivas a fin de que las propiedades de cada una de ellas sean complementarias y su montaje dependa de las desviaciones diferenciales que exhiben. Para calificar ese sistema, la antropología clásica osciló, por tanto, entre una definición que ponía el acento en la continuidad entre naturaleza y cultura (la lógica participativa) y otra que se atenía a una lectura cognitiva del fenómeno (la lógica clasificatoria). El problema radica aquí en que, si bien los colectivos totémicos son las unidades básicas del dispositivo organizador del universo, para los aborígenes, al menos, no provienen ni de una extensión de las categorías sociales que rigen la vida de los humanos (el sociocentrismo de Durkheim), ni del modelo propuesto por las discontinuidades entre las especies naturales (el intelectualismo de Lévi-Strauss), Si nos esforzamos por ser fieles a los que los aborígenes dicen de los principios que estructuran la existencia que llevan en común con una multitud abigarrada de no-humanos, más vale entonces afirmar que su totemismo es "cosmogénico". Así como el animismo es antropogénico porque toma de los humanos el mínimo indispensable para que los no-humanos puedan ser tratados como humanos, el totemismo es cosmogénico porque sitúa en grupos de atributos cósmicos preexistentes a la naturaleza y la cultura el origen de todo lo que es necesario para que nunca puedan discernirse las partes respectivas de esa dos hipóstasis en la vida de los colectivos.

Uno de los rasgos más desconcertantes del totemismo australiano es que no trata como personas a los elementos orgánicos del medioambiente, y ello a pesar del lugar decisivo que ocupan la fauna y la flora en la ontología y la economía de los aborígenes. Nada de rituales que apunten a ganarse la indulgencia de animales de caza vengativos, nada de chamanes que manejen las relaciones entre sociedades humanas y sociedades animales, nada de diálogo de las almas entre el cazador y su presa, ninguna indicación de que los canguros, los emúes o los ñames silvestres estén dotados de una interioridad que haya que tener en cuenta. No se trata de que esas clases de entidades dejen indiferentes a los aborígenes; muy por el contrario. En un modo de subsistencia fundado en la caza, la pesca y la recolección, se comprenderá que las plantas y los animales sean el objeto de saberes muy elaborados, así como de la constante atención de quienes viven entre ellos y los utilizan como sus medios de existencia: es indispensable conocerlos porque algunos son aptos para comer; todos son "aptos para pensar", a juzgar por su posición eminente en las clasificaciones totémicas, pero no son "aptos para socializar", al menos bajo la forma de comunidades autónomas de alter ego poseedores de instituciones análogas a las humanas. Las especies animales y vegetales se incluyen, sin duda, en los colectivos totémicos pues una u otra de ellas comparte con una u otra clase de humanos un origen y atributos prototípicos comunes; empero, no se invita a sus miembros a participar en las actividades sociales sino a modo de testigos subalternos: como piezas constitutivas del decorado otrora levantado por los seres del Sueño, como provisiones de boca que deben renovarse (en los ritos de "multiplicación"), como índices y vectores impersonales de la presencia y las intenciones de los demiurgos originarios, de quienes representan, al igual que los humanos, objetivaciones coyunturales. En síntesis: tanto en Australia como en el Occidente moderno, ni los animales ni las plantas son admitidos en la dignidad de sujetos. ¿Significa esto que un privilegio semejante estaría reservado a los humanos, únicos poseedores de un punto de vista sobre el mundo y de una capacidad de transformarlo? Esto es muy dudoso, si se piensa en el escaso margen de independencia de que gozan los aborígenes frente a entidades totémicas de diversos tipos que toman sus cuerpos para perpetuarse. Recordemos que los tótems de afiliación, los tótems de concepción, las almas-niños y hasta los sitios totémicos instrumentalizan a los humanos al servirse de su dinamismo y su vitalidad para reproducir, generación tras generación, el gran ordenamiento segmentado cuyos creadores, garantes o expresiones concretas son esas fuerzas siempre activas. Sin embargo, no por ello los humanos se convierten en marionetas manipuladas por tótems ventrílocuos, aunque su subjetividad parece derivar en gran parte de las propiedades incorporadas a la miríada de objetos reales y potenciales que los seres del Sueño depositaron en el mundo cuando le dieron forma y sentido. Esto es lo que Nancy Munn deja ver a las claras en su estudio sobre el pensamiento mítico de las tribus del desierto central.

Según los warlpiris y los pitjantjatjaras, la totalidad de su medioambiente presente constituye una especie de registro que consigna las innumerables huellas dejadas por los seres del Sueño, y cada singularidad que contiene puede reducirse a una parte de estos, al vestigio de una acción que emprendieron o a la realización automática de su designio que se complacieron en imaginar. Todo existente queda así ligado a una u otra de esas figuras prototípicas por una relación a la vez esencial y consustancial: de un modesto punto de agua se dirá que "es el cuerpo" de tal ser del Sueño, y lo mismo podrá afirmarse de la progenitora que este ha dejado en ese sitio bajo la forma de almas-niños y de los objetos rituales que encarnan su presencia.

En esa perspectiva, no se puede pretender que los humanos sean sujetos de otro modo que por derivación o procuración, pues su identidad física y moral depende de la que tienen las entidades primordiales de las que proceden. Esto es patente, por ejemplo, en el hecho de que un pitjantjatjara se identifique con el ser del Sueño de su lugar de nacimiento diciendo "yo" para referirse a él. De la misma manera, se dice de los lunares, los nevus y las manchas de nacimiento (djuguridja, "lo que pertenece a los ancestros") son, en el cuerpo de los humanos, recordatorios de las marcas distintivas que ostentaba el ser del Sueño del que provienen, marcas que aún se distinguen en las particularidades de un rasgo del relieve en que ese ser se ha transformado. Por consiguiente, la subjetivación de todo individuo humano se efectúa, en lo esencial, por medio de objetos de los que él es intrínsecamente solidario (elementos del paisaje, almas-niños, objetos sagrados), porque manifiestan y ponen en funcionamiento la subjetividad aún trémula de los seres del Sueño y, por ende, la suya propia, en cuanto se alimenta de esta. Así, la identidad de un aborigen está "alienada" en todo el sentido del término, ya que reside en las huellas dejadas en las cosas por las entidades que han producido la clase de la cual él es miembro, entidad cuya presencia él contribuye a actualizar por su actividad ritual. Como escribe Munn, "para los sujetos humanos, los objetos que llegan a incorporar signos de su propia presencia contienen ya signos de la presencia de otras entidades, a las que están subordinados y que los preceden en el tiempo". En esta dialéctica, que no atinamos en verdad a calificar de materialista o idealista, los sujetos originarios fundan el estado y la dinámica de las cosas al objetivar el mundo gracias a su subjetividad, mientras que los humanos son objetivados como sujetos por conducto de los objetos que los seres del Sueño han subjetivado.

No es de sorprenderse, entonces, que los animales y las plantas no sean personas, si los humanos son poco más que personificaciones de una realidad que los determina tanto en lo físico como en lo moral. En el mundo, todo se vincula a esas figuras primordiales del Sueño a quienes se debe la distribución de los seres y las cosas en clases, y todo se halla en la órbita perpetua de esos agentes ordenadores cuya esencia y propiedades materiales se expresan en los objetos más insignificantes. Nada se opone, pues, a que las plantas y los animales sean, a la vez, condensados de atributos que remiten a las esencias totémicas y sustancias genéricas sin verdadera interioridad, aptas por ello para convertirse en alimentos, porque su destrucción y su consumo no afectarán en absoluto el núcleo duradero de donde brota continuamente la irrigación ontológica.

Un hombre-zarigueya que coma una zarigüeya no provocará ningún daño a la "cualidad zarigueya" que define a uno y otra, dado que, cada uno a su manera, no son sino incorporaciones provisorias de dicha cualidad. En cambio, la destrucción irremediable del sitio-zarigueya de donde ambos proceden –acaso enterrado, como sucede a veces, debajo de un campo de golf o un supermercado- entraña no sólo la aniquilación de su identidad genérica ahora privada de su fuente dinámica, sino también, y sobre todo, la imposibilidad de perpetuar sus respectivos linajes, por falta de las simientes totémicas que prosperaban en ese lugar. En cuanto a los sujetos, están a la vez en todas partes y en ninguna. En todas partes, porque en todo lugar se manifiestan los indicios tangibles de esa subjetividad activa atribuida a los seres del Sueño; en ninguna parte, porque, al incorporarse al relieve y separar de sus cuerpos a los existentes, esos sujetos originarios han renunciado a dejarse ver como individualidades representables.

En vista del efecto de despersonalización que produce sobre las conciencias aquello que es legítimo llamar aquí "representaciones colectivas", es fácil adivinar el problema al que debe hacer frente el totemismo: ¿Cómo singularizar sin ambigüedad a individuos humanos y no-humanos fusionados dentro de un colectivo? ¿Cómo separar a existentes amalgamados en una clase híbrida por efecto de un modo de identificación que minimiza las discontinuidades?

En el caso de la flora y de la fauna, la solución consiste en disociar los atributos del individuo como miembro singular de una especie biológica de los atributos de la especie como componente de un colectivo totémico. Un ejemplar de mi especie totémica no es para mí un sujeto con el cual entablo una relación de persona a persona, sino una expresión viva de ciertas cualidades materiales y esenciales que comparto con él.

Lejos de ser incompatibles, las diferencias de materialidad e interioridad entre segmentos totémicos se completan, al contrario heterogéneos es incluso una condición de supervivencia necesaria para todos, porque los miembros humanos de cada grupo totémico procuran asegurar la subsistencia de los otros multiplicando en su beneficio las plantas y los animales de los que son responsables, y autorizándolos a tomar recursos en los territorios asociados a sus sitios de aparición. Tampoco hay incompatibilidad entre genitores cuando pertenecen a especies totémicas bajo cuya égida esos hijos nacen o son concebidos. De hecho, tenemos aquí un notable caso de cohabitación razonada entre "razas ontológicas" que, pese a percibirse como completamente diferentes por su esencia, su sustancia y los lugares a los cuales están vinculados, no dejan de adherir a valores y normas que las hacen complementarias, y utilizan incluso la clave de alteridad en que se sitúan unas con respecto a otras para forjar solidaridad orgánica junto con heterogeneidad taxonómica.

No ocurre lo mismo con las plantas y con los animales. Al igual que los humanos, se distinguen unos de otros, ante todo, en función de sus afiliaciones totémicas, aun cuando no pueden trascender esa división original y mezclarse libremente, porque, al contrario de los humanos, no podrían aparearse si provienen de segmentos totémicos diferentes, ni siquiera, dentro de un mismo colectivo totémico, si pertenecen a especies distintas. Pese a las ligaduras totémicas que la aúnan a otras categorías de existentes, cada especie biológica de no-humanos queda ahí encerrada en un cara a cara consigo misma. Por añadidura, aunque los humanos acepten de buena gana compartir con sus especies totémicas una profunda identidad de esencia y de sustancia, no dejan de considerar a los individuos de esas especies como objetos desprovistos del tipo de interioridad que, por su parte, los autoriza a proclamarse los principales mandatarios de los seres del Sueño. A los ojos de los humanos, esas plantas y esos animales "exactamente iguales a ellos" no son más que vectores accidentales de cualidades que los caracterizan en conjunto, y no sujetos a los que pueda apelarse en un proyecto de vida en común.

ANALOGISMO
El analogismo es un modo de identificación que fracciona el conjunto de los existentes en una multiplicidad de esencias, formas y sustancias separadas por pequeñas distancias, a veces ordenadas en una escala graduada, de modo que resulta posible recomponer el sistema de contrastes iniciales en una densa red de analogías que vinculan las propiedades intrínsecas de las entidades distinguidas. Esta manera de distribuir las diferencias y correspondencias legibles sobre la faz del mundo es muy común (pueblos de la China, India, África, sociedades Andinas)

El analogismo, caracteriza un mundo percibido como una infinidad de singularidades, todas diferentes entre sí. Es el ejemplo chino de un mundo compuesto por 10.000 esencias. Ese era el modelo más común en el mundo, sobre todo en Asia, África del Oeste y en las sociedades andinas, antes de que se impusiera el naturalismo. El analogismo es la idea de que el mundo está constituido por infinitas singularidades. Pero como ese mundo es difícil de pensar y de vivir, fue necesario hallar correlaciones entre todas esas singularidades, por analogía. Para ello existen todo tipo de dispositivos intelectuales o institucionales: la jerarquía, las sociedades sometidas a un orden estricto, el sistema de castas.

Lo notable de estos sistemas es la inventiva que se despliega en ellos para rastrear con fines prácticos todas las similitudes y resonancias ofrecidas a la inferencia por la observación: la búsqueda de la felicidad o de las causas del infortunio se apoya en la hipótesis de que las cualidades, los movimientos o las modificaciones de la estructura de algunos existentes ejercen influencia sobre el destino de los humanos o son influenciados por el comportamiento de estos. empero, el estado habitual del mundo es, en verdad, la diferencia infinitamente multiplicada, y la semejanza es el medio con que se espera hacerlo intelegible y soportable.

No hay una forma de colectivo específica del modelo ontológico analógico. La fragmentación de los existentes en una pluralidad de instancias y determinaciones es tal, que la asociación de singularidades puede tomar cualquier vía; cosmos y sociedad aparecen, en cualquier caso, como equivalentes. El modelo analógico fracciona el conjunto de existentes en una multiplicidad de esencias, formas y sustancias separadas. Por ej: caliente-frio, seco-humedo.

La relación entre Macro Cosmos y Micro Cosmos, es decir el mundo y el cuerpo humano como un micromundo, existe la idea de que distintas partes del cuerpo humano están vinculadas con tal o cual elemento, la tierra, el aire, el agua, tal planeta, es decir el vinculo que hay entre elementos del cuerpo y por analogía los elementos del mundo. Por eso cuando uno se enferma o tal parte del cuerpo se enferma, es porque hay algo que no funciona bien en tal parte del mundo. En los colectivos analogistas Africanos por ejemplo un desorden social puede provocar una catástrofe ecológica. Por ejemplo en Mexico el tona es algo común en los pueblos indios, es un animal salvaje que nace el mismo día y bajo el mismo signo que un humano y que es su doble, ya que comparte las características temperamentales (si se trata de un jaguar, la persona será obstinada, voluntariosa, violenta y hosca; si se trata de un colibrí, será, por el contrario, paciente, dulce y comprensiva). Pero el humano no tiene ninguna relación personal con este animal, pero sin embargo todo lo que le sucede al humano y al animal tiene consecuencias: "todo individuo sabe que al cazar entre los matorrales puede, por descuido, abatir a su compañero animal, y por lo tanto, precipitar su propia muerte".

En un régimen análogico, los hombres y los animales no comparten una misma cultura, una misma ética, las mismas instituciones; cohabitan, a costa de múltiples precauciones, con las plantas, las divinidades, las casas, las grutas, los lagos y una abigarrada multitud de vecinos, dentro de un universo cerrado donde cada uno, anclado en un lugar, persigue las metas fijadas por su destino según las disposiciones que le han tocado en suerte, conectado por las buenas o por las malas a todos los demás mediante una madeja de correspondencias sobre las cuales no tiene influencia. En contraste con la libertad de acción que el animismo concede a los existentes provistos de interioridades semejantes, los mundos analógicos están abrumados bajo el peso del destino.

Puesto que todas las entidades están hechas de una multiplicidad de componentes en equilibrio inestable, el nomadismo de cada una de ellas llega a ser, por otra parte, más sencillo. Transmigración de las almas, reencarnación, metempsicosis y sobre todo posesión son, por ende, signo inequívoco de las ontologías analógicas.

En el analogismo de los pueblos nahuas de Mexico, por ejemplo, durante el consumo de pulque, el alcohol de pita, una de las cuatrocientas divinidades-conejo que residían en la bebida se introducía en el cuerpo del bebedor; si este había llegado a la edad requerida para tomar pulque (cincuenta y dos años) y lo usaba con moderación y por un motivo ritual valedero, la divinidad le daba fuerza y belleza; en caso contrario, se ofendía y empujaba al infractor a una conducta indigna. Esta posesión era muy individualizada, pues la divinidad-conejo misma se apoderaba en cada oportunidad del mismo bebedor y transmitía a su ebriedad los caracteres de su propia personalidad; alegre, melancólica o agresiva. Otro tanto sucedía con la ingestión de sustancias psicotrópicas como el peyote o los hongos alucinógenos, habitados por divinidades que a través de ese medio se apoderaban del cuerpo de los humanos para residir un momento en él. Hay una diferencia notoria con las prácticas análogas de la Amazonia animista: allí, la función de la ingestión de sustancias alucinógenas como la ayahuasca no consiste, de ninguna manera, en introducir una interioridad exógena que establezca su autoridad sobre la ya presente; sirce, al contrario, para desembarazar a la interioridad de su sujeción física, multiplicando por diez su agudeza y su clarividencia y permitiendole, eventualmente, liberarse del cuerpo a fin de interactuar sin restricciones con sus semejantes.

Los nahuas muestran no pocos ejemplos de esa supresión de la personalidad que caracteriza a la posesión. A menudo,los efectos eran desastrosos: así, ciertos accesos de ocura furiosa se atribuían a la invasión del demente de ocura furiosa se atribuían a la invasión del demente por las divinidades menores de la lluvia -se le daba entonces el calificativo de aacqui, "quien ha sufrido una intrusión"-, mientras que el teyolia de las cihualpipiltin, mujeres muertas en el parto que acompañaban al sol en su curso, "se hacía manifiesto" en sus víctimas a través de parálisis. empero, la posesión también podía perseguirse por sus efectos benéficos.

El vagabundeo de los componentes de la persona en cuerpos ajenos, cuyo testimonio nos brindan los antiguos nahuas, invita a examinar por un momento el fenómeno típicamente mesoamericano conocido con el nombre de "nagualismo". Hechos tan diversos se han confundido bajo ese término, y desde hace tanto tiempo -todos los padres fundadores de la antropología lo utilizan en abundancia-, que se impone una aclaración previa. Tradicionalmente, se designa por medio de la palabra nagual (o nahual) la totalidad o una parte de las cosas siguientes: un doble animal cuyo ciclo de vida es paralelo al de un humano, porque nace y muere al mismo tiempo que este y todo lo que atenta contra la integridad de uno afecta a la vez al otro; el signo zodiacal bajo el cual nace un niño (y el día de su nacimiento), que determina su carácter y sus atributos; hechiceros a quianes se considera capaces de transformarse en un animal o una bola de fuego, generalmente con la intención de perjudicar; el animal al cual se incorpora el hechicero, y un componente de la persona humana. En su estudio sobre el tema del "nagualismo", George Foster estableció que la aptitud para encarnarse en un animal, reconocida a los hechiceros naguales de México y Guatemala, era completamente independiente de la creencia en un lazo exclusivo, forjado en el momento de nacer, entre un humano y un animal, creencia que por otro lado, parece no existir entre los nahuas de la meseta central. Por eso es preferible reservar la palabra nagual (y nagualismo) para el hechicero capaz de transformarse en animal, y llamar tona al alter ego animal de un humano, pues este último término es de uso corriente en muchas regiones de Mesoamérica.

¿cuáles son exactamente los mecanismos puestos en juego en esos procesos de incorporación y apareamiento ontológicos que parecen borrar las fronteras entre los humanos y los animales? El tona (o el wayjel entre los tzotziles) es un animal salvaje que nace el mismo día y bajo el mismo signo que un humano, y con el cual este comparte las características temperamentales; si se trata de un jaguar (para los tzotziles), la persona será obstinada, voluntariosa, violenta y hosca; si se trata de un colibrí, será, por el contrario, paciente, dulce y comprensiva. La conexión con un vegetal es menos frecuente y másambigua: entre los teeneks de Huasteca, por ejemplo, los curanderos eligen árboles jóvenes como padrinos de los niños, y le imparten la misión de protejerlos, en general sin que los beneficiarios lo sepan y, al parecer, sin que haya, por ende, coincidencia entre las fechas de nacimiento o correspondencia entre las características atribuidas al árbol y las atribuidas al niño. Aunque tengan destinos paralelos, no hay ninguna relación deliberada entre un humano y su tona, dado que por lo común se ignora la indentidad de este último y el riesgo de causarle un daño -y, con ello, de perjudicarse a sí mismo- siempre está latente; como describe Jacques Galinier a propósito de los otomíes, "todo individuo sabe que al cazar en el matorral puede, por descuido, abatir a su compañero (animal) y, por lo tanto, precipitar su propia muerte". Sea como fuere, el tona no es en verdad un doble anónimo, en el sentido de un sosias anónimo, en el sentido de un sosias moral y biográfico que divinidades o ancestros caprichosos asignen a un humano para hacer más imprevisible su existencia, pues la comunidad de destino que los une, con prescindencia de sus respectivas voluntades, se apoya en que desde el nacimiento una fracción de un humano -una parte de su tonalli, según López Austin- va a residir en su alter ego animal para permanecer en él hasta su muerte. Ni proyección de una personalidad en cera virgen ni mterialización de atributos duplicados, el tona es entonces, a la vez, diferente de su gemelo humano y semejante a él, porque proporcionan un receptáculo a un fragmento de interioridad deslocalizada que escapa al control consciente -es un destino-, al tiempo que sigue influyendo en el individuo de quien procede.

En cuanto al nagual, no se limita a la figura del hechicero capaz de transformarse en animal, lo cual constituye su ilustración más frecuente. Entre los antiguos nahuas, como en gran parte de Mesoamérica contemporánea, también las divinidades, los muertos y los animales pueden adoptar una forma animal -en este último caso, la de un ejempar de otra especie-, no mediante la modificación de su apariencia, sino gracias a su introducción temporaria en el cuerpo de otra entidad. No se trata, en consecuencia, de una metarmofosis; a ujicio de López Austin, debe verse en ello, antes bien, "una suerte de posesión que los humanos, las divinidades, los muertos y los animales realizan al enviar a uno de sus componentes anímicos, el ihiyotl o el nahualli, a alojarse en diferentes entidades, sobre todo animales, o al siturse directamente ellos mismos dentro del cueroi de sus víctimas". En ese sentido, el nagual (o nahualli) es, a la vez, un ser que puede separarse de su ihiyotl y darle a otro ser como envoltura, el ihiyotl mismo y el ser que recibe en sí el ihiyotl de otro.

Un mundo de singularidades improvisadas con materiales dispares en circulación permanente, amenazado dá tras día porla anomia a causa de la pasmosa pluralidad de sus habitantes, exige poderosos dispositivos de apareamiento, estructuración y clasificación para que sus ocupantes puedan representarlo o simplemente vivirlo. En ese punto, el recurso a la analogía interviene como un procedimiento compensatorio de integración que permite crear en todo sentido tramas de solidaridad y lazos de continuidad. Los niveles del cosmos; las partes ylos componentes visibles e invisibles de los humanos, las plantas y los animales; las relaciones entre los miembros de la familia; los estratos sociales; las ocupaciones y las especialidades; los meteoros; los alimentos y los medicamentos; las divinidades; los cuerpos celestes; las enfermadades; las divisiones del tiempo; los sitios y los orientes: entre los antiguos nahuas, todos estos elementos estaban interconectados por una tupida red de correspondencias y determinaciones recíprocas, como lo están aún hoy en el caso de muchos pueblos de Mesoamérica. Es indudable que la plenitud y la arquitectura de ese saber, sobre el cual los mexicanistas han escrito numerosos volúmenes, sólo estaban al alcance de una pequeña falange de especialistas, duchos en la adivinación, la astrología y la medicina; pero aún la gente del pueblo, los macehualtin, debían poseer fragmentos de aquel, útiles para las operaciones rituales de la vida cotidiana y suficientes para experimentar la densidad de las relaciones entre los constituyentes del universo. Eso es lo que puede inferirse de la etnografía de las comunidades indias contemporaneas, la cual demuestra que los profanos tienen, en la materia, conocimientos bastante sólidos, aunque no siempre tan precisos como los de los expertos reconocidos, curanderos, videntes, hechiceros o comadronas.

Ya se despliegue en la Europa del Renacimiento, en china o entre los nahuas de la conquista, los analistas suelen reducir ese entrelazamiento de signos que se responden unos a otros a la fórmula clásica de la correspondencia entre macrocosmos y microcosmos. Ahora bien, este tópico resulta dificil de tratar, por cuanto es universal si se lo toma en su más alto grado de generalidad por doquier se trazan analogías -demostradas con claridad en los léxicos- entre partes del cuerpo humano, partes de las plantas y los animales y elementos del entorno orgánico; por doquier se encuentran caminos, a veces muy alusivos, entre funciones, disfunciones y sustancias biológicas, por un lado, y acontecimientos y ciclos climáticos o estacionales, por el otro. En síntesis, nuestro cuerpo ofrece un reservorio tan rico y tan inmediatamente disponible de particularidades anatómicas y fisiológicas, que hubiese sido asombroso que en toda la superficie del planeta no se lo hubiera aprovechado para construir redes de analogías y metáforas a menudo extendidas hasta el cielo. Empero, sólo las ontologías analógicas supieron sistematizar estas cadenas dispersas de significación en conjuntos ordenados e interdependientes, dirigidos en lo esencial hacia la eficacia práctica: tratamiento dle infortunio, orientación d elos edificios. calendario, predestinación, destino escatológico, dispositivos adivinatorios, compatibilidad de los cónyugues, buen gobierno, todo ello se articula poco a poco en una trama tan apretada y tan cargada de determinaciones, que ya no es posible saber si el hombre refleja el universo o si el universo toma como modelo al hombre. Cadenas de causalidad tan extensas y frondosas apenas se encuentran en las ontologías animistas o totémicas, y en el naturalismo contemporáneo ya sólo subsisten en un estado fragmentario, como supervivencias nostálgicas de una época encantada en la que abrevan aficionados a los horóscopos, adeptos a las medicinas suaves y seguidores de las sectas New Age.

No se puede decir, por consiguiente, que el analogismo haya instalado al hombre en el punto de intersección de todas las lineas de sentido que conectan las cosas. Como señala Foucault con referencia al Renacimiento, la correspondencia entre macrocosmos y microcosmos es más bien un efecto de superficie. La situación privilegiada en qie el analogismo pone al hombre como patrón hermenéutico permite reducir la proliferación de semenjanzas mediante una guía de interpretación que es manejable porque se funda en las propiedades atribuidas a su persona. Agreguemos que la ecología de un organismo constituido por múltiples instancias nómades, que cohabitan de manera más o menos armoniosa, no puede dejar de evocar la imagen de un mundo en miniatura, mucho más, en todo caso, que las combinaciones más simples a las que recurren las otras ontologías. Sin embargo, los sistemas analógicos no tienen nada de antropomórfico; pese a la posición epistémica preponderante que los hombres ocupan en ellos, la diversidad de las piezas que los componen es tan grande, y tan compleja su arquitectura, que una sola criatura no podría erigirse en su parámetro.

Otra manera de dar orden y sentido a un mundo poblado de singularidades consiste en distribuirlas en grandes estructuras que incluyan dos polos. La proliferación de los atributos puede entonces contenerse por medio de una operación de clasificación en una nomenclatura simplificada de cualidades sensibles. Dos de esas nomenclaturas están muy difundidas -la que opone lo caliente a lo frío y la que se opone lo seco a lo húmedo, a veces combinada con la anterior- y constituyen, tal vez. los indicadores más inmediatos para identificar una ontología analógica. Los antiguos nahuas sólo utilizaban la primera, pero lo hacían de manera permanente y exhaustiva, con el objeto de repartir a todos los existentes en dos clases. Asi, situaban del lado d elo caliente el mundo celeste, la luz, lo masculino, la parte de arriba, la fuerza, el fuego, el águila, el día, la cifra trece, la vida, etc.; y por el lado de lo frío, el mundo ctónico, la oscuridad, lo femenino, la parte de abajo, la debilidad, el agua, elocelote, la noche, la cifra nueve, la muerte... Siempre vivaz en Mesoamérica, esta dualidad sigue rigiendo al conjunto de sus entidades visibles e invisibles: plantas, animales, minerales, cuerpos celestes, días, meses, espíritus, alimentos, estados fisiológicos, todo puede reducirse a la polaridad de lo caliente y lo frío.

Como podrá advertirse por la naturaleza de los elementos clasificados, la asignación de una cosa a una u otra clase depende muy poco de su temperatura concreta y sí, en cambio, de las propiedades que se le atribuyen y de las asociaciones sugeridas por su situación y su función. Lo caliente y lo frío, cualidades subjetivas y contrastivas si las hay, actúyan aquí de encabezados abstractos y convencionales para subsumir pares de contrarios, no de indicadores empíricos de un estado material. Según los mayas de Yucatan, por ejemplo, el calor de un horno transmite al alimento una cualidad "fría" en razón de las analogías que aquel presenta con el inframunto, mientras que los alimentos cocinados sobre el comal, un disco de terracota directamente puesto sobre el fuego, adquiere una calidad "caliente" congruente con la del cielo. Los grados de calor y frío atribuidos a las cosas y los estadosfuncionan, así, como parámetros muy polivalentes, que permiten estructurar el mundo en una taxonomía de lo idéntico y lo diferente y, al mismo tiempo, definir posiciones relativas y coyunturales con el fin de orientar la acción.

Otro ejemplo de analogismo, pero esta vez en África occidental. Según un recuerdo narrado por el antropólogo maliense Amadou Hampaté Ba; "Cada vez que quería hablarme, mi propia madre llamaba primero a mi mujer o a mi hermana y les decia: Deseo hablar con mi hijo Amadou, pero antes querría saber cuál de los Amadou que lo habitan está en él en este momento".

En un sector de África occidental predomina, en efecto, una concepción de la persona humana sorprendentemente parecida a la que tienen los indios de México: cada individuo está constituido por una multiplicidad de componentes en movimiento, cuyas diferentes combinaciones producen identidades únicas. El ejemplo de los bambaras examinado por Hampaté Ba no podría se más claro, pues ellos emplean dos términos para designar a la persona: maa, la persona propiamente dicha, y maaya, "las personas de la persona", es decir, diversos aspectos del maa reunidos en ella. Esta situación de hecho se remonta a la génesis, cuando el demiurgo Maa-nala, tras crear seres incapaces de convertirse en sus interlocutores, tomó una pequeña porción de todos los existentes y mezcló esos fragmentos a fín de formar un ser híbrido, el humano, que contuviera en sí una pizca del conjunto de las entidades que poblaban el universo. en el rostro pueden leerse los atributos psíquicos y morales de cada una de las personas que cohabitan en un individuo, cuyos signos se reparten entre la frente, las cejas, los ojos, las orejas, la boca, la nariz y el mentón. Cada existente se presenta, por consiguiente, como un montaje particular de elmentos materiales e inmateriales muy diversos que le confieren una identidad original, y los humanos son el producto de una combinación más compleja que la de las otras entidades del mundo.

Los dogones de África, sin embargo, son los que han llevado mas lejos la diversificación de los constituyentes de los seres. Cada dogón no solo constituye una aleación compuesta y absolutamente única de una cantidad prodigiosa de componetes materiales e inmateriales -un verdadero mundo reducido, con su propia ecología y sus leyes de compatibilidad e incompatibilidad-, sino que la movilidad constante de sus partes constitutivas hace de él cada día un ser diferente del que era en la víspera.

La colectivos analogistas estan muy lejos de los compartimentos estancos de las ontologías naturalistas, con sus separaciones estrictas entre los humanos que gozan de una interioridad y la masa genérica de los seres de la naturaleza, sin conciencia ni libre albedrio. Recordemos que los dogones de Tirelli sostienen que a algunos árboles les gusta desplazarse a la noche para entablar conversaciones, afición que también tienen las piedras situadas cerca de los cementerios.

Según las ontologías analogistas, nuestro cuerpo ofrece un reservorio tan rico y tan inmediatamente disponible de particularidades anatómicas y fisiológicas, que hubiese sido asombroso que en toda la superficie del planeta no se lo hubiera aprovechado para construir redes de analogías y metáforas a menudo extendidas hasta el cielo. Empero, sólo las ontologías analógicas supieron sistematizar esas cadenas dispersas de significación en conjuntos ordenados e interdependientes, dirigidos en lo esencial hacia la eficacia práctica: tratamiento del infortunio, orientación de los edificios, calendario, predestinación, destino escatológico, dispositivos adivinatorios, compatibilidad de los conyugues, buen gobierno, todo ello se articula poco a poco en una trama tan apretada y tan cargada de determinaciones, que ya no es posible saber si el hombre refleja el universo o si el universo toma de modelo al hombre.

Dentro de una gigantesca colección de existentes únicos, los humanos forman una cohorte privilegiada, pues su persona ofrece un modelo reducido, y por lo tanto manejable, de las relaciones y los procesos que gobiernan la mecánica del mundo. De ahí la constante preocupación por la conservación de un equilibrio permanentemente amenazado, entre las piezas constitutivas de los individuos -que se traduce, sobre todo, en el recurso sistemático a teorías de la dosificación y la compatibilidad de los humores y las sustancias fisiológicas-, acompañada de la inquietud siempre latente de estar en manos de una identidad intrusiva y alienante o de presenciar la huida de un elemento esencial de lapropia identidad. De ahí, también, la necesidad de mantener activos y eficientes los canales de comunicación entre cada parte de los seres y la multitud de instancias y determinaciones que les aseguran estabilidad y buen funcionamiento. El peso de esas dependencias exige prestar una atención maníaca a la observancia de un grupo de prohibiciones y prescripciones tan apremiantes que requieren, en general, la asistencia de especialistas versados en la interpretación de los signos y la correcta ejecución de los rituales, al mismo tiempo que el desarrollo de técnicas particulares de lectura del destino, como la astrología o la adivinación. Para orientarse en el bosque de singularidades hay que disponer, en efecto, un reservorio de símbolos y emblemas que permitan codificar la diversidad en una clave hermenéutica; por eso se delega en mecanismos semiautomáticos de cómputo y combinación -pero también en artefactos que en muchos casos pueblan nuestros museos etnográficos-, la tarea de reducir un cosmos demasiado complejo mediante la incorporación de sus junturas y líneas de fuerza a figuras manipulables.

Otra manera conveniente de ordenar un flujo de singularidades consiste en jerarquizarlas. Se trata de una importante diferencia con respecto al animismo y totemismo, en los cuales las distinciones entre colectivos de existentes estructuralmente equivalentes se despliegan sólo en el plano horizontal, y no en esas superposiciones de castas, clases y funciones, esas acumulaciones de potestades y divinidades, a las que tanto nos acostumbraron las civilizaciones analógicas y sus frondosos politeísmos.

Debemos mencionar un último dispositivo de acoplamiento. No se ouede dejar de comprobar, en efecto, que el sacrificio está vigente en las regiones donde predominan las ontologías analógicas -sobre todo, en la India brahmánica, en África occidental, en la antigua China (donde estaba especialmente ligado a las funciones políticas), en la zona andina y en el México precolombino-, en tanto que es desconocido en la Australia totémica y en esas tierras animistas que son la Amazonia y la América subártica. Por cierto, podría destacarse que, a excepción del perro en caso de América septentrional, la cría de animales no se conoce o es de introducción reciente en esas regiones: sin animales domésticos para inmolar, el sacrificio resultaría imposible. Sin embargo, los cashibos de la Amazonia peruana organizan con regularidad una gran ceremonia en la cual dan muerte a un tapir domesticado, cuya carne comen a continuación en un festín que reúne a varios grupos locales: la familia que lo ha criado canta sus alabanzas y llora su desaparición adoptando todos los signos de duelo reservados a un pariente humano. Entre los ghiliaks de la cuenca del río Amour y de Sajalín, la "fiesta del oso" se basaba en un principio análogo: en ella se mataba ritualmente a un oso capturado cuando era muy pequeño y criado durante varios años con solicitud, antes de comerlo en un banquete colectivo en el cual, como signo de respeto y afecto, se procuraba ofrecer a sus despojos una porción de su propia carne. Ahora bien, en estos dos casos, tomados de sociedades de típicas características animistas, la muerte del animal no se emparienta exactamente con un sacrificio: el oso, o el tapir, no es una víctima consagrada a una divinidad con la que uno desea congraciarse; ningún beneficio se espera al final de la ceremonia, ni tampoco, en particular, ningún cambio de estado en quienes han criado y matado al animal; finalmente, este último no puede ser reemplazado en la fiesta por un sustituto, ni siquiera de la misma especie.

Por eso en los sistemas analógicos la característica del sacrificio consiste, en efecto, en ligar dos términos entre los cuales no hay al comienzo ningún lazo. El objetivo de la operación es instaurar una relación que no es de semejanza sino de contiguidad, por medio de una serie de identificaciones sucesivas que pueden hacerse en los dos sentidos: sea del sacrificante al sacrificador, del sacrificador a la víctima sacralizada, de la víctima sacralizada a la divinidad, sea en el orden inverso. Este tipo de encadenamiento de mediaciones sería tan inútil como incongruente en el caso del tapir o el oso, a los cuales, en los sistemas animistas, se considera poseedores de una interioridad parecida a la de los humanos, se los trata como personas a las que se mata con consideración y que ningún sucedaneo podría representar, y no les corresponde papel conjuntivo alguno frente a un inexistente poder trascendente. El recurso al sacrificio para forjar esa relación de contiguidad entre entidades en principio disociadas puede, en cambio, parecer necesario en una ontología analógica en que todos los existentes son singularidades entre las cuales deben establecerse pasajes: así como no es posible saltearse eslabones en la cadena del ser sin comprender su integridad estrucutural, el lazo entre dos entidades distantes y heterogéneas, el sacrificante y la divinidad, sólo pueden construirse a través de un mecanismo de identificaciones graduales y transitivas entre elementos intermedios.

Perdidos en un altiplano semidesértico de la provincia de Carangas, a casi cuatro mil metros de altura; despreciados por sus vecinos aimaras, que los califican de "desechos"; reducidos a un millar de personas, los habitantes de la aldea Chipaya diluyen su miseria y su abandono en un microcosmos de una prodigiosa riqueza, en el que son perceptibles, a escala reducida, todas las características estructurales de colectivos analógicos más grandiosos y populosos. De lengua puquina, los chipayas son los últimos urus que subsisten en Bolivia como un conjunto autónomo, tras haber constituido, en el momento de la conquista, cerca de la tercera parte de la población autóctona del país. Su territorio tiene la forma de un rectángulo de treinta kilómetros de largo, por unos veinte kilómetros de ancho. Está dividido en el eje norte-sur en dos sectores de superficie casi igual, denominados Tuanta (este) y Tajata (oeste), nombres que también reciben las dos mitades residentes en ellos, cada una de las cuales corresponde a lo que en los Andes se llama ayllu, es decir, un grupo de filiación bilateral. Situada aproximadamente en el centro del territorio, la aldea de Chipaya también está dividida en dos mitades en el eje norte-sur, y cada mitad se divide a su vez en dos cuartos según un eje este-oeste. Los cuatro cuartos o barrios –Ushata, Waruta, Tuanchasta y Tajachajta- se agrupan en torno a cuatro capillas, y cada uno de ellos está ocupado por varios linajes que reconocen a un ancestro común. Los linajes de cada barrio de la aldea tienen, en el sector del territorio que les corresponde, caseríos conformados por algunas chozas que son ocupadas durante una parte del año; además, gozan del usufructo de los pastos que los rodean, otorgado por el ayllu de la mitad a la cual pertenecen. Por último, así como el territorio se presenta como una proyección de la organización de la aldea, la iglesia ofrece un modelo reducido de esta. Consagrada a Santa Ana, patrona de chipaya, es común a las dos mitades y se eleva, al norte de la aldea, en el espacio que las separa. Se trata de una sencilla construcción de adobe, cuya puerta abre hacia el este: los miembros de Tuanta siempre se ubican en la mitad situada a la derecha con respecto al este, y los de Tajata en la mitad situada a la izquierda; dentro de cada mitad, los hombres están a la derecha y las mujeres a la izquierda.

Las interacciones entre los diversos niveles de esas unidades encajadas unas en otras siguen la lógica clásica de las afiliaciones segmentarias: los miembros de un linaje son solidarios contra los del otro linaje, los linajes de un cuarto contra los del otro cuarto, los cuartos de una mitad contra los de la otra mitad, y todos los chipayas juntos contra los aimaras. Este tema de la repetición de una estructura contrastiva en las diferentes escalas de las unidades de afiliación social y espacial parece central en la organización del colectivo chipaya; como escribe Wachtel, "constituye el principio de un verdadero esquema mental, en el que se articula una cantidad determinada de categorías que ordenan el universo". Sin embargo, no todas las unidades son equivalentes. Es cierto que no hay superioridad política de una mitad sobre la otra: el ejercicio de la autoridad se ajusta a una alternancia regular según el principio tradicional vigente en los andes; en cuanto a la disparidad de riqueza –muy pequeñas, por lo demás-, se distribuyen independientemente de la estructura cuatripartita. En cambio, la organización dualista implica un orden clasificatorio de las mitades y los cuartos, organizado en torno a una serie de pares cuyo primer término goza de una predominancia simbólica sobre el otro: el este y el oeste,la derecha y la izquierda, lo masculino y lo femenino, lo alto y lo bajo. La mitad Tuanta es, en consecuencia, preponderante con respecto a la mitad TAjata, mientras que el cuarto Ushata prevalece sobre el cuarto Waruta, y el cuarto Tuanchajta lo hace sobre el cuarto tajachajta.

Los no-humanos no escapan a esta distribución segmentada. En primer lugar, cada ayllu delimita, acondiciona y redistribuye anualmente en su seno los campos de quínoa y pastizales para cerdos, por medio de trabajos colectivos de encauzamiento, riego y drenaje efectuados en su porción de territorio, sin solicitar jamás para ello la colaboración de la mitad opuesta. Empero, por sobre todo las distintas clases de divinidades las que se comparten de manera equitativa entre los subconjuntos de chipayas, y más en particular las que residen en los silos y los mallku. Los silos (del español "cielo") son pequeños oratorios consagrados a santos, que están dispuestos a intervalos regulares a lo largo de cuatro líneas rectas, orientadas de acuerdo con los puntos cardinales, dibujando sobre el territorio una inmensa cruz en cuya intersección se halla la aldea. La referencia de esos oratorios a valores en apariencia cristianos se disipa en parte si admitimos, con Wachtel, que los alineamientos de silos siguen el mismo principio que el sistema de los ceques de Cuzco en la época inca y, como ellos, están ligados al culto solar.

Los ceques configuraban un conjunto de cuarenta y una líneas imaginarias que se desplegaban a modo de rayos a partir del templo del Sol, y a lo largo de ellas se disponían trescientos veintiocho sitios sagrados, o huacas; cada uno de los cuarenta ceques (el cuadragésimo primero se asociaba a la familia del Inca) estaba ligado a un grupo de incas por privilegio (autóctonos no incas, pero vinculado al soberano por alianzas matrimoniales) y orientado hacia el lugar donde este residía. Los ceques de Cuzco ordenaban el espacio geográfico, social y ritual de la capital de un imperio concebido por sus dirigentes como un sistema cosmológico, y además servían para recortar el tiempo: se trataba de un verdadero calendario inscripto en el suelo y, por otra parte, vinculado al dispositivo de irrigación.

El culto de los silos. Representa la parte celeste de las relaciones que los chipayas mantienen con sus divinidades. La otra parte, típicamente andina, reúne los elementos vinculados con la tierra y se organiza alrededor del culto de los mallku, divinidades ctónicas masculinas e individualizadas que viven, en compañía de sus esposas, en pequeños monumentos cónicos de adobe conocidos como pokara. Los mallku, que son análogos a las divinidades-montaña de los aimaras, están dotados, como estas, de una interioridad activa. Dado que la meseta desolada donde los chipayas fueron confinados antaño carece de elevaciones, este pueblo se vio obligado a levantar esos sustitutos en miniatura que son los pokara.

Es imposible presentar aquí en detalle los complejos y minuciosos rituales que se despliegan en cada uno de los sitios mencionados. Bastará con decir que su función primordial consiste en relacionar unas con otras la multitud de divinidades chipayas, "hacerlas dialogar entre sí a fin de que el universo esté en armonía consigo mismo". Cada especie de divinidades tiene más particularmente a su cargo una función de intermediación con tal o cual sector o población del cosmos cuyo concurso es necesario en uno de los cuatro grandes ámbitos de la intervención humana, muy localizados de por sí, que son la agricultura, la explotación de los recursos lacustres, la ganadería y la caza. Por lo tanto, unas divinidades se ocupan del agua celeste y otras del agua subterránea; algunas controlan los vientos, en tanto que otras son las protectoras del ganado o los amos de las aves acuáticas que los chipayas capturan en sus redes. Y como "el mundo es un inmenso campo de fuerzas y flujos, donde todo hace eco a todo", es imprescindible que los humanos puedan propiciar, a través de sus ofrendas y súplicas, una cooperación reglamentada entre divinidades básicamente heterogéneas y repartidas, al igual que ellos, en segmentos separados con claridad del gran colectivo que todos forman en conjunto. Si se cumple esta condición, la complementariedad y la concertación benéficas de los no-humanos redoblan y hacen eficaces los esfuerzos que los propios chipayas despliegan con la esperanza de completarse, a pesar de sus diferencias, en la plenitud de un destino compartido.

En sus principios más generales, la organización del mundo chipaya no es muy diferente de la organización de las comunidades aimaras y quechuas de Bolivia, Ecuador y Perú, ni siquiera del imperio Inca del Tawantinsuyu. De hecho, tiene el mérito de revelar con gran nitidez las características estructurales de todo colectivo analógico. A los ojos de quienes lo componen, este tipo de colectivo está hecho a la medida de la totalidad del cosmos, pero recortado en unidades constitutivas interdependientes estructuradas por una lógica de encajes segmentarios. Linajes, mitades, castas y grupos de filiación de distintas naturalezas extienden las conexiones de los humanos con los otros existentes, desde el inframundo hasta el empíreo, a la vez que mantienen la separación, y a menudo el antagonismo, de los diversos canales por medio de los cuales se establecen dichas conexiones. Sin ser completamente ignorado, el exterior del colectivo se convierte en un "extramundo" presa del desorden, a veces desdeñado, a veces temido, a veces destinado a sumarse al dispositivo central como un nuevo segmento cuyo lugar en negativo se prepara de antemano. Este último estatus es el que tenían, por ejemplo, las tribus bárbaras que la China imperial anexaba a uno de sus orientes, e incluso los "salvajes" que bordeaban el Tawantisuyu sobre su flanco amazónico y que, sin haber sido nunca sometidos, pertenecían en principio a la sección Anti de la cuatripartición inca. También de ese modo los reinos Mossi, en la cuenca del Volta Blanco, consideraban sus periferias infrahumanas, pese a lo cual acudían periódicamente a ellas para tomar cautivos con el fin de ponerlos al servicio exclusivo de los linajes reales. Factores de fuerza y estabilidad para la arquitectura del universo, los segmentos no se mezclan, pero siempre están disponibles para integrarse aquí o allá en los márgenes, cada uno por su cuenta.

Los colectivos analógicos no son necesariamente imperios o formaciones estatales, y algunos de ellos, como lo demuestra el caso chipaya, tienen poblaciones humanas muy escasas que ignoran las estratificaciones del poder y la disparidad de la riqueza. No obstante, un elemento que todos tienen en común es el hecho de que sus partes constitutivas están jerarquizadas, aunque solo sea en un nivel simbólico, sin efecto directo sobre el juego político. En ellos, la distribución jerárquica suele multiplicarse dentro de cada segmento, para delimitar así subconjuntos que tienen entre sí la misma relación desigual que las unidades de nivel superior. El ejemplo clásico de esto es el sistema de castas de la India, cuyo esquema general de subordinación se repite en la sucesión de encajes de nivel inferior (en las subcastas que componen las castas, en los linajes que componen los clanes).

Menos formalizados, los encajes de linajes de ciertas sociedades de África occidental responden a los mismos principios, ya sea que los linajes estén jerarquizados según el orden de las segmentaciones sucesivas con respecto al linaje troncal, o que en ellos existan especies de castas que diferencian a los descendientes de los jefes, los dueños de la tierra, los herreros y los cautivos; la distinción entre primogénitos y segundogénitos funciona en todos los niveles como un operador contrastivo. Por último, aun cuando se traduzca en una dominación política o una supremacía económica, la jerarquía estándar suele ser reversible en otro nivel; el ejercicio de la autoridad puede estar acompañado de una subordinación religiosa; tal unidad asociada a una región preeminente puede resultar subalterna en configuraciones rituales; segmentos conquistadores pueden terminar por ser dependientes de segmentos autóctonos en ritos conmemorativos de fundación.

De algunos colectivos que califico de analógicos se ha dicho a veces que eran "totalitarios", como en el caso del imperio inca o de las sociedades de linaje de África occidental. Es una manera de expresar la extraordinaria imbricación de los elementos en sociedades holistas pero muy compartimentadas, donde la libertad de maniobra individual parece reducida y, al menos a nuestros ojos, casi insoportable el control de conformidad ejercido por el todo sobre sus partes. Es también una manera de decir que nada se deja librado al azar en la distribución de los existentes entre los diversos estratos y secciones del mundo, y que cada uno tiene en ellos un lugar fijo que debe convenir, si no siempre a sus expectativas, si al menos a lo que se espera de él. Por eso los no-humanos están enrolados en los segmentos que componen el colectivo, y obligados, en el sitio que se les asigna, a servir a sus intereses. Las llamas, el mijo o la lluvia existen, es cierto, como entidades genéricas cuyas propiedades son conocidas por todos, pero cobran una significación auténtica y una identidad práctica en relación con el segmento del que dependen, como el rebaño de las llamas de tal o cual linaje, los campos de mijo de tal o cual grupo de descendencia, o la lluvia que tal o cual mediador está encargado de hacer caer en el momento oportuno. Esta singularización funcional y espacial resulta aún más clara en el caso de esos no-humanos de un tipo particular que son las divinidades. En contraste con los tótems australianos o los "espíritus" que pueblan los universos animistas, en efecto, las divinidades analógicas son objeto de un verdadero culto, celebrado en un lugar preciso, donde reciben ofrendas, se les consagra sacrificios y plegarias en momentos convenidos, y se espera de ellas que a cambio satisfagan los deseos de sus fieles en el ámbito de la pericia que se les reconoce. Su inmanencia, pues, está contrarrestada en parte por su inscripción material en un sitio y un objeto bien determinados, por su afiliación a un segmento delcolectivo del que eventualmente han salido especialistas litúrgicos encargados de celebrarlos, y por el campo de intervención especializada que se les asigna en general. El milagro del monoteísmo consiste en haber fusionado todos esos particularismos en un Dios polivalente, despegado de todo vínculo y toda pertenencia segmentaria, una operación tan inaudita que no paso mucho tiempo hasta que el catolicismo restauró, con el culto a los santos, la distribución funcional propia del analogismo.

Los colectivos analógicos son, de tal modo, los únicos que tienen verdaderos panteones, no porque sean politeístas –un término relativamente vacío de sentido-, sino porque la organización del pequeño mundo de las divinidades –se lo ha hecho notar varias veces- prolonga sin solución de continuidad la del mundo de los humanos. Es de hecho el mismo mundo, con una idéntica división social del trabajo, una idéntica compartimentación de los sectores de actividad, y rivalidades y antagonismos idénticos entre los segmentos. Se comprende entonces por qué, a semejanza de los chipayas, las diferentes unidades del colectivo se esfuerzan, a través del culto, por hacer que sus divinidades particulares cumplan aquello para lo cual están destinadas, y procuran movilizar sus obstinadas singularidades en beneficio de todos en empresas que hacen indispensable su cooperación. Se comprende, asimismo, que los panteones analógicos sean tan flexibles: para un imperio es sensato, sin duda, acoger las divinidades de los pueblos que absorbe, pues su concurso es necesario para integrar mejor en una totalidad cósmica los elementos dispares de los que está compuesto; pero, a la inversa, es igualmente normal que los colectivos analógicos sometidos a la cristianización recluten con entusiasmo a los santos católicos, y las competencias que se reconocen a cada uno de ellos, en los regimientos de no-humanos ya constituidos por cada segmento. Y, por añadidura, tal vez fue en parte porque no tenían dioses en ese sentido, ni segmentos para albergarlos, que, a despecho de varios intentos de conquistarlos, los indios del pedemonte amazónico siguieron siendo rebeldes a la anexión intentada por la gran máquina analógica inca, o los germanos, inasimilables durante tanto tiempo por el Imperio Romano.

En las cosmologías animistas pululan personas claramente individualizadas e identificables sin esfuerzo bajo la diversidad de sus atavíos: tal animal me mide con la mirada, tal gran árbol ha venido a hablarme en sueños, tal humano distante viene a visitarme. Las subjetividades analógicas también proliferan en todas partes, pero de un modo mucho más difuso y ambivalente, refractadas en soportes imprevistos en los que es preciso descubrirlas por indicios tenues y signos difíciles de descifrar. En un mundo saturado de una prodigiosa cantidad de existentes singulares, compuestos a su vez de una pluralidad de instancias móviles y en equilibrio inestable, resulta problemático atribuir una identidad continua a un objeto cualquiera: nada es jamás verdaderamente lo que parece, y hacen falta tesoros de ingenio y una gran atención al contexto para lograr circunscribir, siempre de manera coyuntural, una individualidad bien afirmada detrás de la bruma equívoca de las ilusiones y las falsas apariencias. Los humanos pueden, sin duda, aspirar a una singularidad menos dudosa debido a que se arrogan el privilegio de la interpretación al considerarse parámetros de ordenamiento en su trabajo de parteros de sentido.

¿Quién es verdaderamente esa persona?, ¿cuál de sus múltiples personalidades es la que está a cargo cuando nos dirigimos a él?, ¿Y qué se dirá del anciano nahua poseído por su pequeña divinidad de la embriaguez, o del iniciado en candomblé montado por su orixá, o de la hechicera habitada por su demonio?, ¿Siguen siendo autónomos y hasta versátiles y compuestos, o la entidad que los aliena ha llegado a ser tan intrusiva que siempre llevan consigo la huella de su subjetividad?, ¿Que decir, además, del tona de los mexicanos, ese doble animal que guarda un fragmento de la interioridad de un humano?, ¿Es un sujeto desdoblado, un hermano siamés de la persona cuyo destino comparte, o un ser independiente que coexiste con otra subjetividad deslocalizada en parte?. Si las partes de los seres varían sin cesar en sus dosis y sus combinaciones, las materias que los constituyen dan testimonio, por su lado, de una tranquilizadora estabilidad. Poco importan aquí la diversidad de las formas y la singularidad de las composiciones, con tal de que una gama reducida de sustancias o estados materiales garantice, a la vez, una suerte de continuidad física elemental entre los existentes y la posibilidad de aparearlos u oponerlos con arreglo a las afinidades e incompatibilidades de las sustancias que los componen. La física analógica es simple, al menos a lo referido al inventario de sus materiales, doctrina antigua de los cuatro elementos; teoría china o ayurvédica de los cinco elementos –no son del todo idénticas-; juego de oposiciones entre los humanos masculinos y los femeninos, entre la carne de las plantas y la de los animales, siempre son las mismas sustancias básicas y los mismos principios de atracción y repulsión los que participan en la letanía de las simpatías y las discordancias expresadas a porfía por los saberes médicos, las prescripciones alimentarias y las ordenanzas rituales. Esta simplicidad de los componentes acaso sea indispensable para que los mundos analógicos sigan siendo inteligibles y manipulables. Cuando cada cosa aparece como un espécimen casi único, es indispensable reducir su singularidad descomponiéndola en una pequeña cantidad de elementos que permitan definir su naturaleza y explicar su comportamiento frente a las otras cosas. Apoyada en la práctica terapéutica y en la experiencia de los materiales adquirida en la metalurgia, en la alfarería o en la química de los pigmentos, esta física cualitativa no está, por otra parte, desprovista de verosimilitud empírica.

La transición entre el analogismo y el naturalismo sería, con ello, un poco menos misteriosa: pese a todos los "cambios de paradigma" y las "rupturas epistemológicas" entre el Renacimiento y la edad clásica, una misma convicción se mantiene intacta, a saber: que los materiales elementales del mundo tienen en todas partes las mismas propiedades cognoscibles, y que las diferentes combinaciones autorizadas por ellos son válidas en todo lugar. No obstante, la semejanza se detiene allí, porque no es una pululación de sociedades singulares lo que el analogismo despliega contra el fondo de ese universalismo que apenas nos atrevemos a calificar de "natural", sino un universalismo de otro orden: el de las miríadas de subjetividades difractadas que animan a todas las cosas con una intención por descubrir, un sentido por interpretar, una conexión por develar; un universalismo "espiritual", en consecuencia, a falta de ser estrictamente "cultural". Y esa es, probablemente, una de las razones del persistente éxito de las "sabidurías orientales" en un Occidente desencantado: al eliminar de inmediato la irritante cuestión del relativismo cultural, el zen, el budismo o el taoísmo ofrecen una alternativa universalista más completa que el universalismo truncado de los modernos. En ella, la naturaleza humana no está fragmentada por el influjo de la costumbre y el peso de los hábitos, porque se estima que cualquier hombre, gracias a la meditación, puede buscar en sí mismo la capacidad de experimentar la plenitud de un mundo sin fundamentos previos, es decir, liberado de los cimientos particulares que una tradición local pudiera asignarle. Se comprende que algunos biólogos o físicos dominados por aspiraciones monistas hayan podido sentirse seducidos por ese aspecto del analogismo que las filosofías asiáticas les proporcionaban bajo una forma reflexiva ya sumamente elaborada, pero también más fácil de aceptar para los científicos que las doctrinas analógicas del Renacimiento, en oposición a las cuales se habían construido, justamente, sus propios saberes disciplinarios.

Se puede discernir, no obstante, una regularidad en la manera de instituir la instancia totalizadora que da su sentido a la jerarquía analógica y asegura su buen funcionamiento. Sea cual fuere la figura que adopte, en efecto, esa instancia resulta siempre de un proceso de hipóstasis del colectivo-mundo cuya estabilidad es preciso asegurar, así como perpetuar su segmentación- La hipóstasis más común es de tipo metonímico; una singularidad excepcional viene a encarnar no tanto el conjunto de las demás singularidades como la permanencia de la totalidad ordenada que las estructura. Es el Inca, ser divino, centro vivo del cosmos y modelo original de todas las cosas; es el Faraón, hijo del Sol, intercesor entre los dioses y los hombres, garante de la justicia, de la prosperidad y de la victoria; es Dios, arquitecto de la cadena del ser y conservador de su integridad. El mismo movimiento metonímico se da cuando corresponde a un segmento del colectivo la tarea de representar los fundamentos del orden sociocósmico o mantener sus condiciones. Piénsese, en este caso, en el papel de los ancestros en África occidental o en Japón, esos muertos siempre activos en la existencia de los vivos, garantes y custodios puntillosos de las normas y los valores, miembros eminentes de los diversos segmentos del colectivo cuya continuidad sancionan, y de los cuales proceden los derechos y privilegios de sus descendientes. Puede tratarse también de una clase particular de humanos investidos de la misión de mantener e mundo mediante su actividad litúrgica, como en la caso de los brahmanes en la India.

De todas maneras, la mayoría de esos dispositivos de agrupación y subordinación siguen siendo muy abstractos frente a la necesidad de asegurar día tras día la reunión de las singularidades en una jerarquía eficaz. Por eso, la función política asume un carácter decisivo en los colectivos analógicos, sobre todo cuando sus miembros son muchos; por ella, y por la coerción que ejerce, cada individuo, cada segmento, cada aspecto del mundo se mantiene en el lugar que se les ha fijado. En ese sentido, el ejemplo de la antigua India es muy instructivo. Se sabe que la clase de los brahmanes es superior a la de los kshatriya, los príncipes guerreros de los que surgen los monarcas, y que esta posición dominante se justifica por el papel decisivo del trabajo sacrificial en la conservación adecuada del orden sociocósmico. Sin embargo, pese a esa ideología oficial que coloca al brahmán por encima del soberano, la propia ortodoxia brahmánica pone en primer plano una división aún más radical, entre los "comedores", los príncipes poseedores de la fuerza, y los "comidos", los sujetos obligados a la obediencia y la producción. Es lo que muestra con claridad Charles Malamoud en su comentario de un pasaje de Catapatha-Bráhmana deferido a las razones del uso de dos clases de ladrillos en la construcción del altar de fuego. Ciertos ladrillos son individualizados y representan la clase de los príncipes guerreros, mientras que los otros son indiferenciados y representan la masa de los "comidos". Empero, a la vez que cada uno de ellos mantiene su singularidad, los ladrillos principescos están unificados por el hecho de que en el momento de colocarlos se pronuncia la misma fórmula, una manera de poner de manifiesto lo que esos seres particularizados tienen en común: aun cuando los reyes y los príncipes gocen de un poder propio, se agrupan y son solidarios en el uso de la fuerza. Los ladrillos plebeyos, en cambio, se benefician con una fórmula específica de cada uno de ellos, que señala su carácter dispar; más precisamente, "la masa está hecha de elementos que son individuos" y, sin embargo, no son partes lo bastante semejantes entre sí como para poder constituirse en un todo, si falta, para mantenerlas unidas, el relleno constituido por los ladrillos principescos "llenadores de espacio". No hay mejor manera de decir que, detrás de la función convalidante ostensiblemente otorgada a los brahmanes, el verdadero trabajo de totalización y ajuste de las singularidades corresponde aquí a los dueños del poder coercitivo.

Es indudable que se puede generalizar sin riesgo al conjunto de los colectivos-mundos analógicos la observación ya citada de Granet a propósito del cosmos chino, que "sólo está en orden cuando está cerrado a la manera de una morada". En ese caso, la frontera entre lo mismo y lo otro es, por tanto, de una luminosa simplicidad: más allá de los límites de la morada, generalmente marcados en forma literal, se extiende un extramundo poblado de extrasujetos, la muchedumbre indistinta de los bárbaros, los salvajes, los marginales, fuente constante de amenazas y vivero potencial de conciudadanos que será preciso domesticar. Son ellos quienes, detrás de las montañas, en la linde de los desiertos, más allá de tal o cual rio, en el corazón de los bosques impenetrables, se niegan con obstinación a compartir el punto de vista totalizador que un colectivo analógico ha elegido y las leyes prudentes que se ha dado, porque no reconocen la autoridad del rey sagrado, ignoran la presencia benevolente de los ancestros o rechazan el auxilio de la luz divina. A diferencia de lo que pasa en los otros modos de identificación, la alteridad es aquí externa al sentido puramente espacial, pues aun en los escalonamientos jerárquicos más acentuados, como el sistema de castas indias, las desigualdades entre los segmentos no son tan decisivas como para que las complementariedades funcionales y el efecto integrador del esquema de distribución que las organiza no puedan compensarlas. Cada casta es, por cierto, diferente de las restantes en virtud de su especialización, su modo de vida, sus prerrogativas y su endogamia reproductiva, pero todas forman en conjunto una totalidad integrada, debido a que producen bienes y servicios unas para otras y dependen solidariamente del gran modelo sociocósmico del que cada una expresa una faceta. En contraste, el animismo, el naturalismo y el totemismo han instalado la alteridad en el corazón mismo de los colectivos, el primero, al ajustarla a la discontinuidad de los cuerpos; el segundo, al atribuirla a la discontinuidad de los espíritus, y el último, al jugar con la diferencia de niveles entre el individuo y la especie.

ANIMISMO
¿En qué consiste exactamente la diferencia de fisicalidades que los sistemas animistas utilizan para introducir la discontinuidad en un universo poblado de personas de atavíos tan dispares, pero, por lo demás, tan humanas en sus motivaciones, sus sentimientos y sus conductas? Esa diferencia radica en la forma y el modo de vida, que induce, mucho mas que la sustancia.

Según Marie Mauzé respecto de los indios de la costa noroeste de Canadá señala: "Se considera que los animales están hechos de una sustancia interna que, por ser esencialmente humana, ha sido transformada en una forma animal por medio de la piel". Entre los kasuas de la Gran Meseta de Papúa-Nueva Guinea, nos dice Florence Brunois, el cuerpo de los humanos, de los árboles y de los animales es recorrido por las mismas sustancias: bebeta (la sangre), ma (el humor vaginal) y sobre todo el omnipresente ibi (la grasa del vientre, pero también el humus o el latex), fuente de materialidad de los cuerpos orgánicos y abióticos.

Entre los Achuares se advierte que, a semejanza de estos, muchas sociedades amazónicas atribuyen a las plantas y a los animales un principio espiritual propio y consideran posible mantener con esas identidades relaciones de persona a persona -de amistad, hostilidad, seducción, alianza o intercambio de servicios- que difieren profundamente de la relación denotativa y abstracta entre los grupos totémicos y las entidades naturales que les sirven de epónimos (persona, animal, o cosa, que da nombre a algo, especialmente un lugar geográfico o una época). En esas sociedades son muy comunes en América del Sur pero también en América del Norte, Siberia y el sudeste asiatico, plantas y animales reciben atributos antropomórficos -intencionalidad, subjetividad, afectos y hasta la palabra en ciertas circunstancias-, al mismo tiempo que características propiamente sociales: la jerarquía de los estatus, comportamientos fundados en el respeto de las reglas de parentesco o códigos éticos, la actividad ritual, etc. En ese modo de identificación, los objetos naturales no constituyen, por lo tanto, un sistema de signos que autorice transposiciones categoriales, sino una colección de sujetos con los cuales los seres humanos tejen día tras día relaciones sociales.

Las mujeres achuares tratan a las plantas del huerto como si fueran niños, los hombres se comportan frente a los animales cazados y a sus amos de acuerdo con las normas exigidas en las relaciones con los parientes políticos. Afinidad y consanguinidad -las dos categorías que rigen la clasificación social de los achuares y orientan sus relaciones con los otros- reaparecen así en las actitudes prescriptas con respecto a los no-humanos.

Para los makunas de la Amazonía colombiana, según Kaj Arhem, los humanos, los animales y las plantas tienen una "forma fenomenológica", que distingue a unos de otros, y una "esencia espiritual", que les es común.

La cuestión de la discontinuidad de los cuerpos es el tema obsesivo que expresam a cual mejor los mitos amerindios, esas historias insólitas de una época en que humanos y no humanos no se diferenciaban, una época en la cual, para tomar ejemplos jíbaros, Chotacabra se encargaba de la cocina, Grillo tocaba la vihuela, Colibrí roturaba los huertos y Vencejo cazaba con cerbatana. En esos tiempos, en efecto, los animales y las plantas dominaban las artes de la civilización, se comunicaban sin trabas entre sí y se ajustaban a los grandes principios de la etiqueta social. en la medida que es posible determinarla, su apariencia era humana, y sólo algunos indicios -su nombre, ciertos comportamientos extravagantes- permitían adivinar en que íban a transformarse. De hecho, cada mito relata las circunstancias que desembocaron en un cambio de forma, la actualización de un cuerpo no-humano de un animal o una planta que antes existía en estado de potencialidad. Por lo demás, la mitología jíbara destaca de manera explícita ese cambio de estado físico, al señalar la consumación de la metamorfosis por la aparición de un rasgo anatómico o la emisión de un mensaje sonoro característico de la especie. En consecuencia, los mitos amerindios no evocan el pasaje irreversible de la naturaleza a la cultura, sino, más bien, el surgimiento de las discontinuidades "naturales" a partir de un continuum "cultural" originario en cuyo seno, humanos y no humanos no se distinguian con claridad. Ese gran movimiento de especiación no conduce, empero, a la constitución de un orden cultural idéntico al que nos es conocido, porque, si bien las plantas y los animales tienen de allí en más fisicalidades diferentes de la fisicalidad de los humanos -y, porlo tanto, costumbres que corresponden al instrumental biológico propio de cada especie-, también han conservado hasta hoy, en su mayor parte, las facultades interiores de las que gozaban antes de su especiación: subjetividad, conciencia reflexiva, intencionalidad, aptitud para comunicarse en un lenguaje universal, etc. Se trata, pues, de personas revestidas de un cuerpo animal o vegetal del cual, llegado el caso, se despojan para llevar una vida colectiva análoga a la de los humanos: los makunas, por ejemplo, dicen que los tapires se pintan con bija para bailar y que los pecaríes tocan la trompa durante sus rituales, mientras que los waris suponen que el pecarí hace cerveza de maiz y que el jaguar lleva la presa a su casa para que su esposa lo cocine.

Durante mucho tiempo se consideró que esta clase de afirmaciones eran el testimonio de un pensamiento reacio a la lógica, incapaz de distinguir lo real del sueño y los mitos, o se las tomó como simples figuras de lenguaje, metáforas o juego de palabras. Pero los makunas, los waris y muchos otros pueblos amerindios que sostienen tales creencias no son más miopes o crédulos que nosotros (los no indígenas). saben bien que el jaguar devora a su presa cruda y que el pecarí devasta las plantaciones de maiz en vez de cultivarlas. Son el jaguar y el pecarí, dicen, los que se perciben a si mismos como si realizaran gestos idénticos al de los humanos, y se imaginan de buena fe que comparten con estos el mismo sistema técnico, la misma existencia social, las mismas creencias y aspiraciones. En síntesis, ni en los mitos ni en la existencia cotidiana los amerindios consideran lo que nosotros llamamos "cultura" como patrimonio exclusivo de los humanos, porque son muchos los animales, y hasta las plantas, a los que se atribuye creer poseerla y vivir conforme a sus normas. resulta dificil, entonces, adjudicar a esos pueblos la conciencia o el presentimiento de una distinción entre la naturaleza y la cultura homóloga a la que nos es familiar, pero que todo en sus maneras de pensar parece desmentir.

Entre los orokaivas, como en otras regiones de Nueva Guinea o de las Américas, la forma-hombre no es, pues, la apariencia anatómica humana en su mera desnudez, sino el cuerpo decorado, enriquecido, sobredeterminado por ornamentos que, aunque tomados del mundo animal y vegetal, no dejan de tener la función de hacer mas tangibles las discontinuidades externas allí donde las continuidades internas inducen a veces peligrosas confusiones. en efecto, ese trabajo sobre la forma de los cuerpos no tiene tanto la finalidad de deslindar al humano del animal con la imposición del sello de la "cultura" sobre la "naturaleza", sino que son precisamente los injertos animales los que sirven a ese fin. El uso de plumas, dientes, pieles, mascaras con picos, colmillos o mechones de pelo permite, de hecho, diferenciar, gracias a los atributos mismos que señalan la discontinuidad de las especies, no al hombre del animal, sino a diversas clases de especies humanas demasiado parecidas por su fisicalidad original: al ostentar adornos característicos, los miembros de tribus vecinas pueden, de tal modo, exhibir diferencias de apariencias semejantes a las que distinguen entre sí a las personas no-humanas.

En la Amazonia, en la zona ártica y circumpolar o en las selvas del sudeste asiático encontramos, en efecto, esta misma idea de que la vitalidad, la energía y la fecundidad circulan de manera constante entre los organismos gracias a la captura, el intercambio y el consumo de carnes. Ese movimiento permanente de reciclado de los tejidos y los fluidos, análogo al que caracteriza a la interdependencia alimentaria en el proceso sinecológico, permite comprender, entonces, por qué todos esos seres que se comen unos a otros podrían distinguirse apenas por las materias que los componen. en los sistemas animistas, ademas, la finalidad de las prohibiciones y prescripciones alimentarias no es tanto prevenir o favorecer la mezcla de sustancias consideradas heterogéneas -como sucede en la medicina china o galénica-, sino impedir o hacer posible la transferencia, desde la especie prohibida o consumida, de rasgos anatómicosparticulares o de ciertas características de comportamiento supuestamente deirivadas de ellos. En cambio, el lugar que cada ser ocupa en la cadena trófica está determinado con toda precisión por su aparato orgánico, porque este condiciona a la vez el medio de vida accesible -terreste, acuático o aéreo- y, a traves de los órganos de locomoción y adquisición de alimentos, el tipo de recurso que podrá extraer de él.

La forma de los cuerpos es, por lo tanto, algo más que la mera conformación física: es el conjunto de instrumental biológico que permite a una especie ocupar un hábitat determinado y desarrollar allí el modo de existencia distintivo por el cual mejor se la identifica. Contra el telón de fondo de una interioridad idéntica, cada clase de seres posee su propia fisicalidad, a la vez condición y resultado de un régimen alimentario y de un modo de reproducción particulares, que induce así un etograma, es decir, un modo de comportamiento especializado cuyas características detalladas no pueden escapar a las facultades de observación que deben desplegar pueblos enfrentados a la necesidad de ganarse la subsistencia en un medioambiente poco antropízado.

Los makunas han teorizado esta concepción de manera original. Ya hemos visto que estos indios dela Amazonia colombiana califican de masa (gente) a un gran número de plantas y animales dotados de un alma idéntica a la suya, pero de los cuales hacen, sin embargo, su pitanza cotidiana. Antes de consumir cualquier alimento vegetal o cárnico, los hombres recitan, pues, mentalmente un conjuro destinado a descontaminarlo, esto es, a despojarlo de sus principios nocivos. Llamados "armas", esos principios son considerados como los poderes que les han tocado en suerte a cada especie durante la génesis mítica, poderes que determinan sus hábitos alimentarios ys su prácticas reproductivas, así como los medios para protegerse en su hábitat. Cada grupo de armas -descriptas como astillas, plumas, venenos, saliva, sangre o semen- objetiva así un conjunto de propiedades biológicas y de disposiciones etológicas consideradas intrínsecas de la identidad de una especie. en consecuencia, la forma corporal es indisociable del comportamiento inducido por ella; enlos numerosos mitos y anécdotas que hablan de la permanencia de un humano en un pueblo de apariencia y maneras completamente humanas, un detalle insólito en las costumbres de sus anfitriones lleva siempre al visitante a tomar súbita conciencia de la naturaleza animal de quienes lo han acogido: un plato de carroña servido con cortesía revela gente-bruitre, un nacimiento ovíparo delata gente-serpiente, un apetito canibal deja ver gente-jaguar.

Si los animales pueden despojarse a voluntad de la envoltura corporal propia de su especie y exhibir la dimensión humana de su interioridad, sin perder pese a ello los atributos de su comportamiento, es porque las formas son fijas para cada clase de entidades, sin perder pese a ello los atributos de su comportamiento, es porque las formas son fijas para cada clase de entidades, pero variables para las entidades mismas. Un rasgo clásico de muchas ontologías animistas es, en efecto, la capacidad de metamorfosis reconocida a los seres dotados de una interioridad idémtica; un humano puede incorporarse a un animal o una planta, un animal puede adoptar la forma de otro animal, un animal o una planta pueden despojarse de su vestimenta para desnudar su alma objetivada en un cuerpo de humano. Es cierto que, en muchos casos, esas transformaciones solo se verifican en los mitos que constituyen historias de metamorfosis por excelencia. Empero, al menos, en las Américas, rara vez los personajes de losmitos quedan vonfinados en le pasado indefinido en el cual se dice que adquirieron sus propiedades distintivas, pues los efectos de sus acciones benévolas u hostiles se hacen sentir hasta nuestros días. Nunkui, la creadora de las plantas cultivadas entre los jíbaros, sigue ejerciendo su tutela sobre los huertos contemporáneos, y las mujeres buscan activamente su ayuda.

con bastante frecuencia, en efecto, se adjudica esa capacidad de metamorfosis a personas humanas y no-humanas absolutamente "corrientes", es decir, sin antecedentes míticos, como testimonio de carácter normal de la intercambiabilidad de las formas en todos aquellos que poseen una misma subjetividad. Sim embargo, la plasticidad no es total, y ciertas modalidades de incorporación son menos habituales que otras. El paso del animal al humano y el del humano al animal son una constante de las categorías animistas: el primero devela la interioridad, mientras que el segundo es un atributo del poder supuesto en algunos individuos -chamanes, hechiceros, especialistas rituales- de trascender a voluntad la discontinuidad de las formas para tomar como vehículo el cuerpo de especies animales con las cuales mantiene relaciones privilegiadas. La metamorfosis de un humano en planta o de una planta en humano no es tan común, y menos aún lo es la de un animal de una especie en un animal de otra. En cuanto a la posibilidad de que el alma de un humano vivo invista el cuerpo de otro humano, no parece atestiguada en ninguna de las ontologías animistas, lo cual confirma la comprobación ya clásica de una imcompatibilidad de principio entre la posesión y lo que por comodidad se denomina "chamanismo". La conclusión que se puede extraer de ese registro de las metamorfosis concebibles e inconcebibles es que el fondo común de la interioridad tiene su orgen en el repertorio de las disposiciones observables de los humanos, mientras que la discontinuidad de las fisicalidades toma como modelo la sorprendente diversidad de los cuerpos animales: en la escena del mundo, los primeros aportan la partitura, y los segundos la variedad de ejecuciones instrumentales.

La discontinuidad de las formas y de los modos de vida que se les asocian perfila, en efecto, colectividades distintas, cada una de ellas provista de las características que definen la dotación anatómica de sus miembros, su habitat y los usos que una y otro autorizan. Entre los chewongs, por ejemplo, "todos los personajes" actúan de manera cultural y social, y mientras uno se comporte de conformidad con las premisas morales de su especie, no podrá ser estigmatizado en modo alguno por sus actos; en Siberia, las relaciones entre las especies animales son vistas como relaciones entre tribus; en la zona circumpolar, se considera que los animales, como los humanos, forman su propia comunidad, y los miembros de cada una de ellas puede visitar las comunidades de los otros; para los crees de Canadá, los animales cazados viven en grupos sociales similares a los de los indios; los sioux oglalas hablaban invariablemente de todas las categorías animales como representantes de los pueblos "como nosotros"; finalmente, según los makunas, las comunidades animales estan organizadas de acuerdo con los mismos principios que las sociedades humanas, se dice que cada especie o comunidad de animales tiene su propia "cultura", su saber, sus costumbres y sus bienes materiales, por medio d elos cuales asegura su subsistencia en cuanto clase de seres distintas. Para cada especie existe, por consiguiente, un cuerpo básico, que es también un cuerpo social y un cuerpo de preceptos, y si bien el cambio de formas siempre es posible, esa operación no afecta la identidad intrínseca de los individuos; en resumen, lo que soistiene Howell acerca de la metamorfosis entre los chewongs puede, sin duda, generalizarse al conjunto de las sociedades animistas: "Eso sólo puede hacerse durante breves períodos, y es un asunto riesgoso".

De qué sirve, por lo tanto, encarnarse en otro cuerpo? Además de que uno se expone a no poder recuperar su forma de origen -suerte a veces reservada a los chamanes en extremo temerarios, así como a no pocos humanos en los mitos-, ese tipo de proceso, tomado al pie de la letra, requiere la suspensión de muchas de las exigencias delsentido común. Los achuares, los makunas o los chewongs no se pasan la vida transformandose en anacondas, tapires o tigres, ni estos revelando a los humanos su interioridad disfrazada. Durante la mayor parte del tiempo, mientras cada uno se alimenta de los otrs con las herramientas que le son propias, las relaciones entre las diferentes clases de seres se desenvuelven bajo el aspecto de la fisicalidad, es decir, según los usos dictados por sus respectivos etogramas.

Para que la metamorfosis propiamente dicha surta efecto y permita comprobar en una verdadera experiencia intersubjetiva las propiedades atribuidas a los seres que pueblan el mundo, es necesario dar un paso más y superar la barrera de las formas. Ahora bien, esto es sólo posible en dos circunstancias: cuando las plantas, los animales olos espíritus que son sus hipóstasis visitan a los humanos bajo la misma apariencia que ellos -la más de las veces en sueños-, o cuando los humanos, en general chamanes, van a visitar a esas mismas entidades. En uno u otro caso, el visitante se sitúa frente a sus anfitriones en un pié de igualdad indispensable para que se establezca una comunicación, adoptando las marcas exteriores de aquellos a quienes se dirige -los no humanos exhiben su interioridad bajo el aspecto de la fisicalidad humana, y los humanos abandonan su fisicalidad para asumir la de un no-humano o moverse sin trabas en el mundo de las formas interiores-, y de esa manera significa que se coloca en el punto de vista de aquellos a cuyo encuentro va.

La metamorfosis no es, en consecuencia, un develamiento o un disfraz, sino la fase culminante de una relación en la que cada uno, al modificar la posicón de observación que su fisicalidad original le impone, se afana en coincidir con la perspectiva desde la cual cree que el otro se contempla a sí mismo. Por ese desplazamiento del ángulo de mira en el que uno procura ponerse en el "pellejo" del otro adhiriendo a la intencionalidad que se le atribuye, el humano ya no ve al animal como lo ve habitualmente, sino tal cual este se ve a sí mismo, como humano, y el chamán es percibido no como él suele verse, sino tal cual desea ser visto, como animal. Mas que una metamorfosis, en suma, se trata de una anamorfosis.

Este carrusel de puntos de vista no puede dejar de evocar lo que viveiros de Castro llama "perspectivismo", concepto que designa la cualidad posicional de las cosmologías amerindias, y cuya naturaleza e implicaciones ha desarrollado en relación con la definición del animismo que yo había propuesto en un primer momento. El autor parte de la comprobación efectuada respecto de numerosos pueblos autóctonos de las Américas: "Los humanos, en condiciones normales, ven a los humanos como humanos, a los animales como animales y a los espíritus (si los ven) como espíritus: los animales (depredadores) y los espíritus ven a los humanos como animales (presas), mientras que los animales (de caza) ven a los humanos como espíritus o como animales (depredadores). en cambio, los animales y los espíritus se ven como humanos; se aprehenden como antropomorfos (o llegan a serlo) cuando están en sus propias casas o aldeas, y viven sus propios usos y características bajo el aspecto de la cultura".

Los amerindios, al decir que los no-humanos son personas dotadas de alma, les confieren, en realidad, una posición de enunciadores que los define como sujetos: "es sujeto quien tiene un alma, y tiene un alma quien es capaz de un punto de vista". El "perspectivismo" es, por lo tanto, expresión de la idea de que todo ser que ocupa un punto de vista de referencia, y se pone por ello en situación de sujeto, se discierne bajo la apariencia de la humanidad, y la forma corporal y los usos de los humanos constituyen, entonces, atributos pronominales del mismo tipo que las autodesignaciones etnonímicas. Empero, el perspectivismo no es, por ende, un relativismo en el cual cada especie de sujeto se forja una representación diferente de un mundo material que por otra parte es idéntico, porque la vida de los no-humanos está ordenada por los mismos valores que la vida de los humanos: igual que estos últimos, aquellos cazan, pescan o hacen la guerra. A juicio de Viveiros de Castro, lo diferente son las cosas mismas que ellos perciben: si los animales ven a los humanos como animales depredadores, o consideran la sangre como cerveza de mandioca, es porque el punto de vista en que se sitúan de pende de sus cuerpos, y estos se distinguen del nuestro en cuanto a las disposiciones intrínsecas que manifiestan.

En el animismo "estandar", los humanos dicen que los no-humanos se perciben como humanos porque, pese a sus formas diferentes, tanto unos como otros tienen interioridades (almas, subjetividades, intencionalidades, posiciones de enunciación) semejantes. El perspectivismo agrega a esto un cláusula: los humanos dicen que los no-humanos no ven a los huamanos como humanos, sino como no-humanos (animales depredadores o espíritus). Si los humanos se ven con una forma humana y ven a los no-humanos con una forma no-humana, los no-humanos que se ven con una forma humana deberían ver a los humanos con una forma no-humana. empero, esta inversión cruzada de los puntos de vista, que caracteriza por derecho propio al perspectivismo, dista de verificarse en todos los sistemas animistas.

La situación mas común, típica de la mayoría de las ontologías animistas, es más bien aquella en que los humanos se conforman con decir que los no-humanos se perciben como humanos. Los no-humanos solo pueden aprehender a los humanos bajo su forma humana. Puede inferirse, en efecto, que los animales ven a los humanos como tales debido al hecho, atestiguado por muchos ejemplos, de que los primeros, o sus representantes, entablan con los segundos, o aceptan de su parte, un comercio corriente de humano a humano, y para hacerlo adoptan, en general, una forma humana que es como un signo de reconocimiento. Así, cabe mencionar, entre los yaguas de la Amazonia peruana, el relato de un cazador que va a visitar al alma de los animales del aguajal (un palmar inundado) para negociar con ella las presas de caza; o la referencia que hace Gerardo Reichel-Dolmatoff acerca de que los animales visitan a los cazadores desanas (Amazonia colombiana), en sus sueños, bajo la apariencia de muchachas complacientes que pretenden seducirlos; asimismo, la anécdota contada por un achuar sobre su amistad con una nutria de forma humana, una de las encarnaciones de Tsunki, el espíritu de las aguas o, finalmente, entre los crees, la costumbre de los cazadores de explicarle al oso al que se aprestan a matar las razones de su actitud, discurso que, según se dice, este animal comprende. Es dificil pensar que esas interacciones podrían considerarse posibles si los animales vieran a los humanos simplemente como animales deprededadores de caza.

Los no-humanos se distinguen de los humanos (y entre sí) por los hábitos comportamentales determinados por los instrumentales biológicos propios de cada especie, hábitos que subsisten en su cuerpo aun cuando se perciben como humanos. Aún cuando las personas no-humanas aprehenden su propio cuerpo bajo la apariencia de la morfología humana, son también sensibles al hecho de que esos cuerpos difieren en gran medida por las disposiciones respectivas incorporadas a ellos (la finta, el ataque, las costumbres diurnas o nocturnas, la soledad o el caracter gregario), así como fifieren por su manera de preentarse en acción frente a los otros (por medio de los adornos, la decoración, la gestualidad, los tipos de armas y herramientas que utilizan, las lenguas que hablan). Por consiguiente, la fisicalidad, base de la discontinuidad de las especies, es más que la nuda anatomía: la específica por las multiples maneras de hacer uso de los cuerpos, de mostrarlos y de prolongar sus funciones -elementos, todos ellos, que suman una forma determinada de actuar en el mundo a la forma recibida al llegar a él.

Al postular la simetría invertida de los puntos de vista, el perspectivismo aprovecha de manera ingeniosa, en efecto, la posibilidad inaugurada por la diferencia de las fisicalidades en que se funda el animismo. empero, hay en ello un injerto que muchos pueblos del archipiélago animista omitieron intentar, no por falta de imaginación o de aptitud para la conversión reflexiva, sino quizá porque introduce un nivel de complejidad complementario en una ontología posicional que ya hace dificil, en todas las situaciones estables a los existentes con quienes uno se codea. Estamos aquí muy lejos del tranquilizador mundo del ser y el ente, de las cualidades primeras y las cualidades segundas, de las formas perennes y el conocimiento como desocultación -comprobación bastante regocijante, en definitiva, para todos los que están cansados de un mundo demasiado uniforme-.

El modo de identificación animista distribuye a humanos y no-humanos en tantas especies "sociales" como formas-comportamientos hay, de suerte que las especies dotadas de una interioridad análoga a la de los humanos viven, supuestamente, en el seno de colectivos que poseen una estructura y propiedades idénticas: se trata de sociedades completas, con jefes, chamanes, rituales, viviendas, técnicas, artefactos, que se reúnen, se mancomunan y se pelean, proveen a su subsistencia y se casan según las reglas vigentes, y cuya vida en común tal como lo describen los humanos permitiría llenar todas las secciones habituales de una monografía etnológica. Por "especie", además, no hay que entender aquí sólo a los humanos, los animales y las plantas, porque prácticamente todos los existentes tienen una vida social; como describe Waldemar Bogoras con respecto a los chukchis de Siberia oriental, "hasta las sombras sobre la pared constituyen tribus particulares y tienen su propio país, donde viven en cabañas y subsisten gracias a la caza". En todo el territorio del animismo, los miembros de cada tribu-especie comparten así una misma apariencia, un mismo hábitat, un mismo comportamiento alimentario y sexual, y son en principio endogámicos. Por supuesto, las uniones interespecíficas no son desconocidas, sobre todo en los mitos, pero exigen, precisamente, que uno de los cónyuges se despoje de sus atributos de especie a fin de que su pareja lo reconozca como idéntico a ella.

Puede suceder también que un miembro de una tribu-especie goce de una suerte de afiliación complementaria a otra tribu-especie, sobre todo en el caso de los chamanes, intermediarios por excelencia entre los colectivos humanos y los colectivos animales. Así, entre los waris de Brasil, un hombre se convierte en chamán cuando un espíritu animal implanta en {el ingredientes de su alimento que lleva distribuidos en su propio cuerpo (en general, vainas de bija, semillas o frutas). Mediante esta acción, que equivale a establecer una relación de comensalidad, el espíritu animal entabla un vigorozo lazo con un humano, que le permite a este último movilizar el concurso de la especie correspondiente. A raiz del transplante de alimento, el jami karawa (animal corriente cuyo cuerpo está habitado por un espíritu de forma humana que el chamán, por su parte, tiene la facultad de percibir bajo las apariencias de un wari cualquiera) se convierte en amigo del chamán y en suegro potencial, porque el hombre, tras su muerte, se transformará en un animal de la misma especie que su compañero y se casará con una de sus hijas. El lazo así creado le prohíbe al chamán matar y consumir animales de la especie que lo ha acogido, y le concede a cambio la facultad de erigirse en intercesor ante ellos cuando una enfermedad que estos han enviado afecta a los humanos de su propia comunidad. Entre los huaoranis de la Amazonía ecuatoriana, al contrario, son los animaleslos que piden integrarse al colectivo humano, y no los humanos los invitados a unirse a un colectivo animal: los chamanes (literalmente pariente de jaguar) son elegidos como padres adoptivos por un espíritu jaguar que manifiesta su intención en los sueños y luego visita con regularidad a su nueva familia durante la noche, expresandose por boca del chamán. En ambos casos, la incorporación a otra tribu-especie como una suerte de ciudadano honorario no suspende, empero, la pertenencia a la tribu-especie originaria, ni implica en modo alguno la pérdida de los atributos de forma y comportamiento asociados a ella.

La "naturaleza" y la "sobrenaturaleza" animistas se hallan, pues, pobladas de colectivos sociales con los cuales los colectivos humanos entablan relaciones según normas que se suponen comunes a todos, pues humanos y no-humanos no se limitan a intercambiar perspectivas, cuando lo hacen; intercambian también, y sobre todo, signos, introducción a veces de intercambios de cuerpos -en todo caso, indicaciones de que se comprenden mutuamente en sus interacciones prácticas-. Y unos y otros sólo pueden interpretar esos signos si estos están avalados por instituciones que los legitiman y les dan sentido, como un modo de garantizar que los errores en la comunicación interespecífica se reduzcan al mínimo. Sin duda, el jaguar huaorani pide ser adoptado como un hijo, y no como un yerno, el jaguar wari escoge a un chamán como un suegro, y no como un padre, y el mono lanudo se presenta ante el cazador como un cuñado, y no como un hermano. Cada uno de esos registros se expresa en enunciados considerados inteligibles por ambos interlocutores, no solo porque se los formula en una misma lengua, sino también debido a su conformidad con un sistema de actitudes y obligaciones compartidas por los miembros d elos colectivos relacionados.

¿De acuerdo con qué modelo se conciben estos colectivos sociales isomorfos? Con el de la sociedad humana, claro está, al menos el de la sociedad particular que presta su organización interna, su sistema de valores y su modo de vida a los colectivos de personas no-humanos con los que interactúa. Para los cazadores recoletores no hay un mundo de la sociedad y un mundo de la naturaleza -el primero proyectado en el segundo como un principio organizador-, sino un mundo único en cuyo seno los humanos aparecen como "organismos-personas" que mantienen relaciones con todos los otros existentes, sin distinción.

En los colectivos animistas, las categorías sociales no cumplen otro papel que el de etiquetas cómodas que permiten caracterizar una relación, con prescindencia del estatus ontológico de los términos que esta vincula. Dentro del limitado número de relaciones que es posible entablar con los existentes, cada grupo humano selecciona algunas a las que asigna una función rectora en sus interacciones con el mundo. Ahora bien, la etnografía de las sociedades animistas muestra de manera inequívoca que esas relaciones polivalentes se formulan, sistemáticamente, en el lenguaje de las vinculaciones instituidas entre humanos, no en el de las vinculaciones entre no-humanos. En la Amazonia, en la América subártica, en Siberia septentrional, los lazos que unen entre sí a los animales o los espíritus, y a estos con los hombres, siempre se califican mediante un vocabulario extraído del registro de la sociabilidad entre humanos: la amistad, la alianza matrimonial, la autoridad de los mayores sobre los menores, la adopción, la rivalidad entre tribus, la deferencia para con los ancianos.

Para sintetizar: en el mundo animista, tanto las relaciones entre no-humanos como las relaciones entre humanos y no-humanos se caracterizan como relaciones entre humanos, y no a la inversa.

Los achuares distinguen tres grandes tipos de relaciones entre humanos y no-humanos: una relación de maternidad entre las mujeres y plantas que cultivan, en primer lugar la mandioca; una relación de afinidad entre los hombres y los animales que cazan, y una relación de amansamiento con respecto a los animales familiares encontrados o recogidos durante una cacería cuando eran pequeños. En lo tocante a la primera relación, lo cierto es que también en algunos no-humanos pueden detectarse comportamientos maternales. Sea como fuere, el lazo maternal establecido por las mujeres ahuares con la mandioca, y mantenido por un flujo continuo de encantamientos dirigidos al alma de sus hijos fron dosos, es de naturaleza muy distinta que el vínculo que entablan con sus hijos humanos o el que pueden observar en el entorno: no dan a luz plantas, aunque simulan hacerlo al propagarlas por desqueje; no las amamantan, sino que, al contrario, seprotegen de su propensión vampírica, porque se dice que la mandioca chupa la sangre de quienes están en contacto con sus hojas; no comen a sus retoños humanos como sí lo hacen con su progenitura vegetal, e incluso alimentan a los primeros con la segunda. Estas dos relaciones no son literalmente equivalentes: una, la relación con los hijos humanos, crea la atmósfera general que permite calificar la segunda como una actitud maternante en la que intervienen en partes iguales la solicitud y la firmeza. Por otro lado, la relación de afinidad, típicamente la que se establece entre dos cuñados, es inhallable entre los no-humanos: el cazador no tiene relaciones sexuales con las hembras de la especie de la cual es cuñado genérico, no está endeudado respecto de los espíritus amos de los animales de caza como lo está con respecto a su suegro, y la observación atenta de los monos lanudos o de los tucanes nunca le permitirá inferir que practican el intercambio de hermanas, como se dice que lo hacen y tal cual los achuares lo propician para sí mismos. También en este caso, el ambiente de la relación de afinidad entre hombres, hecha de rivalidad, regateos y hostilidad real o potencial, da a la relación con los animales de caza su tonalidad particular.

El amansamiento es un caso especial. En efecto, esta relación muy común de familiarización no concierne sólo a los animales salvajes aclimatados en la casa, sino que también caracteriza el vínculo de los chamanes con sus animales y espíritus auxiliares, una concepción cuya difusión por toda la Amazonia ha mostrado Carlos Fausto. Por añadidura, esa relación de dependencia y control relativos que los humanos logran imponer a diversos tipos de no-humanos se utiliza, asimismo, en determinados contextos, para designar una relación entre humanos: mediante ese proceso se califica el tierno y progresivo acostumbramiento de cada uno de los cónyuges al otro a lo largo de la vida conyugal. Un uso de esas características no hace mas que realzar la dimensión humana de la relación de amansamiento que se establece siempre a iniciativa de los indios, ya sea dirigida a los animales,con el fin de incluirlos en la comunidad doméstica -donde se los trata con el afecto un poco brusco reservado a los huérfanos-, o a los asistentes del chamán, para que acepten poner sus facultades extrahumanas al servicio de este. Agreguemos que entre los animales en libertad la adopción de las crías de una especie por otra sigue siendo un fenómeno muy excepcional, por lo cual dificilmente proporcionar un modelo analógico al amansamiento practicado por los humanos. Los ahuares sostienen sin hesitar que los espíritus amos de los animales de caza consideran a las especies protegidas por ellos como animales de compañía, pero ningún achuar me reveló jamás haber tenido la oportunidad de comtemplar a un espíritu -invisible por otra parte- en trance de amansar a una piara de pecaríes. En el caso achuar, como en elconjunto de sociedades animistas, hay que admitir, entonces, que esquemas generales de relaciones que se aplican indistintamente a los humanos y a los no-humanos sólo llegan a ser representables o susceptibles de enunciación cuando se recurre a las formas habituales en que esas relaciones se presentan en los vínculos entre humanos, y no mediante préstamos tomados del registro de la fitosociología o los comportamientos animales.

Los pueblos animistas tienen buenos motivos para inclinarse por una formulación "sociocéntrica" de las relaciones con las personas no-humanas. En primer lugar, las relaciones entre humanos son de acceso inmediato, se concretan día tras día y siempre están marcadas en el plano linguistico, aunque sólo sea en el vocabulario del parentesco, mientras que las relaciones entre no-humanos son o bien formalmente similares a las existentes entre humanos y expresables en los mismos términos (la maternidad, la conyugalidad, la rivalidad, la depredación), o bien más dificiles de calificar de manera precisa. Cabe recordar que hubo que esperar hasta el siglo XX para que la ecología científica definiera y nombrara fenómenos como el parasitismo, la comensalidad, la sucesión biótica, la cadena trófica o la articulación de los nichos. En segundo lugar, las relaciones entre humanos parecen más formalizadas: su contenido está especificado por reglas de conducta explícitas y su normatividad es apuntalada por la repetición previsible delas aptitudes prescriptas. Por último, esas relaciones autorizan variaciones más amplias que las interacciones observables enre no-humanos, toda vez que la práctica puede modularlas y es posible someter a evaluación pública su conformidad a una regla; sus diferencias de expreciones instituidas resultan también más manifiestas cuando, con una mirada crítica, se las compara con las formas que revisten en las sociedades vecinas, ejercicio al que todoslos pueblos son muy aficionados. De tal manera, las relaciones entre humanos se presentan como esquemas abstractos y reflexivos más cómodos de manipular, más fáciles de memorizar y más sencillos de movilizar para un uso extendido que las relaciones detectables en el medioambiente no-humano. Todo esto las habilita para funcionar en las ontologías animistas como parámetros cognitivos flexibles y eficaces, que permiten conceptualizar las relaciones de los humanos con todas las entidades que están dotadas de una interioridad análoga a la suya.

El colectivo animista se presenta, por tanto, como una especie cuyas relaciones se califican por las que los humanos entablan entre sí, pero es una especie de un género muy particular y que apenas corresponde a la definición propuesta por el naturalista. con excepción de la especie humana -que puede objetivarse como tal gracias al privilegio reflexivo que le otorga su interioridad-, se considera, pues, que los de todas las demás especies naturales ignoran su pertenencia a un conjunto abstracto que la mirada exterior del sistemático ha aislado, en la trama de lo viviente, de acuerdo con criterios clasificatorios elegidos por él. En la clasificación naturalista, la especie A se distingue de la especie B porque la especie C así lo decreta en razón de las facultades singulares de discernimiento racional que su humanidad le confiere. En la identificación animista, me experimento como miembro de la especie A no sólo porque difiero de los miembros de la especie B por atributos notorios, sino debido a que la existencia misma de B me permite saberme diferente, ya que esta no tiene sobre mí el mismo punto de vista que yo. en suma, la perspectiva delsupuesto clasificador debe ser, en este caso, absorvida por el clasificado para poder verse verdaderamente como distinto de él.

Ese mecanismo de alteridad constituyente es algo muy distinto de la simple representación de sí a través del espejo del otro, un medio universal de captación de identidad individual y colectiva, porque en ciertas condiciones termina en una identificación completa con el punto de vista del otro. en la Amazonia adquiere una forma paradigmática, que Eduardo Viveiros de Castro, al referirse a los grupos tupís, tuvo el acierto de llamar "cogito canibal": la antropofagia ritual de los tupí-guaraníes no es la absorción narcisista de de cualidades o atributos, ni una operación de diferenciación contrastiva (no soy aquel a quién como), sino, muy por el contrario, un intento de "convertirse en otro" mediante la incorporación de la posición que el enemigo ocupa con respecto de mí, lo cual abre la posibilidad de salir de mí mismo para aprehenderme desde afuera como una singularidad (aquel a quién como define quién soy). El exocanibalismo, la cacería de cabezas, la apropiación de distintas partes del cuerpo del enemigo, la captura de personas en las tribus vecinas, todos estos fenómenos indisolublemente ligados a la guerra en las tierras bajas sudamericanas responden así a una misma necesidad: el yo sólo puede construirse asimilando de manera concreta personas y cuerpos ajenos, no en cuanto sustancias dadoras de vida, trofeos dadores de prestigio o cautivos dadores de trabajo, sino como indicadores de la mirada exterior que posan sobre mí en razón de su procedencia.

Philippe Erikson escribe al respecto: "Se puede, de todos modos, llegar a afirmar que el extranjero no sólo es percibido como una especie de reservorio de poder en bruto al que se trata de socializar, sino que se lo define más exactamente como el modelo, cuando no el garante, de las virtudes constitutivas de la sociedad." En este punto cobra toda su significación la temática delperspectivismo desarrollada por Viveiros de Castro. en efecto, aun en los colectivos animistas en que no se afirma rotundamente que los animales que se ven como humanos aprehenden a estos como no-humanos, hay muchos indicios de que la identidad se define, ante todo, mediante el punto de vista sobre uno mismo que adoptan los miembros de otros colectivos, colocados debido a ello en una posición de observadores exteriores: los muertos, los blancos, los animales de caza, los espíritus y hasta el étnologo (que a veces puede ocupara varias de esas posiciones al mismo tiempo).

Para las sociedades animistas (pueblos amazónicos, del Gran chaco y de la siberia) las montañas, ríos, el cielo, la tierra, determinados lugares característicos, rocas, plantas, animales, árboles, etc. están dotados de alma o consciencia propia. Tienen conciencia reflexiva e intencionalidad, los hace capaces de experimentar emociones y les permite intercambiar mensajes tanto entre sus pares como con los miembros de otras especies. Esta comunicacíon extralinguistica es posible gracias a la aptitud que se le reconoce al alma de vehiculizar, sin mediación sonora, pensamientos y deseos hacia el alma de un destinatario, y de modificar asi, a veces sin su consentimiento, su estado de animo y comportamiento.

En la mente del indio, el saber técnico es indisociable de la capacidad de crear un medio intersubjetivo en el que se despliegan relaciones reguladas de persona a persona, entre el cazador, los animales y los espiritus amos de las piezas de caza, y entre las mujeres, las plantas del huerto y el personaje mitico que ha engendrado las especies cultivadas. La naturaleza no es un objeto a socializar, es el sujeto de una relación social; prolongación de la casa familiar, es verdaderamente domestica hasta en sus reductos mas inaccesibles. No hay separación entre espacio domestico y espacio salvaje.

Los humanos pueden convertirse en animales, los animales pueden convertirse en humanos y el animal de una especie puede transformarse en un animal de otra. Las relaciones entre humanos y no humanos se presentan como relaciones de comunidad a comunidad.

La organización social de los animales es semejante a la de los hombres: la solidaridad entre los integrantes de una especie se asimila a los deberes de asistencia entre los miembros de un mismo clan, mientras que las relaciones entre especies se describen como relaciones entre tribus.

Los pueblos indígenas de América nunca hicieron una diferenciación entre naturaleza y cultura. Los pueblos indios cuando dicen que la mayoría de las plantas y los animales poseen un alma similar a la de los humanos, una facultad que los incluye entre las personas en cuanto los dota de conciencia reflexiva e intencionalidad, los hace capaces de experimentar emociones y les permite intercambiar mensajes tanto entre sus pares como con los miembros de otras especies -entre ellas los hombres-. Esta comunicación extralingüística es posible gracias a la aptitud que se le reconoce al alma de vehiculizar; sin mediación sonora, pensamientos y deseos hacia el alma de un destinatario, y de modificar así, a veces sin consentimiento de este, su estado de ánimo y su comportamiento. Los seres humanos disponen a ese efecto de una vasta gama de encantamientos mágicos, por medio de los cuales pueden actuar a distancia sobre sus congéneres, pero también sobre las plantas y los animales, al igual que sobre los espíritus y ciertos artefactos.

La selva y los terrenos desbrozados para cultivo constituyen los teatros de una sociabilidad sutil en que día tras día, se engatuza a los seres a los que solo la diversidad de las apariencias y la falta de lenguaje distinguen efectivamente de los humanos. La naturaleza no es aquí una instancia trascendente o un objeto a socializar, sino el sujeto de una relación social; prolongación del mundo de la casa familiar, es verdaderamente domestica hasta en sus reductos más inaccesibles.

En la medida en que la categoría de las 'personas' engloba espíritus, plantas y animales, todos dotados de un alma, esta cosmología no discrimina entre los humanos y los no humanos: se limita a introducir una escala de orden según los niveles de intercambio de información considerados factibles.

En el pensamiento moderno colonial occidentalizado, la naturaleza sólo tiene sentido en oposición a las obras humanas, ya se prefiera dar a estas el nombre de 'cultura', 'sociedad' o 'historia', en el lenguaje de la filosofía y las ciencias sociales, o bien de espacio antropizado, mediación técnica o ecúmene, en una terminología más especializada.

Una cosmología en que la mayoría de las plantas y de los animales están incluidos en una comunidad de personas que comparten total o parcialmente las facultades, los comportamientos y los códigos morales atribuidos, por lo común a los hombres, no responde de ninguna manera a los criterios de una oposición semejante.

Por ejemplo para los makunas, la interacción entre los animales y los humanos se concibe, asimismo, bajo la forma de una afinidad, aunque ligeramente diferente del modelo achuar, porque el cazador trata a su presa como un consorte potencial, y no como un cuñado.

Las categorizaciones ontológicas son, de todos modos, mucho más elásticas en razón de la facultad de la metamorfosis reconocida a todos: los humanos pueden convertirse en animales, los animales pueden convertirse en humanos y el animal de una especie puede transformarse en un animal de otra. El intercambio permanente de las apariencias no permite atribuir identidades estables a los componentes vivos del medioambiente.

Las relaciones entre humanos y no-humanos se presentan, en efecto, como relaciones de comunidad a comunidad, definidas en parte por coacciones utilitarias de la subsistencia, pero que pueden adoptar una forma particular en cada tribu y servir, así, para diferenciarlas.

A cada grupo tribal incumbe la responsabilidad de velar por las poblaciones específicas de plantas y animales de las que se alimenta, y esta división de tareas contribuye a definir la identidad local y el sistema de relaciones interétnicas en función del vínculo de afinidad con conjuntos diferenciados de no-humanos.

Gracias al intercambio permanente de las apariencias generado por los desplazamientos de perspectiva, los animales se consideran de buena fe dotados de los mismos atributos culturales que los humanos: para ellos, sus copetes son coronas de plumas; su pelaje es un vestido; su pico, una lanza, y sus garras, cuchillos.

Trabajos recientes de ecología histórica han establecido que la horticultura itinerante sobre chamiceras, así como la silvicultura, practicadas a lo largo de varios milenios por los pueblos autóctonos de la Amazonia, provocan profundas transformaciones en la composición de la flora selvática, al contribuir, en especial, a favorecer la concentración de ciertas especies no domesticadas, o domesticadas y vueltas al estado silvestre.

Tanto en el Gran Norte como en América del sur, la naturaleza no se opone a la cultura: la prolonga y la enriquece en un cosmos donde todo se ajusta a las medidas de la humanidad.

Pese a la diferencia de lenguas y de pertenencias étnicas, el mismo complejo de creencias y ritos gobierna por doquier la relación del cazador con la presa. Al igual que en la Amazonia, se concibe a la mayoría de los animales como personas dotadas de alma, lo cual le otorga atributos completamente idénticos a los de los humanos, tales como la conciencia reflexiva, la intencionalidad de la vida afectiva o la observancia de los preceptos éticos.

Para los grupos indígenas crees, la sociabilidad de los animales es semejante a la de los hombres y se nutre de las mismas fuentes: la solidaridad, la amistad y la deferencia para con los ancianos, en este caso los espíritus invisibles que dirigen las migraciones de los animales de caza, organizan su dispersión territorial y están encargados de su regeneración.

Los pueblos cazadores de la taiga desde Siberia oriental hasta Alaska también conciben sus relaciones con el medioambiente de manera similar. Los animales mismos poseen un alma, idéntica en su esencia al alma de los humanos, a saber: un principio de vida relativamente autónomo con respecto a su soporte material, lo cual le permite al espíritu de la presa vagabundear, sobre todo después de su muerte, y asegurarse ante sus congéneres de que, de ser necesario, el animal será vengado.

La organización social de los animales es, en efecto, semejante a la de los hombres: la solidaridad entre los integrantes de una especie se asimila a los deberes de asistencia entre los miembros de un mismo clan, mientras que las relaciones entre especies se describen como relaciones entre tribus.

Hacer del chamanismo una forma de religión arcaica definida por unos rasgos típicos -presencia de individuos que dominan las técnicas del éxtasis y se comunican con potencias sobrenaturales que les delegan poderes- supone otorgar a la persona y los actos del chaman un papel desmesurado en la definición de la manera que la sociedad se esfuerza por dar sentido al mundo. En la región subartica, así como en no pocas sociedades amazónicas, las relaciones entre humanos y no-humanos son, ante todo, relaciones de persona a persona, mantenidas y consolidadas a lo largo de la existencia de todos y cada uno. Esos lazos individuales de connivencia escapan a menudo al control de los especialistas rituales, cuya tarea, cuando los hay, se limitan en muchos casos al mero tratamiento de los males del cuerpo. Es aventurado, entonces, afirmar que una concepción predominante del mundo pueda ser producto de un sistema religioso centrado en una institución, el chamanismo, cuyos efectos quedan a veces limitados a un sector reducido de la vida social.

Los pueblos cazadores recolectores deben su subsistencia de plantas y animales cuya reproducción y número no dominan, por eso tienden a desplazarse conforme a la fluctuación de los recursos, a veces abundantes pero con frecuencia distribuidos de manera desigual según los lugares y las estaciones. Para los esquimales se trata, pues, de vastas migraciones que exigen familiarizarse a intervalos regulares con sitios nuevos, o recuperar antiguas costumbres y referencias que la frecuentación de un lugar donde otrora se habían establecido dejó fijadas en la memoria.

La mayoría de los pueblos cazadores recolectores dividen su ciclo anual en dos fases: un periodo de dispersión en pequeños grupos móviles y un periodo bastante breve de concentración en un sitio que les brinda la posibilidad de desarrollar una vida social más intensa y permite el cumplimiento de los grandes rituales colectivos. Sería poco realista, empero, considerar ese reagrupamiento temporario a la manera de un hábitat aldeano, es decir, como el centro regularmente reactivado de una influencia ejercida sobre el territorio circundante: aquellos parajes son familiares, sin duda, y siempre se vuelve a ellos con placer, pero su frecuentación renovada no los convierte, pese a todo, en un espacio domesticado que contraste con la anomia salvaje de los lugares visitados el resto del año.

Los restos a veces apenas visibles de un campamento abandonado; una cañada, un árbol singular o un meandro que recuerda el lugar de una persecución o el acecho de un animal; el reencuentro con un sitio donde uno fue iniciado, se casó o dio a luz; el lugar en donde perdió a un pariente y que a menudo deberá evitarse. Pero esos signos no existen en sí mismos como testigos constantes de una marcación del espacio: se trata, a lo sumo, de las firmas fugaces de trayectorias biográficas, solo legibles para quien las ha puesto y para el circulo de aquellos que comparten con él la memoria íntima de un pasado cercano.

Decir que los pueblos que viven de la caza y la recolección perciben en su medioambiente un entorno salvaje -en comparación con una domesticidad que sería muy dificultoso definir- equivale también a negarles la conciencia de que, con el paso del tiempo, modifican la ecología local con sus técnicas de subsistencia. Para los aborígenes australianos el Parque Nacional Nitmiluk no es un espacio salvaje, es un producto de la actividad humana. Es una tierra modelada por los ancestros a lo largo de decenas de miles de años, a través de nuestras ceremonias y nuestros lazos de parentesco, la quema de matorrales y la caza. La oposición entre salvaje y domestico no tiene mucho sentido, no solo porque las especies domesticadas están ausentes, sino sobre todo, porque la totalidad del entorno recorrido se habita como una morada espaciosa y familiar, ordenada a lo largo de las generaciones con una discreción tal que el toque de cada uno de los sucesivos locatarios llega a ser casi imperceptible.

Hay que tomar conciencia de que la manera en que el Occidente moderno se representa la naturaleza es lo que menos se comparte en el mundo. En muchas regiones del globo, no se concibe que humanos y no-humanos se desarrollan en mundos incomunicables y conforme a principios separados; el medioambiente no se objetiva como una esfera autónoma; las plantas y los animales, los ríos y los peñascos, los meteoros y las estaciones, no existen en un mismo nicho ontológico definido por su falta de humanidad.

Una crítica a todo lo anterior podría ser la siguiente: las sociedades descriptas hasta aquí desconocen la escritura, el centralismo político y la vida urbana. Carentes de instituciones especializadas en la acumulación, la objetivación y la transmisión del saber, no habrían sido capaces de llevar a buen puerto el esfuerzo reflexivo y critico gracias al cual la tradición letrada de algunos pueblos pudo aislar la naturaleza como un campo de investigación y producir conocimientos positivos sobre ella. ¿No sería licito admitir que la falta de una oposición tajante entre humanos y no-humanos es característica de una fase determinada de la historia universal, de la cual se habrían librado las grandes civilizaciones?

Orígenes de la Civilización. ABDULAH OCALAN
Según Abdulah Ocalan la civilización urbana patriarcal estatal surgió hace 5.000 años A.C. con el Estado Sacerdotal Sumerio en el cauce bajo de los ríos Tigris y Eufrates. En el cauce alto de la cuenca, sobre eje de las cordilleras Taurus-Zagros también conocido como creciente fértil, existió anteriormente un sistema matrlineal llamado sociedad del neolítico o cultura Tell Halaf.

Las investigaciones geológicas registran que hace aproximadamente 20.000 años comenzó a remitir la cuarta glaciación y que hace 10.000 años en la Península Arábiga y el gran desierto del Sahara había abundantes lluvias y humedales que permitieron la cultura del pastoreo (camellos, cabras y ovejas).

En el eje de las zonas montañosas Taurus-Zagros gracias al clima se dio una combinación de riqueza de flora y fauna. En esta zona aparecieron los primeros cereales salvajes. Las primeras estructuras arquitectónicas surgieron en esta sociedad clánica matriarcal. En la época en que el santuario de Göbekli Tepe fue construido, el medio circundante era probablemente mucho más lozano que en la actualidad, siendo capaz de sostener gran variedad de vida salvaje; eso fue antes de que los muchos milenios de asentamientos humanos y la agricultura la convirtieran en la polvorienta región que es ahora.

Santuario de Gobekli Tepe

Göbekli Tepe es sólo uno de los muchos sitios neolíticos en las cercanías del Karacadag, una de las áreas nucleares donde los investigadores creen que comenzó a gestarse la denominada revolución neolítica (los inicios del cultivo de cereales). Tanto Schmidt como otros creen que grupos móviles de esta área se vieron forzados a cooperar entre ellos para proteger las primitivas concentraciones de cereales silvestres de los rebaños de animales como las gacelas y los onagros (asnos salvajes). Este esfuerzo pudo conducir a la creación de una incipiente organización social de varios grupos en la región de Göbekli Tepe. Así, de acuerdo con Schmidt, el Neolítico no comenzaría a pequeña escala, en la forma de casos particulares de cultivo de huertos, sino que arrancó inmediatamente como una organización social de grandes proporciones ("una revolución a escala total").

Aunque los inicios del yacimiento de Göbekli Tepe pertenecen formalmente al Neolítico temprano, hasta ahora no se han encontrado trazas de plantas o animales domesticados. Sus habitantes eran cazadores-recolectores que, no obstante, vivirían en aldeas por lo menos una parte del año. Aunque las estructuras son, sobre todo, templos, recientemente pequeños edificios domésticos han sido descubiertos. A pesar de esto, queda claro que el uso primario del yacimiento fue ritual y no doméstico. Schmidt especula con que el lugar jugó un papel clave en la transición a la agricultura, asumiendo que la organización social necesaria para la creación de tales estructuras iría ligada a la explotación organizada de productos vegetales salvajes.

Las primeras construcciones de pueblos nómades cazadores recolectores estaban en red a través de compartir una espiritualidad en común que se manifestaba en la construcción de edificios religiosos que les permitía tener una entidad espiritual en común.

En el Creciente Fértil se produjo un intervalo de caos que dio pie a la revolución neolítica. Al producirse la retirada de los glaciares, los grupos nómadas que Vivian de la caza y la recolección se sedentarizaron para convertirse en agricultores. De esta forma, clanes con cientos de miles de años se vieron en la tesitura de formar estructuras más amplias. Al basarse la nueva sociedad en gran medida en la vida del pueblo, los lazos clínicos pasan a ser étnicos, lo que implica un marco de mentalidad más amplia, sin el cual estas nuevas formas de la estructura material ni siquiera podrían comenzar a funcionar. Entonces, el culto al tótem, propio de la antigua sociedad clánica, va siendo sustituido por la figura de la diosa-madre que aparece por doquier y que supone una transformación lingüística y mental. Por lo tanto, estamos en un estadio religiosa y conceptualmente superior. La lengua se llena se sufijos femeninos como expresión del papel protagónico que, de forma prolongada, mantiene el elemento femenino. Esta nueva etapa social supone, por lo tanto, nuevos conceptos, nuevas palabras, nuevas denominaciones, que son en parte de ese proceso que llamamos revolución de la mentalidad, ya que requiere el desarrollo de la creatividad. La historia demuestra que la mayoría de los actuales conceptos e inventos surgieron en ese periodo.

Si hacemos una clasificación general, en esa época de creatividad social, se realizaron, al menos, la mitad de las invenciones científicas y técnicas que funcionan hoy en día: religión, arte, ciencia, transporte, arquitectura, cereales, fruta, ganado mayor y menor, tejidos, alfarería, molinos, elaboración de comidas, fiestas, familia, jerarquía, administración, herramientas defensivas y ofensivas, el trueque, las herramientas agrícolas... la lista podría continuar y sus variantes actuales, tras un desarrollo cuantitativo y cualitativo, aun formarían una serie de elementos básicos para la vida social. Si nos centramos en los núcleos urbanos heredados del Neolítico, nos encontraremos con valores como la ética, el respeto, el cariño, la vecindad, la cooperación... valores perennes que dan fuerza a la sociedad y sentido a la vida, valores muy superiores a la ética -o falta de ética- de la modernidad capitalista. En esencia, los moldes fundamentales de la conciencia social llevan la huella de esa época.

La segunda gran etapa que surge del Creciente Fértil es la propia civilización urbana que se inicia con el Estado Sacerdotal Sumerio y que tiene su origen en la organización jerarquico-dinástica. El fundamento de este sistema social está en que al ponerse en movimiento los recursos a disposición del 'hombre fuerte' por una rama dinástica, en un momento se da el salto a la organización del Estado, un hecho relacionado con la bonanza y diversidad alimentaria y el desarrollo de las formas de producción que, a su vez, generan el sistema de clases y la urbanización, constitutivos esenciales de la sociedad civilizada.

En la alta Mesopotamia (sociedad matrilineal del neolítico), existía una regularidad estacional y abundancia de lluvias, lo que hacía menos necesario el sistema de regadío, aunque eso no impedía comprender la importancia que tenía ese sistema. Los primeros sedentarios rurales bajaron hacia el 5.000 A.C. desde la zona del Tell Halaf al cauce de los ríos Tigris y Eufrates, una zona mucho más adecuada para los sistemas de regadíos y con abundancia de tierras fértiles. El hecho de que las lluvias disminuyeran a medida que se va hacia el sur hace más necesario un riego canalizado y eso implica un mayor sistema organizativo que aquí se lleva a cabo en tornos a los templos llamados 'zigurat'.

Los zigurat tienen 3 funciones que están interrelacionadas y que son claves para analizar la sociedad sumeria en su conjunto. La primera es que su planta baja está destinada a los trabajadores agrarios, que son propiedad del zigurat, y a los artesanos que elaboran todo tipo de utensillos y herramientas; la segunda es la función administrativa, a cargo de los sacerdotes de la segunda planta; son los que garantizan el desarrollo productivo a través del convencimiento y la legitimación, realizando cálculos de crecimiento y supervisando el trabajo colectivo; es decir, se encargan tanto de los asuntos religiosos como de los mundanos. La tercera planta está reservada a los dioses, encontrándonos así con un precedente de los panteones. El zigurat es, en lo que respecta a la influencia espiritual, un modelo para las posteriores civilizaciones. Se trata de una estructura tan sublime, tan modélica, que engendra dentro de sí la organización urbana, la ciudad, de la que hoy existen cientos de miles. El zigurat es el útero del que saldrá el Estado; no solo es el centro de la ciudad sino que es la ciudad en sí misma. Las ciudades se dividen en tres partes principales: el templo o casa de Dios, con una función legitimadora, una parte residencial algo más amplia dedicada a las elites, y los barrios donde viven los trabajadores. Pues resulta que el zigurat cumple las tres funciones al mismo tiempo, además de ser el primer ejemplo de fundación que ha existido.

El sacerdote del zigurat resulta también ser el primer empresario, el patrón, el señor... con una misión histórica: fundar la ciudad e impregnar con su sello la nueva sociedad. Tomando como referencia la complejidad de este asunto en la actualidad, comprenderemos mejor la enorme tarea que el sacerdote tenía por delante. Para construir la ciudad se necesitaba un gran número de trabajadores. ¿De dónde los iba a sacar? Era muy difícil sacar a la gente de sus clanes o comunidades étnicas, no existían los desempleados como los conocemos hoy, y las pocas personas que rompían sus vínculos étnicos no eran suficiente para cubrir la demanda de obreros y tampoco se había llegado al esclavismo; probablemente, la única arma del sacerdote era utilizar a dios. He aquí como entra en escena una de sus grandes funciones: construir dioses. Se trata de un asunto clave, porque si no lo consigue, tampoco se podrá construir la cuidad, por lo tanto, tampoco habrá una producción abundante, ni una nueva sociedad. Ese ejemplo explica con claridad porque los primeros dirigentes del Estado fueron sacerdotes; el zigurat replantea, proyecta, construye no solo la ciudad, una nueva sociedad y consigue una abundante producción sino también, junto a la divinidad, se forma un mundo conceptual, se crea el cálculo, la magia, la ciencia, el arte, la familia, los primeros intercambios... el sacerdote es el primer ingeniero social, el primer arquitecto, profeta, economista, empresario, capataz... y el primer rey. Veamos ahora con más detalle los asuntos básicos que conciernen al sacerdote.

Uno de los más importantes es la creación de la divinidad, de una nueva religión. Lo esencial es que los sacerdotes sumerios inventen la religión estriba en que establecen un eslabón, que parecía estar roto, entre la antigua fe en el tótem y las religiones abrahamicas que superan la idolatría.

El valor sagrado de la mujer-madre recuerda al sacerdote-hombre; la mujer-madre es la fuerza motriz en el Neolítico, y su importancia se refleja en las representaciones totémicas, en los dioses celestiales y en la abundancia y fertilidad personificadas en las figuras de la Diosa-madre. Esa Diosa-madre librara más tarde una dura batalla contra los dioses-sacerdotes sumerios, siendo la lucha entre Enki (el astuto Dios-hombre e Inanna la principal Diosa-madre) un destacado tema de las epopeyas sumerias. Detrás de ese enfrentamiento, subyace un choque de intereses en todos los niveles entre la sociedad rural del Neolítico, liderada en la cuenca alta de los ríos Tigris y Eufrates por la figura de la Diosa-madre y que no daba lugar a la explotación, y la sociedad urbana recién formada por los sacerdotes, que abría por primera vez las puertas a la explotación del ser humano.

Para la mente humana de aquella época, la naturaleza es una naturaleza viva, llena de dioses y almas, una interpretación avanzada y más correcta que la actual. Todos los seres de la naturaleza eran sagrados y hacia ellos había que mantener una actitud de escrupuloso respeto. Toda relación entre las comunidades humanas estaba determinada por el factor religioso.

An, el dios del firmamento y los cielos, inventado por los sacerdotes sumerios, y Enki tenían carácter masculino, consagrando así la fuerza del hombre en la sociedad urbana sumeria. Con la aparición del 'hombre y líder supremo' es la propia sociedad la que adquiere un valor 'sagrado y divino, entre la tierra y el cielo'. Lo que se exalta en la sociedad sumeria es la 'clase sacerdotal', en detrimento de las deidades femeninas del periodo neolítico. Aunque este equilibrio se va rompiendo en la sociedad sumeria en detrimento de la mujer, la lucha se desarrolla con fuerzas equivalentes hasta el 2.000 A.C.

Volviendo al zigurat, la planta superior del mismo, destinada a un numero de dioses cada vez más reducido, es un lugar secreto y a él solamente puede acceder el sumo sacerdote. No es más que una táctica para infundir respeto entre la población, despertar su curiosidad y generar dependencia. De esta forma, quien quiera oír la voz de dios deberá escuchar la 'palabra' del jefe sacerdotal, porque él es la única persona que puede hacerlo. Este mecanismo luego se trasmitió a las religiones abrahamicas. En la religión grecorromana esa planta superior del zigurat adoptara una forma más ostentosa: el panteón, y después, en las religiones abrahamicas, será rediseñada en forma de sinagogas, iglesias o mezquitas, consolidando así el creciente papel de la clase religiosa en la sociedad.

El sumo sacerdote es el encargado de la meditación en la casa de dios y para que la nueva sociedad sea eficiente se debe seguir las indicaciones de ese dialogo con dios. Por primera vez, se colocan algunas estatuas representando a la divinidad; es un invento que aumenta aún más la curiosidad del pueblo. Se hace necesario representar en figuras y símbolos el concepto de Dios porque la mente humana, en esa época, era más proclive a la representación figurativa que a la conceptual y abstracta. Las comunidades humanas estaban todavía mas influidas por la lengua gestual y corporal, y por lo tanto, las conceptualizaciones de dios son mucho más comprensibles a través de figuras e ídolos. Por el contrario, las estatuillas de mujeres obesas, herencia de la Diosa-madre y que representan la fertilidad, son más modestas.

Resulta sumamente ilustrativo que la planta superior del zigurat sea el primer modelo de casa de dios, de panteón, de iglesia, sinagoga, mezquita o de universidad, porque son las instituciones que, encadenadas históricamente, representan la identidad y la memoria sagrada de la sociedad.

La segunda misión importante del sacerdote es la ingeniería social, planificando, construyendo y dirigiendo la nueva sociedad. Esta misión se lleva a cabo en la segunda planta del zigurat, reservada a los sacerdotes, es decir a quienes, representando a la divinidad, terminaran formando una nutrida clase social religiosa, la primera casta jerárquica (la administración sagrada), una minoría dirigente en cada ciudad bajo la jefatura del sumo sacerdote. Tampoco dijimos en vano que los sacerdotes sumerios fueran los primeros profesores. Además de los asuntos divinos se ocupan de la ciencia al mismo tiempo que incentivan la producción de bienes materiales con los hombres de la planta más baja, que así comienzan a ser súbditos. Los cimientos de la escritura, de las matemáticas, la astronomía, de la ciencia en general y, por supuesto, de la teología se colocaron en esta planta intermedia, convertida en prototipo de escuela y universidad, de la misma forma que la planta superior es un precedente de los templos. No cabe duda de que dirigir los asuntos de una ciudad en constante crecimiento era una de las principales tareas, y también hay que tener en cuenta que las actividades materiales nunca son llevadas a cabo voluntariamente por 'trabajadores libres'.

En buena parte, los sacerdotes legitiman los asuntos administrativos hablando en nombre de la divinidad y monopolizan los avances de la técnica y el conocimiento, que, a su vez, les otorgan gran poder administrativo. No olvidemos: la ciencia es poder, incluso en el capitalismo. En aquella época también era determinante la contribución de las Diosas-madre; las mujeres-madres eran las maestras en lo referente al mundo vegetal, a los animales domésticos, de la cocina y el tejido, la casa y los lugares sagrados. La principal acusación de la diosa Inanna contra el dios Enki era que le había robado 104 grandes creaciones. Este hecho explica con bastante claridad que la mujer es, en varios ámbitos, la principal fuerza creativa, que las Diosas-madre habían realizado descubrimientos de los que se habían apropiado los dirigentes masculinos y que, de alguna forma, por culpa de este robo, o a partir de él, fue construida la civilización.

Las planta más baja del zigurat estaba destinada a los trabajadores, el primer eslabón de la esclavización, la servidumbre y la creación de los gremios. En la formación de los primeros grupos de trabajadores, seguramente tuvo gran influencia la persuasión de los sacerdotes, también parece lógico pensar que la existencia de un sistema de regadío permitía alimentar mejor que en sus lugares de origen a quienes venían a trabajar, o que quienes tenían más problemas en sus pueblos debido a los conflictos étnicos, migraciones o aumento de la población pudieron ver en el sistema del zigurat su salvación. Además, trabajar en la construcción del templo o para el templo era motivo de prestigio social. También llama la atención los zigurats por ser el primer ejemplo de trabajo colectivo. Algunos filósofos, como Max Weber, lo han llamado 'socialismo faraónico', es el primer ejemplo de aplicación del comunismo. Junto a los artesanos, estas colectividades de trabajadores recuerdan al funcionamiento de las fábricas, incluso se almacena el excedente para paliar la carestía. Todas estas gestiones aumentan extraordinariamente el poder de los sacerdotes y ninguna familia o etnia es capaz de realizar tal actividad; la fuerza del zigurat es superior a la de cualquier etnia o familia. Ningún otro ejemplo como el zigurat muestra tan claramente que aquí estaba el útero que engendraría la nueva sociedad, el nuevo Estado. El trabajador a quien el sacerdote comienza a convertir en súbdito está bajo la alucinante dominación de los dioses recién inventados (lo sagrado tiene una influencia sobre los individuos que ninguna fuerza material puede lograr) y que se encuentran en la parte superior del zigurat. Este nuevo súbdito de clase no es un rebelde por la libertad sino, en todo caso, un traidor a la libertad, un fragmento vaciado de contenido, algo distinto a la vida libre. Y lo mismo le ocurre al cabecilla dinástico en el ámbito del Estado y del poder; su primera condición es tener una fuerte organización basada en solidos intereses entre todos los sectores de su alianza. Es cierto que el carácter de clase es una característica básica de la civilización, pero está lejos de tener sentido estratégico el tomar como punto de partida y de llegada el carácter de clase para la práctica de una revolución. El talón de Aquiles del estado sacerdotal sumerio no es tanto la condición de oprimido de clase del trabajador del zigurat, sino la sociedad matriarcal de la cuenca alta de los ríos Tigris y Eufrates. Todas las civilizaciones y poderes derrocados han sucumbido junto a sus súbditos y trabajadores, y los que fueron derribados por sus súbditos y trabajadores son excepciones o alumbraron máquinas de opresión peores que las anteriores. Por eso, considerar la historia como una lucha de clases resulta demasiado reduccionista.

Se sabe que en ciertas partes de los zigurats se utilizaba a la mujer como objeto de amor, siendo para las mejores familias un honor y un privilegio enviar allí a sus hijas más selectas; el ofrecimiento de mujeres es enorme, en los zigurats viven una vida palaciega, reciben educación en todo lo relacionado con la belleza, el arte, la música y están a disposición de los nobles procedentes de las regiones vecinas. Si hay acuerdo, se casaran con ellos. Así aumentan considerablemente tanto los ingresos como la actividad del templo. Pero estas mujeres, al haber recibido formación en el templo, están asociadas al nuevo proyecto de Estado y sociedad, y son, por lo tanto, su representación en los pueblos a los que van destinadas; es decir, son una especie de agentes y espías del Estado sacerdotal dentro de esos pueblos. La posición de la mujer se desploma desde el símbolo del amor y diosa en los templos a convertirse en la última 'trabajadora' del prostíbulo, viéndose obligada, sin remedio, a ponerse en venta. En ese sentido, la sociedad sumeria tiene el honor y privilegio de ser la pionera.

El cuidado de la mujer requiere tanto sabiduría como recursos adecuados. Por eso se podría pensar en los templos de mujeres como ámbito ideal para ello; sin embargo, una sociedad masculina dominante convierte a esta institución en un lugar de opresión y explotación. Es obvio que la presencia de mujeres en los zigurats estaba al servicio de la nueva sociedad-Estado y se entiende que los sacerdotes se regían por una concepción mágica de la vida en la búsqueda de un modelo social ideal.

Estas sociedades eran un centro de actividad comercial y es probable que los excedentes de producción como las herramientas fabricadas por los artesanos hayan sido destinadas al comercio. Así lo interpreta la historia que señala el periodo del 4.000 al 3.000 A.C como el inicio del comercio, la sociedad sumeria coincide con la era en la que se pasa del intercambio en forma de trueque entre comunidades y familias al sistema de comercio, con el que la producción experimenta una profunda y amplia transformación para conseguir productos con valor de cambio, un hecho que da pie a la 'primera sociedad comercial', así lo indican algunas excavaciones arqueológicas.

Con toda seguridad bajo el orden sacerdotal el comercio jugo un papel clave porque tenían que adquirir productos necesarios y colocar los excedentes. En la cuenca baja de la Mesopotamia escaseaban los materiales y productos necesarios para la construcción de las ciudades y, por lo tanto, era imprescindible su adquisición comercial, confiscarlos a los campesinos o ambas cosas al mismo tiempo. Con este objetivo el sistema colonial envuelve toda la región como una red, fundando colonias a lo largo de las riberas de los ríos Tigris y Eufrates, tal y como prueban los abundantes testimonios encontrados sobre todo de madera, metales y tejidos.

Al Estado sacerdotal lo sucederá el Estado dinástico, una construcción social que debe legitimarse a sí misma. Para que un progreso social como el que ocurre en la sociedad estatal tenga pleno sentido es imprescindible la clase sacerdotal; se necesita legitimarla intelectualmente, darle un orden, demostrar que este proyecto social es necesario, y no es difícil deducir que ese proyecto no se puede imponer mediante la fuerza política y militar. Para que se imponga la fuerza se necesita una sociedad en la que el excedente productivo, el comercio y el sistema administrativo hayan quedado institucionalizados. Solo en una sociedad institucionalizada de este tipo es posible una fuerza política y militar; en caso contrario, esta intervención solo llevaría al caos.

Hay que comprender muy bien una característica del sistema dinástico que tiene relación con la actualidad ya que tiene en la familia, una familia con muchas ujeres y muchos hijos, la piedra angular de su ideología; se trata de un objetivo central para la ideología dinástica, cuya razón ultima es adquirir fuerza política; de la misma forma que el sacerdote es pionero en poseer la fuerza del sentido, la dinastía se distingue por ser pionera de la fuerza política, en el primer caso impondrá la autoridad con 'la Ira de Dios', en el segundo ejerciendo la fuerza a través del grupo armado del hombre fuerte. Se trata de un panorama muy distinto a la época anterior, cuando la eficiencia de la mujer-madre tiene al hombre casi acorralado.

En resumen, para entender este fenómeno hay que tener en cuenta primero el sistema de la mujer-madre, un modelo de familia en el que la figura del hombre quedaba desdibujada, sin capacidad de ese dominio sobre la mujer -ni siquiera puede usar el término mi mujer-, en el que para tener hijos no es necesaria una relación amorosa, ni la mujer tiene que caer en los brazos de un hombre, porque ni el amor ni la sociedad sexista están todavía desarrollados.

Por otro lado, también en ese periodo, la caza (actividad masculina) no deja de ser un entretenimiento y no tiene importancia que no se consigan muchas piezas, ya que el sistema de lluvias en la región hace de la recolección de cereales silvestres una alternativa alimenticia. Tampoco está desarrollada la cuestión de la paternidad. Los niños pertenecen a la madre que no busca ni una relación pasional ni el sexo por puro placer; su sexualidad es similar a la de cualquier ser vivo, está enfocada en la reproducción. Los niños le pertenecen y se sacrifica por ellos, son suyos porque los engendra y alimenta. Estamos hablando de una época en la que no es relevante quien es el padre y es absurdo hablar de derecho de paternidad. Por el contrario los hermanos de la madre sí que son relevantes porque los niños crecen con ellos y la figura del tío o la tía tiene una fuerte importancia. Es decir que la familia de la madre está constituida por sus hijos, hermanos y hermanas y a su vez los hijos que estos tengan; es lo que se conoce como familiar matriarcal. Así podría interpretarse su proyección social cuando la madre y el culto a la Diosa-madre eran la piedra angular de la era Neolítica. Entonces a excepción de los tíos, los hombres quedaban fuera de escena, todavía no existían los conceptos de paternidad ni de marido.

La ideología y el sistema dinástico se desarrollaron a consecuencia de tergiversar este orden, y al igual que el patriarcado, se consolidarán con la alianza de los ancianos con experiencia, el hombre fuerte que dispone de la fuerza militar y los chamanes, lideres sagrados que preceden al sacerdocio. Seguramente, el primer grupo militar de la historia se organizó en base a los jóvenes cazadores que decidieron unirse para sacar provecho a la actividad que realizaban.

De acuerdo a los textos sumerios hubo fuertes choques entre ambos sistemas. También se desarrolla el sentido de la propiedad, la propiedad privada de las dinastías y la propiedad colectiva del Estado sacerdotal, incluido también el derecho de paternidad para que la herencia pase a los hijos, en especial a los varones.

Dinastía, patriarcado y paternidad son claros indicios de que se acercan a la sociedad de clases. Las familias dinásticas, aprovechando su fuerza militar en sus disputas contra el Estado sacerdotal, desencadenan revoluciones políticas. Esta administración dinástica nos recuerda sistemas políticos mas laicos en comparación con los teológicos de los sacerdotes, se crean nuevas divinidades y los sacerdotes pasan a ser asesores del poder político, aunque conservando todavía un rol importante. Pero no dejaran ya de ir perdiendo poder hasta convertirse en simples suministradores de legitimación y en propagadores de la consagración del orden constitucional. Los reyes dinásticos ya no dudan en autoproclamarse reyes-dioses con el objetivo de blindar su legitimación sobre la base sacerdotal que constituye el Estado. Cada día que pasa se profundiza el sistema de clases, aumenta el número de ciudades y lo que denominamos 'civilización sumeria'.

El modelo sumerio de sociedad civilizada determino, al menos tanto como el Neolítico, el desarrollo de la civilización en el mundo. La sociedad civilizada, que expresa la cultura hegemónica del hombre, viene a representar la institucionalización del hijo varón en aquellas zonas donde se expandió.

Puerto Bermejo, paradigma de jerarquía espacial de poder y la colonización del Chaco. ALFREDO GALARZA
La fundación de Puerto Bermejo fue resultado de la Campaña al Chaco de 1884 que dirigiera el General Benjamín Victorica, quien eligió como lugar de asentamiento el Paraje Timbo, margen derecha del río Paraguay, cercano a la desembocadura del Bermejo.

Reducción Santo Rosario y San Carlos del Timbó. Esquema de la reducción que dirigiera Dobrizhoffer continuamente atacada por tobas y mocovíes. Intercalada entre las páginas 356 y 357 del Tomo III de la edición en latín.

Expidió su primera Orden General para cambiar el nombre de Timbo por el de Puerto Bermejo el 6 de octubre de 1884; allí estableció su base de operaciones y convirtió al lugar en punto de partida de cumplimiento del objetivo propuesto: hacer entrada al camino que uniría al litoral con las provincias del Nordeste y Bolivia.

Con la fundación del pueblo surgieron instituciones como Subprefectura, puerto y telégrafo. Más adelante, el Gobierno Municipal, Policía, Juzgado de Paz, Registro Civil, Gendarmería Nacional y la receptoría de Aduanas para facilitar el comercio con pueblos del Paraguay.

Uno de los objetivos de la Campaña al Chaco emprendida por el Ministro de Guerra y Marina General Benjamin Victorica: practicar un camino desde el más conveniente punto del litoral a Rivadavia, mientras no lo cruce el ferrocarril que haga sobre nuestros ríos el puerto de Bolivia; navegar con vapores adecuados el Bermejo, el Pilcomayo y otros canales intermedios hasta hoy inexplorados; llevar con ellos migración a fértiles costas, este es el trabajo, no por cierto de un día, pero que debe preocupar constantemente al gobierno.

Con este objetivo, los expedicionarios eligieron el río Paraguay, en cuya margen derecha desembarcaron para organizar la entrada y ocupación de todo el Chaco argentino.

Es el mismo Gral. Victorica quien determina las características y señala los motivos por los cuales había elegido ese lugar: ... Por su topografía especial fue elegido con preferencia por no encontrarse en la desembocadura del Bermejo un punto que fuese capaz de llenar estas necesidades a causa de ser bajo allí el terreno y expuesto a inundaciones periódicas del río Paraguay, mientras que las altas pendientes de ese punto hacen un lugar seguro y estable para los pobladores que radiquen sus intereses en el interior del territorio o a las márgenes del Bermejo. Además será la cabeza del camino comercial que se prolongue hasta las provincias del Norte, bifurcando ramales y escalas sobre la vía fluvial del Bermejo.

Como base de operaciones para la ocupación militar del Chaco, en esta zona de acción, siempre será la más adecuada, complementando su excelencia la disposición de la línea militar sucesiva y el establecimiento del telégrafo.

A la llegada del Gral. Victorica, esa ya era una zona de actividad obrajera. Durante la campaña de 1884 se fundaron tres pueblos en el Chaco. El primero de ellos fue Puerto Bermejo, luego Puerto Expedición y por ultimo Presidencia Roca, como línea de fortines a la vera del río Bermejo. La prosperidad económica de Puerto Bermejo se debió a la presencia de fuerzas militares y al aumento de la actividad portuaria.

Durante el período 1886-1890 hubo un predominio de colonización a través de concesiones particulares. El gobierno nacional adjudicó a favor de Rodolfo Taurel ochenta mil hectáreas.

La explotación de bosques fue el principio del pueblo de Puerto Bermejo. El talado del monte y la elaboración de las maderas fueron el origen de la industria en Puerto Bermejo. La continua explotación de los bosques hizo que cada vez fuera mayor la distancia para el desmonte y su posterior acarreo hasta el puerto.

Ciudades, pueblos y acumulación de capital. ALFREDO GALARZA
A diferencia de la fase actual de expansión neo-extractivista del sistema mundo capitalista patriarcal colonial moderno, donde el capital requiere una mínima explotación de mano de obra, debido a la creciente automatización de los procesos productivos y el uso de tecnología de punta (biotecnología y nanotecnología, control de los genes y control de la materia respectivamente), en la década del 1870, cuando se produce el avance del Estado Nación Argentino sobre los territorios del Gran Chaco, los emprendimientos extractivos vinculados a la explotación de tanino, requerían muchísima mano de obra barata.

Esa mano de obra barata fueron los pueblos originarios del Gran Chaco, pero estaban dispersos en el territorio y practicaban el nomadismo estacional, dependiendo del ciclo de crecidas y bajantes de los ríos, las temporadas de recolección de frutos y la caza de animales. La producción de tanino requería la deforestación y los pueblos originarios fueron usados para talar el bosque chaqueño y la construcción de las vías férreas que se adentraban en el monte a medida que avanzaba la deforestación. Los pueblos originarios capturados durante las campañas militares fueron llevados a las fábricas tanineras (en las riveras de los ríos Paraná y Bermejo) y los ingenios azucareros (chaco salteño). Además de usarlos como mano de obra barata, se procedió a reeducarlos y asimilarlos a la lógica interestatal capitalista patriarcal racial cristiana que impone la colonialidad.

Los emprendimientos de capital vinculados a la explotación de tanino crearon poblados donde los pueblos originarios fueron hacinados, explotados, reeducados y su espiritualidad desfigurada. Esta nueva manera de habitar el territorio, permitió controlar, subordinar y disponer mano de obra en abundancia. En estos emprendimientos productivos llamados Economía de Enclave, se procedió también a reeducar a los pueblos mediante la introducción de los principios de la fe cristiana, el idioma castellano, los valores de mercado y la nueva territorialidad estatal. La jerarquía de poder global espacial que determina cómo se habita el territorio, es parte constitutiva de la colonialidad que aún continua vigente, ya que hoy día la mayoría de la población mundial habita en ciudades y pueblos. Y el problema de vivir hacinados en ciudades, implica que no producimos nuestro alimento y nuestra energía, no disponemos de territorio para practicar y reproducir la autonomía a este sistema mundo capitalista colonial moderno en decadencia.

No solamente los emprendimientos de capital vinculados a las economías de enclave generaron una reubicación espacial de los pueblos originarios, sino el rol del Estado Argentino en el repoblamiento con colonos europeos y la forma de ocupar los territorios, que eran de los pueblos del Gran Chaco (qom, mocovíes, wichi, pilagá, entre otros) mediante la construcción de colonias agrícolas. La colonia agrícola de Resistencia fue creada en el año 1878 sobre la base de un asentamiento forestal, a los que se sumaron contingentes de inmigrantes friulanos procedentes de Italia.

La reubicación espacial de los pueblos originarios mediante la fuerza y coerción es fundante del sistema estatal neocolonial moderno. No importa cuál sea la geografía donde este arraigue y se expanda. Para que un centro metropolitano prospere, necesita invariablemente la subordinación territorial de las zonas rurales a una lógica estatal, capitalista, racista, colonial moderna. Los modos de imponer la jerarquía espacial global son siempre violentos y producen desposesión y apropiación. Hoy día los Estados fomentan la urbanización rural como forma de subordinar a grupos de poblaciones, que aún continúan dispersas en los territorios, a fin de apropiarse de los recursos naturales, y también, como un modo de incrementar el control social en las nuevas urbes. El control social es parte indivisible de un proceso de despojo y apropiación. Puede asumir la forma de retenes policiales, intimidación parapolicial, el uso del ejército o gendarmería, creación de escuelas y centros de salud, planes sociales y múltiples formas de obtener información de las clases oprimidas que habitan las periferias urbanas. Ya que en esas periferias, a mediados del siglo XX, surgirán los movimientos sociales territorializados, que, con el correr de los años, pondrán en crisis la dominación neoliberal de la década de 1990 en Latinoamérica.

La combinación del uso de la fuerza pública militar por parte del Estado Nación Argentino, las políticas públicas y de generación de infraestructuras, la presión del capital global por el acceso a los recursos naturales y la explotación de la mano de obra barata y muchos otros factores, pusieron en crisis los modos de vida de los pueblos originarios y el ecosistema frágil del monte chaqueño. La jerarquía global espacial que se impuso por medio de la violencia en el ecosistema chaqueño, en menos de 150 años ha generado una crisis hídrica, una deforestación que se expande fuera de control, contaminación, empobrecimiento de los suelos, sequías e inundaciones, una pobreza generalizada de los habitantes y el surgimiento de una elite occidentalizada; provocando una brecha entre ricos y pobres como nunca antes se había visto en el actual sistema mundo capitalista, patriarcal, colonial moderno.

Paralelamente a las compañas militares comienza el poblamiento de la región. En 1884, el que hasta ese entonces había sido territorio del Chaco es dividido en dos partes, territorios del Chaco y Formosa, pasando a ser Resistencia y Formosa, las ciudades capitales respectivas. Poco antes se había entregado a la provincia de Santa Fe el territorio ubicado entre el Arroyo del Rey y el paralelo 28, que era la zona más poblada de la región.

La colonización de la Zona Este se hizo de acuerdo con la Ley 817, la que fijaba como norma básica la división en secciones de 20 kilómetros de lado subdivididas a su vez para su entrega a los colonos. La sección que quedaba entre otras dos entregadas para poblar se destinaba a la colonización por empresas particulares, a la reducción de indígenas o al pastoreo. Al mismo tiempo, a los colonos que fueran a poblar esas tierras se les daba, por lo menos durante un año, una serie de beneficios tales como víveres, habitación, animales de labor y de cría, semillas, útiles de trabajo, etc.

Siguiendo las normas de esa ley se fundaron varias colonias en la Zona Este del Chaco tales como Colonia Popular, Nueva Alcalá, Novaró, Miguel Ángel, Benítez, Puerto Barranqueras, etc. Pero desde fines de la década del ochenta esa actividad quedó detenida al comenzar la entrega de tierras a compañías que no cumplían con su obligación de colonizar. En muchos casos estas tierras fueron utilizadas para especulación y finalmente en 1891 se dicta la ley llamada «de liquidación», que permite a los que habían recibido tierra como concesión para ocuparla con colonos, comprarla a bajo precio y quedar exentos de la obligación de poblarla. Esto originó un cordón de latifundios inexplotados que impidieron la expansión hacia el oeste hasta la primera década de nuestro siglo. Muchas de esas tierras fueron adquiridas por las compañías tanineras.

Mientras la colonización agrícola se detiene, comienza el auge de la explotación maderera y aparece el ferrocarril. Primero, la línea que llega desde Santa Fe y a partir de 1909 la de Barranqueras hacia el oeste. Esta última, construida por el Estado, tenía como finalidad facilitar la explotación de los montes del interior del Chaco. La zona cubierta por este ferrocarril, a diferencia de los departamentos del sur del territorio, fue trabajada por pequeños obrajes y surgió así una población seminómada de obrajeros y hacheros que iban de un punto a otro buscando bosques para cortar. Sólo quedaba población estable en los alrededores de las estaciones ferroviarias.

La producción del tanino y de madera fue la principal actividad económica del Chaco, desde comienzos de este siglo hasta mediados de la década del veinte. En esa época se produjo una crisis que restó importancia a esta actividad, desplazándose el eje de la economía chaqueña a la agricultura, desarrollándose en el centro de la provincia a través de los colonos. Éstos llegaron en dos grandes grupos: el primero, en las décadas de 1910 y principios de 1920, formado por españoles e italianos fundamentalmente y el segundo, formado por inmigrantes venidos de los países del este de Europa, que llegaron en la década de 1920.

Los colonizadores del Chaco tienen las siguientes características:

1°) llegan con poco o ningún capital (en dinero y a veces en forma de útiles y animales). Para instalarse tienen que acudir al crédito de los comerciantes que ya están instalados en la zona;

2°) se agrupan por nacionalidad formando así colonias de montenegrinos, búlgaros, checos, etc;

3°) ocupan parcelas de tierras que van de 25 a 200 hectáreas según la región (tamaños fijados por las normas que se dan para cada colonia);

4°) generalmente ocupan tierras fiscales cuyo título de propiedad reclaman posteriormente.

Se produce así en el Chaco una ocupación más intensiva del suelo basada en colonos que trabajan directamente la tierra con ayuda de su familia.

Desde los comienzos de la colonización de este siglo hasta la década del sesenta el algodón será casi el único cultivo del Chaco con cuya producción se avanzó en la ocupación de casi todo el territorio. Se formaron así las colonias que rodean los pueblos de Presidencia de La Plaza, Machagai, Quitilipi, Presidencia Roque Sáenz Peña, Avia Terai, Pampa del Infierno, Campo Largo, Charata, Las Breñas, General Pinedo, Corzuela, Villa Angela, Villa Berthet, San Bernardo.

Además de los colonos europeos el algodón atrajo a criollos de Corrientes y Santiago del Estero que iban a trabajar como cosecheros. Por lo común, al principio volvían a su provincia después de la cosecha, pero más tarde comenzaron a quedarse, ocupando parcelas de tierra que en general eran mucho más pequeñas que la de los colonos europeos. Los criollos sólo podían obtener de ellas lo necesario para subsistir y complementaban sus ingresos trabajando como hacheros de monte o en otras tareas temporarias.

En correspondencia con la explotación forestal y el cultivo del algodón surgieron las dos principales industrias de la zona: las fábricas de extracto de quebracho (la primera de ellas en Puerto Tirol) y las desmotadoras de algodón que aparecen entre 1901 y 1904 y que llegan a ser la actividad industrial dominante de la región.

El proceso de formación socioeconómica de Formosa tiene muchos puntos de contacto con el del Chaco. Ambas se formaron simultáneamente y se integraron al conjunto nacional como consecuencia de las campañas militares y su evolución en las décadas del ochenta y del noventa es similar. En Formosa, lo mismo que en el Chaco, se entregaron tierras a presuntas compañías colonizadoras que no cumplieron con la ley Avellaneda y que acapararon la tierra con propósitos especulativos. Esto dio lugar en ambas provincias, (más aún en Formosa, donde sólo hubo una colonia agrícola), a la formación de una cadena de grandes latifundios que impidió la colonización. En 1912 existía solamente la colonia agrícola que rodeaba la ciudad de Formosa. Por otra parte es recién en esa época - primera década de este siglo - que la provincia comienza su vida económica.

La nueva actividad forestal dio nacimiento a la industria local, y aparecieron dos fábricas de tanino en Formosa. La ubicación de las mismas se debió a que en la zona Este de la provincia era donde se encontraba la mayor cantidad de quebracho colorado y el puerto desde el cual se podía enviar la producción a los mercados extranjeros. Estando las fábricas sobre la costa se hizo necesario construir el ferrocarril para llevar allí los rollizos y de esa manera entre 1908 y 1930 se tienden las vías que unen la ciudad de Formosa con la ciudad de Embarcación, en Salta.

La crisis taninera de 1926 afectó también a Formosa y su industria dejó de crecer. Desde la década del veinte comienza en el territorio el cultivo del algodón, pero su gran expansión es a partir del desarrollo de la demanda algodonera en 1930 y sobre todo después de 1947.

Como consecuencia de la apropiación latifundista de la Zona Este, la colonización algodonera se realizó en el centro de la provincia, fundamentalmente en los departamentos de Pirané y Patino. Aparece aquí otra diferencia con el Chaco. Mientras en esa provincia la tierra fue dividida en chacras de 25, 50 y 100 hectáreas originando así un sector de colonos medios, en Formosa la poca cantidad de tierra apta hizo que se produjera un gran desarrollo del minifundio y la aparición de pequeños campesinos. Estos se instalaban en tierras fiscales sin tener título alguno. En 1935 y 1936 el 86,6% de los productores algodoneros de Formosa eran ocupantes de tierras fiscales.

Otra diferencia entre ambas provincias está dada por el origen de los productores algodoneros. Mientras en el Chaco la mayoría de los colonos eran extranjeros de origen europeo, en Formosa, si bien el 77,3% de los productores eran extranjeros, encontramos un neto predominio de los paraguayos (63,1%). Los productores europeos tenían mucho menor peso en cuanto a su número, aunque ocupaban mayores extensiones de tierra.

Muchos de los pueblos que fueron creados por el modelo de explotación de tanino o algodón florecieron y se expandieron, en gran medida por el valor favorable de la materia prima en los mercados. Primero se observa una crecimiento en la tasa de ganancia, luego un período de meseta, de estancamiento y después una crisis del modelo de acumulación de capital. Cuando estos procesos colapsan, muchas de estas urbanizaciones entran en crisis y las gentes se ven obligadas a migrar a otros centros metropolitanos, reproduciendo el ciclo.

En las zonas de Santa Fe y Chaco muchos pueblos creados durante la fiebre de extracción de tanino, desaparecieron cuando este modelo colapsó. El modelo sojero que arranca a principios de la década de 1990, acentuará la migración y el hacinamiento de los pueblos en las periferias de las ciudades de Resistencia, Rosario y conurbano de la provincia de Buenos Aires y al mismo tiempo provocará la desaparición de muchos pequeños poblados.

Miraflores
La creación del pueblo de Miraflores a 40 km al norte de Castelli en el impenetrable chaqueño se produce a principios de la década de 1970. Lo primero que hace el Estado es crear un destacamento policial sobre las 10.000 hectáreas de territorio qom. En torno al destacamento se construye una salita de primeros auxilios. Con el tiempo los migrantes criollos comienzan a asentarse en torno al destacamento y junto con esa oleada de inmigrantes, núcleos de población indígena ocuparan las periferias de estas nuevas urbanizaciones. Al principio los hombres indígenas trabajaran en las tareas de destronque de los lotes a poblar por la migración criolla. Con el tiempo el Estado provincial adjudicará miles de hectáreas para inversores de capital de provincias como Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe que irán ocupando gran parte del territorio indígena. La población criolla trae consigo conocimientos, pautas culturales y políticas, formas de alimentación y formas de organización familiar de carácter eurocentrado. Actualmente solo queda en posesión de familias qom 3.500 hectáreas. El Estado provincial para crear el municipio de Miraflores despojó de 400 hectáreas a la comunidad. Gran parte del territorio usurpado (6.000 hectáreas) por un puñado de familias criollas de clase media alta, se usa para pastoreo de ganado vacuno. Este tipo de actividad productiva no genera trabajo para las comunidades originarias. Actualmente el municipio de Miraflores ya ha vendido todos los lotes de las 400 hectáreas disponibles para viviendas a población criolla de clase baja y media. Actualmente la lucha del movimiento qom Vocke Nacokta, ha logrado detener la venta de hectáreas para que el municipio se expanda y colapse el modo de vida rural en los parajes, donde vive la resistencia territorial y cultural ante el avance de la lógica estatal / capitalista / urbana / colonizadora / occidentalocéntrica.

Buenos Aires
La fundación de Buenos Aires en 1536 por Pedro de Mendoza también tuvo la característica del recinto amurallado para combatir a los pueblos originarios. La expedición contó con más de 1200 hombres trasladados por 14 navíos. El fuerte estaba construído en forma precaria, rodeado por un muro de tierra de 150 varas por lado y casi dos metros de alto, y una fosa con una empalizada. Los pueblos originarios de la zona, querandíes y tehuelches, lograron rechazar el primer intento de establecer un fuerte estratégico desde el cual controlar a los pueblos y sus recursos naturales. En 1580 Juan de Garay funda la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre. Este segundo intento colonizador logra aplastar las resistencias indígenas y conforma un poblado de 250 manzanas rectangulares en forma de damero. La principal actividad económica de los colonizadores fue el contrabando con Brasil pagado con cuero de ganado bovino salvaje. Esta actividad con el tiempo constituyó la principal industria del emplazamiento colonial. La historia de la fundación de Buenos Aires es la historia de la violencia de la desposesión de los territorios originarios y el exterminio de los pueblos que lo habitaban, como así también con el tiempo la gradual domesticación y destrucción del ecosistema del Río de la Plata.

Ciudades coloniales. Buenos Aires.

Hay una relación estructural inherente al desarrollo de las urbes y la colonización, la reproducción del capitalismo y la pérdida de los vínculos comunitarios, espirituales y saberes otros que son inferiorizados, perseguidos o destruidos. Al ir descendiendo gradualmente la población indígena la lógica colonial ingresará ilegalmente por el puerto de Buenos Aires enormes cantidades de esclavos procedentes de pueblos africanos, para realizar los trabajos reservados a pueblos inferiorizados no europeos.

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